Opinión

William C. Anderson

Traducción: Ariadna Sánchez Martínez

Este texto fue publicado originalmente en inglés en Prism.

«Recuérdales que la espada aún cuelga de la pared y el corazón aún late dentro del hombre, y que, si es necesario, esa espada será desenvainada de nuevo en defensa de tus derechos».

Lucy Parsons

En la lucha diaria por mantenernos en medio del constante resurgimiento de los ataques del Estado, siempre nos encontramos con la cuestión de la violencia. La gente se debate entre varias ideas sobre lo que es y lo que no. El debate sobre lo que constituye la violencia es en sí mismo violento. Porque, en el fondo, los términos de ese debate los dicta una clase dirigente que decide qué tipo de violencia es aceptable o inaceptable. Las personas que protestan en contra de las decisiones regresivas de un órgano no electo del Tribunal Supremo o por la última matanza policial son retratadas como inciviles y peligrosas, pero las políticas que acaban con esos levantamientos se consideran normales. 

Gran parte de la violencia que estamos acostumbrados a recibir está codificada en lo que llamamos ley. En tanto proyecto de un colonialismo de asentamiento [settler-colonial], Estados Unidos utiliza la ley para mantener los arreglos de supremacía blanca y el capitalismo que dictan las normas opresivas a menudo aceptadas de la sociedad. La legalidad es el marco que se utiliza para asegurar la injusticia perpetua bajo el paraguas de una de las atrocidades más aceptadas a las que nos enfrentamos: violencia de Estado. Por lo tanto, cada vez que se produce una injusticia tenemos que analizar qué organiza y estructura estas condiciones cíclicas. 

Si la ley fuera una herramienta intrínsecamente justa y neutral que pudiera utilizarse para garantizar la libertad, no habría sido necesario quebrantarla en cada oportunidad para garantizar los supuestos «derechos» de los que ahora disfrutamos. Las personas que se rebelaron contra la esclavitud, la privación del derecho al voto, la segregación, el apartheid, y muchas otras cosas, infringieron la ley. Sin embargo, las estructuras estatales que impusieron originalmente estas condiciones pueden siempre revocar lo que conocemos como reformas. Éstas pueden ser concesiones hechas para volver más tolerables las normas violentas aceptables. Por ejemplo, pensemos en las reformas policiales —como el entrenamiento anti prejuicios, las cámaras corporales y la contratación que contempla la diversidad [diveristy hiring]— que no hacen nada para evitar que la policía cometa asesinatos racistas. Cuando las reformas se emiten a través de la política con el fin de traducir las demandas públicas, pueden ser utilizadas para sofocar el levantamiento y convertirse en contrarrevolucionarias. 

Es aquí donde reside uno de nuestros problemas clave. Aunque muchos activistas, organizaciones sin ánimo de lucro e incluso políticos emplean un lenguaje revolucionario, muchos de ellos tienen bastante miedo a una revolución real. Muchos de ellos saben que la revolución es un asunto incómodo, mortal y, sí, violento. Así que, en lugar de crear disturbios definitivos, muchos sucumben a prácticas radicales diluidas que son el equivalente al reformismo descarado o inadvertido. Sin embargo, para hacer frente a lo que encaramos, es necesaria una contrafuerza. El fallecido Russell Maroon Shoatz describió la violencia opositora como «contraviolencia». ¿Qué otra razón tendría para detenerse alguien que ejerce poder sobre ti agrediéndote si no se le obliga? Por eso, durante los levantamientos y las rebeliones, cualquier cosa que insinúe mínimamente esa contrafuerza es condenada como violencia inaceptable por la clase política bipartidista, los multimillonarios de la clase dominante a la que sirven y, en última instancia, el Estado. 

El predicamento que detallo subraya por qué Martin Luther King Jr. dijo que «un motín es el lenguaje de los que no son escuchados». Es importante señalar que King «era un infractor de la ley», como escribió una vez el revolucionario anarquista negro Martín Sostre. Afirmó que King fue un ejemplo al «desafiar y romper la ‘ley y el orden’ del hombre blanco, al ‘pagar la cuota’ yendo a la cárcel voluntariamente, al ser brutalizado y al hacer finalmente el sacrificio supremo por la causa de la liberación negra». Aunque esté filtrado por las versiones de la historia sancionadas por el Estado, uno de los aspectos más importantes del legado de King fue el «desafío a la autoridad blanca». Lo que estoy sugiriendo es que el lenguaje que podríamos estar devolviendo a nuestros opresores no se debe solamente a que no se nos escucha, sino también a que se nos ignora. Estamos siendo sistemáticamente ignorados por estructuras que nunca fueron pensadas para servirnos, por lo que el Estado y sus sistemas rechazan incluso las reformas y actualizaciones de sus términos y condiciones represivas. La sociedad blanca y el Estado están en una búsqueda interminable para cumplir con su intención original. Por diseño no pueden ser reformados, confiscados y manipulados para ser despojados de su intención, porque así es como fueron construidos. «La burguesía no tiene derecho a quejarse de la violencia de sus enemigos, puesto que toda su historia, como clase, es una historia de derramamiento de sangre, y puesto que el sistema de explotación, que es su ley de vida, produce diariamente hecatombes de inocentes. Seguramente tampoco son los partidos políticos los que deben quejarse de la violencia, ya que todos y cada uno tienen las manos manchadas con sangre derramada innecesariamente», escribió el anarquista italiano Errico Malatesta en Anarchy and Violence.

Esta sociedad está tan envenenada con los legados de la esclavitud, el genocidio indígena, la violencia sexual, la guerra imperialista y otros innumerables males que millones de muertes se convierten en nada más que páginas de historias supuestamente lamentables. Así, cuando se producen muertes masivas en el presente —como durante el huracán Katrina, una pandemia desatendida o cualquier otra cosa— el Estado convierte las muertes de aquellos a los que siempre asesina sistemáticamente en mero paso en falso en el camino del progreso. No es el Estado el que falla, esto es una característica del poder estatal: es el Estado el que tiene éxito en sus emprendimientos. Esta es la violencia a la que muchos de nosotros estamos acostumbrados. Vemos cómo se manifiesta a microescala dentro de nuestras comunidades, donde quienes son negros, trans, indígenas, pobres, queer, niños, discapacitados y no binarios se llevan la peor parte de esta normalidad. Al fin y al cabo, se trata de un fenómeno increíblemente marcado por el género, que se dirige de forma desproporcionada en contra de quienes explota, abusa y subyuga más la dominación patriarcal. Esta es la violencia que tenemos que derrocar a través de un enfoque multifacético de diferentes medidas que utilizan medios radicales. 

Dado que no hay una única solución para contrarrestar la violencia que esta sociedad nos está infligiendo, me adhiero de todo corazón al pensamiento del mencionado Shoatz. En “The Mosaic”, abogó por la autonomía y la autodeterminación, al servicio de intereses separados y colectivos. Destacó este enfoque a raíz de su estudio histórico sobre los métodos de organización llamado “The Dragon and the Hydra”. En ese texto, defendía las formaciones anárquicas negras del pasado porque «la centralización sólo facilitará a nuestros opresores la identificación y la represión sobre nosotros». Pero en lugar de hacer de cualquiera de estas ideas un sectarismo, sugirió que la gente superara estos obstáculos para luchar por nuestro bienestar colectivo en el espíritu del intercomunalismo [intercommunalism.]. 

Así es como se podrían ver los contornos de tal  contrafuerza, pero cuando volvemos a las cuestiones sobre la violencia debemos aceptar la verdad: la lucha para derrocar la violencia no sólo será no violenta. Y aquellos que no están preparados para combatir la fuerza con la contrafuerza deben entender la intrincada naturaleza de la lucha. Las personas que están preparadas para llevar la lucha radical al siguiente nivel no miran en una sola dirección. Fue Lorraine Hansberry quien dijo: «Los negros deben ocuparse de todos los medios de lucha: legales, ilegales, pasivos, activos, violentos y no violentos». De nuevo, ella dijo «violentos y no violentos». No es posible que todo el mundo esté de un solo lado de ese binomio, tampoco significa que la gente no pueda abrazar ambos. Sí, hay una violencia a la que tenemos que resistir y ser una oposición a la violencia con la que estamos inundados en el día a día. No hay una sola manera de luchar, pero en un intento de hacer retroceder la realidad, la acción necesaria es no dejarse dominar por este burdo entorno. En su lugar, ¿podemos hacer de la defensa implacable la nueva norma? En una guerra contra la regularidad de la opresión violenta, ¿podemos adoptar como principio básico la oposición radical implacable, el sabotaje, la destrucción y la abolición de todo lo que perjudica a nuestro pueblo? Cualquier cosa menos que eso puede no llevarnos a donde necesitamos estar. Al fin y al cabo, los que esperan matarnos y mantenernos en esta desastrosa situación han hecho de nuestra destrucción un estándar que tenemos que desmantelar. 

Imagen tomada del artículo publicado originalmente en inglés en Prism.