En el presente siglo, México ha tenido dos grandes momentos de transición: el año 2000, con el triunfo del candidato de derecha del Partido Acción Nacional (PAN) Vicente Fox, que levantó una serie de expectativas que estuvieron muy lejos de cumplirse y el 2018, con la victoria avasallante de Andrés Manuel López Obrador, de la coalición “Juntos haremos historia” (que aglutinó a elementos de derecha, centro e izquierda), cuyo balance es hasta ahora incierto. Sin embargo, un aspecto que guardan en común ambas transiciones es su interés a medias en la llamada justicia de transición, un tema capital en cualquier intento serio de restablecimiento de la democracia, el Estado de derecho, la funcionalidad de las instituciones y la paz social.

La justicia de transición es uno de los elementos que permiten definir si un proceso de transición a la democracia ha sido exitoso o se ha truncado. El International Center for Transitional Justice (ICTJ) la define como la manera en que los países que emergen de períodos de conflicto y represión manejan violaciones sistemáticas a los derechos humanos a gran escala, tan numerosas y tan graves que los mecanismos de justicia normal no son capaces de proveer una respuesta adecuada. Los mecanismos de la justicia de transición consisten en el enjuiciamiento a los criminales del pasado; la búsqueda de la verdad histórica; la preservación de la memoria de esos hechos; la reparación integral del daño, material y simbólica, a nivel individual y colectivo, y las reformas al marco legal y las instituciones para ofrecer garantías de no repetición de las violaciones a los derechos humanos. En México, este debate lamentablemente ha quedado circunscrito a círculos de juristas, académicos y defensores de derechos humanos y su impacto ha sido muy bajo en la esfera pública.  

No es que la sociedad sea indiferente al tema, pues en diversas coyunturas los actores sociales han evidenciado que la deficiente impartición de justicia, tanto para temas del pasado como actuales, es uno de los problemas más urgentes de la nación. Lo que parece ocurrir es que el escepticismo en torno a las sanciones para miembros de las élites políticas y económicas es tan aplastante, que la sociedad no reacciona enérgicamente ante cada fracaso, dilación o desviación de los ministerios públicos, fiscales y jueces que llevan tales casos. Paradójicamente, la anticipación de un resultado adverso es un ancla que mantiene a la sociedad atada a un sistema de justicia perfectamente disfuncional.

A diferencia del sexenio de Fox, en el que la existencia de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP) mantuvo la ilusión óptica de que los represores del PRI serían llevados a juicio en cualquier momento, el debate sobre los mecanismos de justicia transicional en 2018 tuvo la duración de un artefacto pirotécnico. El presidente aludió al tema en términos de perdón y la reconciliación, sugiriendo así una amnistía de facto para los criminales de Estado del pasado. Posteriormente, en respuesta a sus críticos, AMLO matizó el asunto del juicio a los expresidentes, proponiendo someter el tema a plebiscito. AMLO parecía desconocer que sus propuestas de amnistía y plebiscito eran incompatibles con el derecho penal internacional y el derecho internacional de los derechos humanos. Las violaciones graves y sistemáticas a los derechos humanos no prescriben, no pueden ser amnistiadas ni sometidas a votación popular, deben ser investigadas y sancionadas porque México ha suscrito las convenciones internacionales más importantes en materia de derechos humanos. 

Un aspecto importante de este tipo de violaciones es la posibilidad de juzgar no sólo a los agentes estatales o paraestatales que las perpetraron sino también a los que por aquiescencia o negligencia no hicieron algo por impedirlas. En una interpretación sumamente avanzada del derecho se podría juzgar, incluso, a quienes teniendo el poder para llevar a juicio tales atrocidades, prefirieron encubrirlas o aplicaron la fórmula de “borrón y cuenta nueva.” Es cierto que, algunas sociedades que atravesaron por procesos de transición a la democracia, incluyeron el asunto de la amnistía como un mecanismo de justicia transicional. Sin embargo, no se trató en ningún caso de amnistía y reconciliación unilaterales sino que, a cambio de la inacción penal a su favor, los criminales debieron otorgar información de utilidad a las comisiones de la verdad en temas como la cadena de mando de las corporaciones policiacas y militares, el destino de los detenidos-desparecidos y la identidad de quienes cometieron los peores abusos. En sociedades con un aparato de justicia resquebrajado o inexistente, el intercambio de amnistía por información no representaba un despropósito sino un avance mínimo.

A todos los expresidentes vivos y a una porción considerable de ex servidores públicos se les podría fincar responsabilidad penal por violaciones graves a los derechos humanos —como lo son masacres, ejecuciones, detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, desplazamiento forzado y el empleo de la tortura—, todas ellas llevadas a cabo de manera sistemática por agentes estatales contra uno o varios sectores de la población civil, en el marco de una política de Estado. De hecho, debido a su sistematicidad, algunos de estos abusos constituyen crímenes de lesa humanidad. Tales delitos se cometieron de forma recurrente en diferentes coyunturas, como la guerra sucia de los sesenta y setenta; la guerra contra las drogas de los setenta y ochenta; la guerra de baja intensidad contra el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el Ejército Popular Revolucionario (EPR) en los noventa y la segunda guerra contra las drogas del 2006 al 2018. 

Al margen de las declaraciones presidenciales, el gobierno de la 4T ha mandado algunas señales de su interés por el tema de la justicia transicional, entre las que destacan: la creación de un sitio de memoria en Circular de Morelia #8 (en las antiguas oficinas de la Dirección Federal de Seguridad en la CDMX); la formación de un área dentro de la Dirección General de Estrategias para la Atención de Derechos Humanos de la SEGOB, encargada de diseñar una política de la memoria sobre los crímenes de Estado; la consolidación de la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas (CNBP), incluyendo una sección dedicada a los desaparecidos de la guerra sucia; el mantenimiento en funciones de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), pese a las presiones hacendarias para pasarle la guillotina administrativa y, finalmente, el hecho de que el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INERHM) haya incorporado la historia del tiempo presente a su agenda de divulgación. 

Asimismo, ha habido acciones simbólicas que dan cuenta de los nuevos tiempos, por ejemplo, el que la SEGOB haya pedido disculpas públicas a algunas víctimas de crímenes de Estado. Puesto que los guerrilleros fueron considerados el enemigo público número uno durante varios sexenios, el gesto de pedir perdón a Martha Camacho por la tortura a la que fueron sometidos su bebé y su persona, sumados a la ejecución y desaparición de su esposo, el guerrillero José Manuel Alapizco en 1977, no fue un acto menor. Por primera vez en su historia, el Estado mexicano reconoció públicamente que se extralimitó jurídicamente en su combate a los guerrilleros, lesionando sus derechos humanos. Sin embargo, no bastaría un sexenio para ofrecer perdones individuales a todos los agraviados.

Por otra parte, es preocupante la lentitud con la que las instituciones mencionadas han llevado a cabo la labor de impulsar una agenda oficial que defina los objetivos y mecanismos de la justicia transicional. Por lo que se ha filtrado en los medios, se concluye que no han recibido el financiamiento ni los recursos materiales ni humanos suficientes para llevar a cabo su labor en condiciones adecuadas; por el contrario, las políticas de austeridad se han ensañado con estos organismos, como si su misión fuera una cosa que se puede postergar o apoyar a medias. Es política, moral y jurídicamente inadmisible que al trabajo orientado a la justicia de transición no se le dé el trato prioritario que amerita. 

 

Lo mínimo que cabría esperar de la 4T es que se ponga a la altura de la gravedad de los hechos del pasado que han dejado a México sumido en una espiral de violencia sin fin. Si la 4T fracasara en todo lo demás, al menos podría reivindicar que ajustó cuentas con el pasado y dio satisfacción a las víctimas. No es poca cosa, pues gobiernos que fueron un desastre en lo político o lo económico obtuvieron una imagen positiva en su pase a la historia por sus logros en la justicia de transición, como Raúl Alfonsín en Argentina y Patricio Aylwin en Chile. Si el gobierno de la 4T no concreta acciones que vayan más allá de lo simbólico, volverá a cancelar las esperanzas no sólo de justicia para las víctimas, sino también de una transición genuina a la democracia. La 4T corre el riesgo de clonar el fracaso de Fox, habiendo tenido condiciones de posibilidad para ser algo distinto e incluso mejor.