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Como una declaración de guerra, doce de los clubes económicamente más poderosos del mundo anunciaron la creación de un torneo exclusivo: la Superliga Europea. AC Milan, Inter, Juventus, Barcelona, Real Madrid, Atlético de Madrid, Chelsea, Arsenal, Manchester City, Manchester United, Liverpool y Tottenham desenvainaron la espada y lanzaron el desafío a la UEFA y a la FIFA. La competencia, respaldada económicamente por el banco estadounidense J. P. Morgan, buscaba no sólo excluir a estas instituciones como organizadoras y distribuidoras de los ingresos, sino también convertirse en la más redituable del mundo. Para tener una idea de su impacto económico recordemos que la cantidad que pretendían repartir entre los clubes integrantes rondaba los 7 mil millones de euros, de los cuales cada equipo fundador podía recibir entre 100 y 350 millones sólo por participar, sin contar ingresos por derechos de transmisión, premios por resultados, entre otros. Comparado con los 15 millones de euros que cada equipo recibe por ingresar a la fase de grupos de la Champions League, la Superliga Europea prometía ser un paraíso para los más ricos, un espacio celestial exclusivo y excluyente, como no podría ser de otro modo.

La UEFA reaccionó con violencia y amenazó a los equipos con excluirlos de toda competencia, así como impedir que los jugadores participaran con sus respectivas selecciones. La afición, la prensa y el medio futbolístico en general se pronunciaron al respecto. Ante las críticas, el presidente de la Superliga y del Real Madrid, el empresario Florentino Pérez, declaró que el torneo intentaba “salvar al futbol”. Para nadie es un secreto que la pandemia por COVID-19 golpeó fuertemente las arcas del mundo futbolístico. Si a eso agregamos que varios de los clubes fundadores ya sumaban deudas millonarias, el proyecto de la Superliga se vislumbraba como una disputa por el gran negocio del balompié que permitiera aminorar las pérdidas monetarias de los clubes. En ese sentido, mucho se ha hablado sobre el origen de este conflicto y algunos apuntan que tiene décadas de gestación. Yo diría que, en realidad, tiene siglos y que para entender qué es lo que está en el fondo de esta guerra vale la pena ir mucho más atrás de lo que imaginamos.

Foto: Javier Sánchez de la Viña . Reproducido con licencia CC.
Foto: Javier Sánchez de la Viña. Reproducido con licencia CC.

 

¿Cobrar o no cobrar? Una epifanía futbolera

En marzo de 1872, en Inglaterra, tuvo lugar la primera final de la FA Cup, el torneo más antiguo del mundo. También, se tiene registro que fue una de las primeras ocasiones en las que se cobró a los asistentes por ver un partido. Mientras los caballeros pateaban el balón en sus ratos de ocio, los obreros se veían obligados a procurar alguna retribución por el tiempo que, por jugar futbol, no dedicaban a las fábricas. A pesar de que el profesionalismo no se cristalizaba, no era un secreto que misteriosamente algunos talentosos jugadores venidos de otras tierras arribaban a nuevos poblados, obtenían un trabajo y jugaban con el equipo local. El caso de Fergus Suter fue uno de los más famosos. El albañil escocés dejó su lugar de origen para vivir en Darwen, trabajar y jugar con el equipo del pueblo. Más tarde se sumó al Blackburn Rovers e, incluso, levantó la FA Cup. Muchos lo acusaron de ser un jugador profesional encubierto. 

En ese contexto se desató la batalla entre los defensores del profesionalismo y sus detractores. Los primeros esgrimían que la profesionalización del futbol era inevitable, un producto de la expansión del deporte. En ese sentido, no debería ser prohibido, sino regulado, con el objetivo de que no se perdiera del todo la “esencia” del futbol, cualquiera que esta fuera. Los segundos, como si de una epifanía se tratara, vaticinaron que de admitirse el profesionalismo se atentaría contra la igualdad, principio indispensable que supone que todos los participantes compiten en las mismas condiciones y, por lo tanto, tienen las mismas probabilidades de ganar. Si los intereses pecuniarios controlaban al futbol los equipos maximizarían sus esfuerzos para obtener ganancias y, de este modo, los que tuvieran mayores ingresos contratarían a los mejores jugadores. Esto conduciría a competiciones desiguales en donde siempre ganarían los mismos. Al mismo tiempo, los clubes ricos se harían más poderosos y los pobres más miserables. 

En 1885 el futbol inglés aceptó el profesionalismo. A medida que el balompié se extendió por el mundo esta discusión se replicó con las particularidades de cada región. No obstante, el final fue similar en todos los lugares: el futbol no sólo se confirmó como una práctica profesional, sino como un servicio de entretenimiento, es decir, una mercancía producida por una amplia y compleja industria –empresarios y medios de comunicación de por medio– que, hasta el día de hoy, ha pretendido garantizar el consumo de millones. 

En los últimos días, tras el anuncio de la formación de la Superliga, algunas personas creyeron descubrir que el futbol había sido robado por un grupo de mafiosos que, como el niño rico de la colonia, se llevan su pelota cuando van perdiendo el partido. En realidad, desde hace mucho el balompié se configuró como un producto cada vez más grande y redituable, dominado por una élite empresarial que siempre se consideró la dueña del balón.

¿Cuánto cuesta el paraíso?

En 1987, durante la primera ronda de la Copa de Europa, se vio el cruce del Nápoles de Maradona y el Real Madrid de Butragueño, dos equipos de época. Los madridistas vencieron al equipo de Diego, en lo que significó una temprana eliminación para uno de los mejores jugadores del mundo. Situaciones como esta encendieron las alarmas de los empresarios del futbol. ¿Cómo garantizar que sus equipos llegaran a las fases finales y, con ello, aumentaran sus ingresos? Gracias a la presión, en 1992 se incluyó una fase de grupos y se reestructuró el torneo con el nombre de Champions League. Hasta 1997 clasificaban los campeones de cada país, pero esto no parecía suficiente para los empresarios detrás de los equipos, quienes exigieron ingresar al torneo de campeones incluso si no lo eran. De tal suerte, a partir de aquel año también participaron los subcampeones y desde 1999 los terceros y cuartos lugares de las ligas más adineradas. Esta maniobra volvió cada vez más difícil que los equipos de los torneos más pequeños y pobres pudieran acceder a la Champions. 

Ya en los albores del siglo XXI se hacían realidad las profecías de quienes hace más de cien años se opusieron al profesionalismo: los equipos ricos contrataban a los mejores jugadores y los clubes pobres eran cada vez más excluidos. Los poderosos sostenían el imperio de la desigualdad y apuntaban a la creación de un paraíso en el que, de un modo u otro, su pequeño grupo tuviera cubiertas sus ganancias. Sin embargo, para las dinámicas del capitalismo nunca es suficiente, especialmente cuando se trata del mercado de piernas. En las últimas décadas se registraron cifras exorbitantes por los fichajes de jugadores y parecía que no había nada que detuviera a los magnates del balompié en su lucha por adquirir a las estrellas del momento. No obstante, la pandemia por COVID-19 agravó los problemas económicos de los equipos a niveles insospechados. Por ejemplo, a comienzos de 2021 el Real Madrid sumó una deuda bruta de 901 millones de euros, mientras que la cifra de la Juventus alcanzó los 357 millones. En ese marco, construir el paraíso anhelado que aminorara las pérdidas monetarias se volvió un proyecto apremiante.

¿De quién es el balón?

Podría pensarse que la guerra desatada a raíz del anuncio de la Superliga es una disputa entre quienes lo tienen todo, contra quienes no tienen nada, pero no nos engañemos. Se trata de una lucha de ricos contra ricos, magnates del balón quienes le disputan a la UEFA y a la FIFA el monopolio del futbol organizado y la repartición del botín. Todo parece indicar que la osadía de los equipos fundadores no cristalizará en la Superliga. La presión de un amplio sector de la prensa deportiva, afición y empresarios de clubes más pequeños, ha generado que rápidamente el proyecto se desmorone. En ese sentido, los seis equipos ingleses ya abandonaron la propuesta y, con humildad fingida, la directiva del Arsenal ofreció una disculpa y admitió: “cometimos un error”.  

Sin embargo, lo que parece un triunfo del futbol incluyente, en realidad no lo es. Los equipos fundadores ya mostraron que tienen la fuerza para desafiar a los máximos organismos del futbol profesional, al grado de llevarlos a emitir comunicados amenazantes y poner de cabeza al mundo del futbol. Que no nos sorprenda ver que la UEFA, en un afán conciliador, trate de mantenerlos contentos con un modelo de negocio que les garantice más y mejores ingresos. Además, a pesar de que la Superliga no cristalizó, los equipos ricos se harán más ricos y acrecentarán su dominio, mientras los pobres se volverán cada vez más pobres. El PSG se mantendrá en la cúspide de la liga francesa; el Bayern Múnich, en Alemania; Juventus conservará la hegemonía en Italia; el “Big Six” seguirá disputando la Premier League; y en España el campeón se definirá entre el Real Madrid, Barcelona y Atlético de Madrid, como ha sido desde hace años. 

Ellos son los dueños del negocio. Y en las reglas de su juego parecen cada vez más lejanas las gestas heroicas, esas que emocionan a los amantes del futbol; como el triunfo, contra todo pronóstico, del modesto Leicester City, cuando ganó la liga inglesa en 2016. En ese contexto, ¿se puede construir otra forma de organización deportiva? Desde luego que sí, pero para hacerlo habría que modificar la concepción misma de lo que deben ser los deportes. Es posible impulsar un modelo deportivo que priorice el bienestar social y la cooperación comunitaria por encima del beneficio privado. El caso de Cuba es un buen ejemplo de ello y nos recuerda que el deporte es un derecho, antes que una mercancía. Sin embargo, esta visión no puede articularse con la idea del futbol como espectáculo deportivo, servicio de entretenimiento que tiene por único objetivo satisfacer el consumo de millones y enriquecer las cuentas bancarias de unos cuantos.   

Desde hace varios días he leído y escuchado que los empresarios nos robaron el futbol. No estoy de acuerdo. Ellos son los dueños del balón hecho de billetes, pero no del deporte. A mediados del siglo XIX la élite británica se creía la dueña del balompié y quería hacer de él un juego excluyente, sólo para caballeros, pero rápidamente los sectores populares se apropiaron de la práctica y la resignificaron. Mientras el futbol crecía en su vertiente comercial, también se convertía en vínculo comunitario, herramienta de resistencia y de reivindicación para los desposeídos. Aunque oculto, ese futbol se mantiene vivo en los equipos de los barrios, en las ligas locales y modestas y en quienes saltan al campo con motivaciones más diversas y profundas que sólo el interés mercantil. Visto así el balón no ha dejado de ser nuestro, con o sin Superliga.