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“La desdicha de los ancianos es un signo de fracaso de la civilización contemporánea” escribió Simone de Beauvoir en su obra La Vejez (La Vieillesse 1970), refiriéndose a las circunstancias de vida a las que se enfrentan las clases trabajadoras al llegar a la edad mayor. Observó cómo, mediante el escamoteo continuo de su tiempo y fuerzas, las y los trabajadores son explotades a lo largo de su curso de vida hasta que dejan de rendir y se convierten en fuerza de trabajo descartable. Para muches, envejecer se traduce en un desierto de pobreza económica y de soledades, y por eso Beauvoir planteó que pensar la utopía de las sociedades libres de explotación y desigualdades implica cuidar que las y los mayores “no lleguen al final de su vida con las manos vacías y en solitario” (1970, 670).

Medio siglo después, las maneras en que se produce el envejecimiento y las circunstancias de vida a las que se enfrentan las personas mayores en las sociedades contemporáneas son temas aún poco tratados, y todavía se percibe como lejano el envejecimiento poblacional en curso. Sin embargo, las problemáticas sociales asociadas a la condición de la edad mayor son múltiples, complejas y requieren atención. Un tema en particular es la intersección con el trabajo y las experiencias de las y los trabajadores mayores en la dinámica del capitalismo neoliberal.

Kasmir y Carbonella (2018) señalan que la lógica expansiva y de acumulación del capital se refleja, entre otros, en el proceso continuo estructural, político y cultural de making, unmaking y remaking de las clases trabajadoras, y en la manera en la que ese proceso conlleva a movilizar a diversas y amplias poblaciones hacia los mercados de trabajo. Una de esas poblaciones movilizadas la constituyen las personas mayores para quienes el retiro laboral dejó de ser una posibilidad, pues implica dejar de percibir un ingreso y quedar excluidas del acceso a los medios para mantener su subsistencia. Si bien no es una novedad que las y los mayores han desempeñado históricamente diversas actividades, tanto en el espacio productivo como de reproducción, lo que destaco es que en el contexto neoliberal se observa una creciente multitud de older workers (Standing 2011) en necesidad de vender su fuerza de trabajo y disponibles para la demanda en formas de empleo en las cuales esta fuerza de trabajo resulta conveniente y explotable.

En México, en los últimos 15 años se produjo un incremento constante en el número de trabajadores mayores de 60 años de edad: en el primer trimestre del año 2020, el 33.7% (5,680,061) del total de la población mayor era población ocupada; 65.1% eran varones y 34.9% mujeres. Llama la atención que una tercera parte de ellos ingresó a su trabajo actual después de los 55 años, 84.3% no contaba con acceso a las instituciones de salud pública como derecho laboral, y sus salarios se ubicaron en los niveles más bajos: 71% de las y los trabajadores mayores percibieron salarios de $247.00 pesos o menos por día (ENOE 2020).

Las estadísticas muestran que para las y los trabajadores mayores, las opciones de empleo en el mercado laboral mexicano se sitúan principalmente en los circuitos de la precariedad: se les puede ver como vigilantes de comercios, en el empleo domiciliario a destajo, cuentapropier@s, paqueter@s en los supermercados, recientemente, integrándose como repartidores en aplicaciones de “delivery” o bien, en el trabajo de la limpieza, una actividad que en la industria global ha sido delegada a poblaciones sistemáticamente oprimidas, como las mujeres, las personas migrantes racializadas y los trabajadores mayores y que, a pesar de ser esencial, ha sido invisibilizada, mal pagada y de escaso reconocimiento social.

El caso particular de las y los trabajadores mayores del Metro de la Ciudad de México da cuenta de lo anterior. Se observa que, a partir de la década de 1990, la industria local de la limpieza ha proliferado a través de los contratos con dependencias y organismos públicos, como el Sistema de Transporte Colectivo Metro, y han construido un nicho laboral que emplea principalmente a trabajadores cuyas edades oscilan entre 60, 70, 80 y más años de edad, bajo un régimen de subcontratación, con contratos de protección, pagados con el salario mínimo y que carecen de los derechos laborales como la seguridad social. 

Desde sus experiencias —recuperadas en una investigación etnográfica realizada en 2018 y 2019—, las y los mayores dedicados a la limpieza del Metro dan cuentan que después de extensas trayectorias laborales y de un saber-hacer adquirido en diversas ocupaciones —como obrer@s, técnic@s, artesan@s, cuidadores, trabajadores del hogar, etcétera—, pasaron a ser socialmente reconocidos como personas mayores en sus trabajos previos y fueron despedidas o retiradas. Ello implicó que sus posibilidades de encontrar un nuevo empleo se redujeran drásticamente, por lo que el trabajo en la limpieza en el Metro —una industria que demanda fuerza de trabajo barata— fue prácticamente su única opción, “porque en otro lado no me aceptan por la edad”. 

Bajo la necesidad de ganarse la vida a una edad avanzada y en empleos precarios, las y los mayores dedicados a la limpieza confieren sentidos a su trabajo, que lejos de construirlos en coherencia llana, conllevan tensiones. Por un lado, expresan un sentimiento de injusticia ante las condiciones laborales y los tratos de discriminación sutiles y directos como la invisibilización e infantilización; en su vida cotidiana, describen la incertidumbre como un elemento latente asociado a vivir al día y a batallar para cubrir el gasto básico de alimento, vivienda y de salud. Por otro lado, vinculan su capacidad para trabajar y generar sus propios ingresos con una cuestión de dignidad y de mantener cierta independencia económica en contraposición a las vidas de otras personas mayores que dependen de la caridad o viven en la indigencia. Ese reconocimiento no resta que se cuestionen y nos cuestionen por qué, después de una vida dedicada al trabajo, se encuentren en circunstancias que les obligan a continuar trabajando indefinidamente, sin la garantía de un arreglo solidario que les dé soportes y cuidados para enfrentar los avatares de la existencia. 

Detrás de la condición de lo que podemos nombrar como la precarización de la vejez se entrelazan factores de origen estructural que la producen y la reproducen, y que pueden ser comprendidos como rasgos que se han acentuado en el neoliberalismo: un proceso en curso de desposesión de los derechos sociales que repercute sobre las diversas poblaciones de maneras particulares; el estigma sociocultural etario en torno a la vejez asociado a la productividad; y una crisis en torno a los cuidados que trastoca las dinámicas de reproducción. A continuación, profundizaré brevemente cada uno de estos factores. 

En México, los cursos de vida de las personas que actualmente rebasan los 60 años de edad han transitado a través de reconfiguraciones profundas de las relaciones sociales y de los mecanismos de acumulación iniciados en la década de 1970. Esta población pasó por una condición del trabajo y de la vida gestionada por compromisos de clase, la presencia de un Estado regulador y los logros de las luchas obreras que, aunque de manera limitada e inequitativa, se tradujeron en una mejora de las condiciones de existencia de diversos sectores de la población urbana. Probablemente a muchas de quienes provenimos de familias obreras y numerosas nos cuesta entender cómo nuestras abuelas y abuelos lograron sostener a sus hijos; ese sostén contó con pilares de derechos como la seguridad social, la educación y la salud pública.

Emanó una generación de trabajadores que interiorizó el derecho a tener derechos sociales, que gradualmente les han sido arrebatados en la reconfiguración hacia una lógica de libre mercado, bajo el principio de que la existencia deviene en una responsabilidad individual, independiente de las características sistémicas, y donde “el éxito o el fracaso personal son interpretados en términos de virtudes empresariales o de fallos personales” (Harvey 2005, 73). Por ejemplo, uno de los mecanismos de redistribución de la riqueza como el derecho a la pensión ha pasado de concebirse como un sistema de solidaridad intergeneracional hacia un sistema de cuenta de ahorro individual, administrada por la banca privada y mercantilizada en el sistema financiero. Este giro progresivo —que apenas estamos viendo y a punto de padecer sus consecuencias— ha modificado sustancialmente las condiciones de retiro de las y los trabajadores y la disponibilidad de recursos con los que se cuentan al llegar a la vejez.

En el caso que aquí he mencionado —el de las y los trabajadores mayores de limpieza, la distinción entre quienes accedieron a una pensión y quienes no— está marcada por desventajas de género. A diferencia de los varones, ninguna de las trabajadoras se incorporó en su vida productiva a un empleo que las hiciera receptoras de derechos laborales y las incluyera en el sistema de previsión social. Es habitual que las mujeres, al llegar a la vejez, enfrenten mayores desventajas y sean más proclives a la inseguridad económica, lo cual está asociado a la desvalorización sistémica de su trabajo. Por otra parte, si bien los varones cumplieron con el mandato del “ideal” trabajador fordista, la pensión que reciben resultó insuficiente para costear su vida y la de sus familias. Llegar a la vejez bajo la fórmula neoliberal, en que el Estado se sustrae cada vez más de cualquier responsabilidad social hacia esta población, implica exigir a las personas mayores que alarguen su vida productiva y busquen un empleo a merced del libre mercado.

En dicha búsqueda, las y los trabajadores mayores se enfrentan al estigma que acompaña a la vejez y a los cuerpos envejecidos, el cual robustece las barreras y las desigualdades de acceso a los recursos y al trabajo. A la edad mayor, como a toda construcción social, se le confieren atributos y representaciones simbólicas históricamente cambiantes; bajo el signo de la productividad capitalista, el mercado de trabajo interviene de una manera particularmente destructiva con base en la edad, a medida que las y los trabajadores envejecen y portan una “fachada personal” y cuerpos considerados socialmente como devaluados en términos productivos. Si anteriormente el mercado laboral los descartaba, ahora pasan a ocupar puestos de trabajo que los más jóvenes no desean realizar, como fuerza de trabajo desvalorizada y con pocas posibilidades en el mercado laboral.

La dimensión de la desigualdad etaria se debe analizar con las otras formas de desigualdades de tipo estructural como la clase, el género y la etnia. Su intersección y persistencia en los cursos de vida se traducen en desventajas que reducen las posibilidades de las personas a la apropiación de recursos sociales, económicos, simbólicos y políticos (Reygadas 2008), y sus consecuencias se manifiestan en vivir la edad mayor en el empobrecimiento y la incertidumbre. Las y los trabajadores mayores, en ese sentido, sortean y sobreviven a la acumulación de múltiples desventajas. Esta situación no es normal, y hacer esfuerzos para resarcirlo es una cuestión de justicia social.

El último elemento que abordaré está relacionado a la necesidad de un sistema público de cuidados diseñado para atender las necesidades de las personas mayores no dependientes y con grados de dependencia, un tema que en años recientes ha abierto espacios de discusión académica y organizativas de la sociedad civil y que actualmente está presente en la agenda política de diversos países latinoamericanos. En México, el cuidado de las y los mayores ha sido, históricamente, un arreglo familiar que se resuelve y que recae principalmente sobre las mujeres por su condición hipotética de amas de casa; es habitual que, a medida que envejecen, las y los mayores cuenten o vivan con una familia extendida que les sostiene.

Sin embargo, la disposición de cuidados es desigual en términos de clase y de las economías familiares, específicamente las de las mujeres, que también se han visto afectadas por la precariedad, el desempleo, los desplazamientos y las violencias. Enfrentar estas situaciones acapara el tiempo y el trabajo de los integrantes del hogar, y minimiza su disponibilidad de cuidado hacia sus mayores. Quienes cuentan con los recursos pueden transferirlos hacia los cuidados privatizados; cuando esto no es posible, sostener la vida requiere de dobles o triples jornadas, extenuantes para la o el cuidador. En las sociedades capitalistas, el cuidado de los mayores es un trabajo doblemente desvalorizado y diluido, porque no es remunerado y porque no contempla la reproducción de una fuerza de trabajo en ciernes o activa, pues la persona receptora del cuidado es concebida como no productiva y es estigmatizada como una carga; como analizó Federici (2015) es una actividad que absorbe tiempo y valor, pero que no generará valor a cambio.

En esas circunstancias, las familias requieren de la participación activa de las y los mayores para el ingreso económico. Volviendo al caso particular de las y los mayores de limpieza en el Metro, de nueva cuenta surgen distinciones de género en torno a los cuidados: mientras los varones tienen cónyuge o residen con una familia extensa, las trabajadoras residen solas y, quienes cuentan con parientes enfrentan tiempos de trabajo y distancias que limitan sus interacciones; su subsistencia recae y depende de ellas y, al valorar sus experiencias de vejez y su curso de vida, coinciden que libraron batallas con muy pocas redes de apoyo. En ambos casos se observa que la relación de cuidado entre familia y mayores no es unilateral, sino ellas y ellos también los suministran mediante trabajo reproductivo y afectivo, como el cuidado de los nietos, o con la obligación de la proveeduría económica para pagar las cuentas del hogar o para sostener a otros miembros de la familia. 

La desposesión de los derechos sociales y la mercantilización de los sistemas de pensión solidaria, las construcciones simbólicas estigmatizantes que descartan y desvalorizan la experiencia y la fuerza de trabajo de las y los mayores, el déficit de los cuidados públicos, y la crisis de reproducción familiar en un contexto de múltiples desigualdades sociales son factores que se articulan y desembocan en una precarización de la vida en la vejez. Esta precarización afecta de diversas maneras: resta autonomía, produce incertidumbres e inseguridad económica, y exige a las y los mayores que incrementen su tiempo de vida productiva como trabajadores precarizados. 

El escenario actual, marcado por la pandemia, afecta las circunstancias de vida de las y los mayores trabajadores de diversas maneras. En términos negativos, reduce la disponibilidad de recursos económicos y acentúa el aislamiento social. Cuando en México inició la emergencia sanitaria, las personas mayores de 60 años fueron categorizadas como “población de riesgo” y, mediante un decreto presidencial, se suspendió sus labores con goce de sueldo. Aunque las empresas subcontratadas de la limpieza en el Metro acataron el decreto, al poco tiempo las y los trabajadores dejaron de percibir su salario y quedaron a la deriva. Lo mismo sucedió con las y los mayores que trabajaban en los supermercados. Ganarse la vida se dificultó todavía más, en un contexto que levantó nuevos obstáculos para conseguir un empleo y que restringió su movilidad bajo la amenaza de riesgo a su salud.

Según las estadísticas disponibles de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE), durante el tercer trimestre de 2020 casi un millón de trabajadores mayores perdieron su empleo y, en el cuarto trimestre, se volvieron a integrar casi medio millón. A reserva de cómo se reconfigure el mercado de trabajo ocupado por los mayores, es evidente que las y los mayores son una población activa en términos productivos, principalmente motivada por necesidad económica. La pandemia ha visibilizado las desigualdades sociales que enfrentan las y los mayores, y en este contexto adverso, uno de los escasos aspectos positivos destacables es que el criterio de la mayoría de los sistemas de salud del mundo les colocó en primer lugar para recibir la vacuna. 

El cuidado y la procuración de las y los mayores debe plantearse a largo plazo y de manera integral, tanto para las personas mayores contemporáneas como para las generaciones futuras. La perspectiva global de los próximos cincuenta años contempla la transición demográfica hacia el envejecimiento poblacional, y los sistemas públicos de pensión y de cuidado existentes resultan deficientes para enfrentar ese escenario futuro. Una de las responsabilidades del Estado consiste en renunciar a la mercantilización del sistema de pensión y regenerar los sistemas basados en la solidaridad intergeneracional.

Otra de sus responsabilidades consiste en garantizar un sistema público de cuidados integrales, pero no bajo la tradición caritativa o asistencialista con la que institucionalizó  la vejez en la década de 1970 —mediante la creación del INSEN—, ni mediante los discursos actuales del INAPAM y de los “Programas de Vinculación Laboral”, que promueven la incorporación de las personas mayores al ámbito laboral como un mecanismo de empoderamiento, el cual invisibiliza las desigualdades sociales y convierte el cuidado en una responsabilidad individual. Quizá un primer paso sería la ratificación, por parte del gobierno mexicano, de la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos de las Personas Mayores, como guía para generar mecanismos y políticas de cuidado bajo un enfoque de derechos humanos y autonomía, diseñados desde la perspectiva y necesidades de las y los mayores. 

Más allá de la lógica estatal y de las medidas reformadoras que no resuelven radicalmente los problemas de origen asociados al capitalismo, hay que plantear la conmoción de las nociones culturales de vejez, y la transformación de las estructuras que han contribuido a la producción y reproducción de la precarización de la vejez. A lo largo del texto, he tratado de llamar la atención sobre la manera en que, para las poblaciones oprimidas, envejecer en el capitalismo se vuelve un malvivir. Esas circunstancias de vida y experiencias en la vejez han sido invisibilizadas, tanto por los poderes estatales neoliberales como por el amplio abanico de la izquierda. Concuerdo con Federici (2015), al sostener la necesidad de que el cuidado de las personas mayores y la vejez adquieran una dimensión política; hay que politizar la vejez, reflexionarla y reivindicarla desde los movimientos sociales anticapitalistas y antipatriarcales.

Considero que es desde ahí donde pueden surgir propuestas creativas radicales para plantear formas de cuidado solidarias e intergeneracionales, que a diferencia de las manos vacías y soledades que describió Beauvoir en su tiempo y que persisten en nuestra época, el horizonte de justicia y libertad contemple construir una vida en la vejez más digna.