Para Daniel Goldin y Ramón Salaberria

Cada quien tiene su pandemia. En la mía, las relaciones personales más íntimas han crecido y se han vuelto densas. Como quería Iván Illich, el mundo ha adquirido de nuevo el tamaño de mis brazos y lo que ellos pueden abrazar; el tamaño de mis pies, y lo que ellos alcanzan si salgo. Un tamaño proporcionado al tipo de animal que soy. Una austeridad profunda, que ayuda a la comunicación. Las conversaciones cotidianas con mi esposa llenan las noches, y el espacio de mi casa se ha convertido en un bosque. ¿No era ésa la vida que siempre tuve en frente y no sabía que estaba allí?[1]

He tenido algunas de las conversaciones más profundas. He recibido algunos de los regalos más hermosos: cartas, acuarelas, cuentos contados con disfraces por amigos periodistas que están lejos de sus hijos… No hablaré, por pudor, de los familiares de personas queridas que han muerto o de los amigos que han estado cerca de morir. Su presencia y su compañía han sido parte de los regalos que he recibido.

Puedo decir que entre los descubrimientos de estos meses de pandemia están éstos: el sol se pone entre las siete y siete y media de la tarde. También: los árboles de afuera de mi casa se llaman pinos australianos. Es un árbol que tiene escamas, como los peces. Nos cuida del viento y resiste la resequedad. Lo más valioso de esos pinos, para mí, es el curioso color amarillo que matiza el verde en la punta de sus hojas aguzadas, y la manera en que sus copas dialogan con los atardeceres.

También he descubierto que la lluvia en primavera se rodea de ventarrones fríos que mueven furiosos las copas de los árboles. Debajo de los pinos hay árboles más pequeños: ahora sé que se llaman fresnos. Sus hojas se pintan de amarillo mientras avanzan las semanas.

Y descubrí que a menudo no sé explicar lo que ese movimiento provoca: Laura está tejiendo al lado mío, y la interrumpo siempre con la misma expresión: “Mira”, “¿Qué?”, “Es muy hermoso”, “¿Qué cosa?”, “Eso de ahí”, y me quedo señalando la ventana como idiota. En este cotidiano sentimiento de caducidad de la civilización, que tanto me reconforta, las palabras mismas se sienten caducas e incapaces. Soy un profesor universitario que siente que ha caducado la escuela: la idea de cumplir con un programa, de hacer la tarea, de calificar un trabajo… Que sólo importa encontrar una forma de reunirnos, sostener los vínculos allí construidos y alimentar la curiosidad. Todo lo demás caduca.  Al menos por hoy, caducó el “desarrollo” de la 4T, su apuesta desesperada por el petróleo, su deseo de sacarnos de la “pobreza”. Caducó una forma de movilizarnos en la calle que hace unos meses aún parecía tan importante… Caducó el lenguaje, como cuando intento explicarle a Laura que es “eso de ahí” tan hermoso. Y me pregunto si esta paz llena de preguntas es lo que se llama libertad.

Un descubrimiento adicional ha tenido que ver con la felicidad: felicidad hoy, para mí, es vivir desconectado el mayor tiempo posible. Resistirme a la angustia de un trabajo interminable, de una perpetua demanda de producción y consumo (también de una perpetua demanda de producción y consumo de mensajes apresurados donde el lenguaje va haciéndose banal); de una cámara de computadora que se mete en mi casa para husmear en los lugares más propios. La felicidad es también habitar la duda de este tiempo sin certezas en donde cada respuesta apresurada lleva consigo su veneno. El derecho al secreto y a la intimidad. A la ambigüedad, la flexibilidad y a esos momentos profundos donde se puede habitar, como en resguardo.

Fotografía en J. W. Mackail, The Life of William Morris in two volumes, London-New York-Bombay, Longmans, Green and Co., 1899.
 

Todo ello fue llamado “belleza” por un gran revolucionario y pensador. Cada quien tiene su pandemia. En la mía ha emergido con fuerza William Morris (1834-1896) y su reivindicación del derecho a la belleza: ese hombre barbón que escribía obras de ciencia ficción, leía novelas de caballería, defendía edificios antiguos… El inventor en Occidente del “diseño industrial”; el tallador de tipos móviles, el tejedor y organizador popular; el impresor y alfarero. El que decía que la belleza está vinculada al gozo que siente un trabajador cuando se dedica a una obra placentera y bien hecha. El que se dedicó a restaurar los saberes artesanales del Medievo y a reclamar la construcción de espacios de dignidad entre las clases populares, donde se hace posible otra forma de habitar el mundo: una forma no alienada, austera y plena, que no está vinculada a la acumulación, pero sí a la plenitud, el gozo y la felicidad.

Hace unos meses comencé a traducir a Morris. Aún no iniciaba la pandemia. Hoy quiero invocar su personaje, y para eso traigo algunos fragmentos de mi traducción.

(Entra William Morris. Saluda a los lectores, que lo miran incrédulos). 

(Hace como si no se hubiera dado cuenta de la reacción de los lectores. Pasa junto al autor de este texto como si no lo viera. Se sienta junto a la mesa, donde el autor estaba desayunando mientras escribía, y añade una cucharada de azúcar a la taza de café medio frío que descansa en la mesa). 

(Toma la taza de café en la mano mientras mira distraído la luz).

Autor de este texto (A Morris).– El tema también tiene que ver con cómo el trabajo alienado construye una relación especial con el tiempo: un presente urgente, agotador, sin pasado y sin porvenir. O con un porvenir angustiosamente intuido, que pesa como una losa.

W. Morris (Hablando solo, como uno supone que se hablan los muertos).– El pasado no está muerto, está viviendo en nosotros, y estará vivo en el futuro que estamos ayudando a construir.

A. (Insistiendo).– Y esa relación también tiene que ver con cómo se empobrece la vida… Con cómo la vida cotidiana se llena de angustia. Con algo que ocurre en la sociedad de consumo, cuando la angustia de la pobreza se puebla de una profusión de objetos comprados a crédito. No parece que seamos pobres: hay televisores de pantalla plana, música por Internet, microondas… Pero tú defendías otra experiencia de los espacios populares, y le adjudicabas a esa experiencia una fuerza civilizatoria: una capacidad para repensarlo todo.

W. M. (Mira de reojo, encoge los hombros. Tiene el café en la mano, pero no lo toma)– La simplicidad de la vida, incluso de la más desnuda, no es una miseria, sino el fundamento mismo del refinamiento…

A.– Así recuerdo aún hoy la casa de mi abuelo: el orgullo de un lugar limpio y cuidado con esmero. Toda la familia vivió allí. Al principio era un cuarto, pero poco a poco fue creciendo a los lados, y luego hacia arriba. Mis tíos hablaban del orgullo de un piso de tierra cuidadosamente aplanado. Cuando yo llegué allí ya no estaba ese piso de tierra, pero había una escalera de madera hecha por el abuelo que rechinaba en las noches. Era el orgullo de los muebles de madera construidos por un carpintero que aprendió, él mismo, a tallarse instrumentos musicales. Desnudez, simplicidad: elegancia. También otra cosa que hacía que eso fuera un hogar: una apertura hospitalaria y una calidez respetuosa.

W. M.– …La belleza no es un mero accidente de la vida humana, que la gente pueda tomar o dejar libremente, sino una necesidad positiva de la vida…

A.– Por eso decía, antes de que llegaras, que la belleza es un derecho. No es algo accesorio. No es un “adorno”, ni es necesariamente “bonita”. (Pausa). También recuerdo que mi abuelo canturreaba cuando estaba trabajando, el sonar de la sierra. Hizo muebles que aún uso hoy, pero también me hizo juguetes. Era un hombre duro. Hasta cuando acariciaba parecía que estaba pegando. De cariño me decía “Don Rafael”, como si para quererme fuera necesario crear una distancia. Pero me hizo juguetes. Ellos me invitaban a jugar juegos que no había imaginado antes de recibir el regalo. Por ejemplo, un rifle (Alza las manos, como si lo estuviera empuñando). ¿A lo mejor entonces soy un vaquero? ¿O un indio cherokee encima de su caballo, que defiende sus tierras de los blancos que llegaron? (Señala a los lectores con el rifle. Pausa. A Morris:). A lo mejor él se acordaba de lo que jugaba cuando era niño.

W. M. (Como si se acabara de dar cuenta de que tiene a un interlocutor)– La parte infantil de nosotros es responsable de producir las obras de imaginación. Cuando éramos niños, el tiempo pasaba entre nosotros tan lentamente que parecía que teníamos tiempo para todo.

A.– La belleza invita a la lentitud y, a través de la invocación de la experiencia de la infancia, estimula el juego no estructurado en donde se hace posible la libertad.

(Silencio de los dos).

W. M. (Toma el rifle imaginario de las manos del autor. Lo mira)–Todo lo hecho por las manos del ser humano tiene una forma, que debe ser bella o fea; bella, si está en acuerdo con la Naturaleza, y la ayuda; fea, si es discordante con la Naturaleza, y la estorba (pasa su mano por el rifle imaginario); no puede serle indiferente…

A.– La belleza implica una atención que capta relaciones ocultas, tejidos, correspondencias, equilibrios frágiles, armonías arduamente alcanzadas. El modelo de esa complejidad es la Naturaleza, que es otro nombre para la vida organizada.

Ésas son algunas de las cosas que he traído en la cabeza estas semanas, y que podrían ayudar a pensar a qué mundo queremos regresar cuando termine la pandemia.

Acanto. Papel tapiz hecho por W. Morris

[1]    Escribió Iván Illich una vez: “al tratar del juego ordenado y creador, Tomás definió la austeridad como una virtud que no excluye todos los placeres, sino únicamente aquellos que degradan la relación personal. La austeridad forma parte de una virtud que es más frágil, que la supera y que la engloba: la alegría, la eutrapelia, la amistad”.

The Vision of the Holy Grail to Sir Galahad, Sir Bors and Sir Percival. Sir Edward Burne-Jones, William Morris, John Henry Dearle. Birmingham Museums and Art Gallery.