Queda una cuestión en donde la Iglesia no cede y el poder patriarcal se encona: la legalización del aborto. 

Carlos Monsiváis

El derecho a decidir sobre el propio cuerpo es una de las demandas básicas y más antiguas de las feministas. En América Latina los distintos feminismos han planteado la demanda como un asunto de justicia social, como una cuestión de salud pública y como un derecho democrático. Sin embargo, el  intervencionismo de las instituciones religiosas ha convertido el derecho a tomar sin riesgo esa decisión en una disputa de tal dimensión que incluso ha llevado a algunos gobiernos a cancelar leyes que permitían el aborto en caso de violación y para salvar la vida de la mujer. Eso ocurrió en Chile bajo Pinochet, y luego en  El Salvador, Honduras y Nicaragua. Hoy en día abortar todavía sigue totalmente prohibido en estos tres últimos, además de en República Dominicana, Haití y Surinam. En los países restantes  (Barbados, Belice, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, México, Panamá, Paraguay, Perú, Venezuela, y  otros países en las islas del Caribe) hay regulaciones variadas, que permiten el aborto exclusivamente para salvar la vida de la mujer cuando corre peligro, por razones de salud, y por violación [1]. La interrupción voluntaria del embarazo sólo está permitida en Cuba, Puerto Rico, Guyana, Uruguay (en 2012), en la Ciudad de México (en 2007) y muy recientemente, en el estado de Oaxaca (2019).

Las batallas en torno a penalizar o legalizar el aborto en los diferentes países de nuestra región  tienen como telón de fondo no sólo los contextos de pobreza, marginación y desigualdad tan comunes en nuestro continente, sino también al potentísimo activismo de la  Iglesia católica y los neoconservadores evangélicos en contra. De ahí que el reclamo feminista incluya cada vez más el tema del laicismo. Por ejemplo, hace ya casi 20 años,  durante la plenaria final de la reunión “El Aborto en América Latina y el Caribe – los derechos de las mujeres frente a la coyuntura mundial”, que se llevó a cabo en Río de Janeiro en 2001, 98 mujeres representantes de grupos en 27 países y siete redes regionales aprobaron una declaración, la Carta de Guanabara, donde se señala que: Para que se consolide una vida social democrática es preciso que mujeres de todas las clases, razas y etnias, de todas las edades, de todas las culturas, con distintas religiones y diversas orientaciones sexuales, puedan controlar sus cuerpos y tomar decisiones que deben ser respaldadas por un Estado laico. Exigimos la despenalización del aborto como cuestión de ciudadanía y justicia social.

No obstante que la condición de las mujeres latinoamericanas ha variado significativamente a lo largo de  los últimos años, las asimetrías, opresiones y discriminaciones que históricamente han regido las relaciones entre hombres y mujeres se agravan en contextos pluriétnicos y desiguales, como los que caracterizan a la mayoría de nuestros países. Existe una desventaja estructural para las latinoamericanas de las capas más pobres, que cobra  consecuencias mortales por los abortos ilegales. Lo que la CEPAL denomina “la dinámica demográfica de la pobreza” (la maternidad temprana, número de hijos, falta de educación y menor capacitación laboral) es una “estructura de desventaja” que refuerza la pobreza y la desigualdad, y que agudiza las desigualdades sociales iniciales. Así, además de ser un asunto de salud pública, en América Latina el aborto es un problema de justicia social, pues las mujeres con recursos abortan sin peligro en los consultorios de sus ginecólogos, mientras las demás arriesgan su salud y sus vidas. Son justamente las campesinas y las trabajadoras pobres, en gran medida  indígenas o afromestizas, quienes mueren, quedan dañadas o van a la cárcel por los abortos ilegales. Y pese a la gravedad de lo que ocurre, la decisión de despenalizar esta práctica continúa atorada, soterrada o negada por gobiernos supuestamente democráticos o que incluso se dicen de izquierda. La alianza del fundamentalismo eclesiástico con los gobiernos locales ha obstaculizado un tratamiento racional y democrático del tema.

 En América Latina  existen muchos feminismos, con variadas tendencias dentro del movimiento social, distintos postulados del pensamiento político y diversos enfoques de la crítica cultural, que han generado una difícil lucha a partir de esta demanda. La batalla por la  interrupción legal de un embarazo no deseado, que inicia desde los años setenta, no ha contado hasta ahora con una amplia base social de apoyo, como la que hoy representa la Marea Verde.

Hace años Rossana Rossanda dijo: “Movimiento es algo más y algo menos que partido. Movimiento es una cultura, un quehacer de masas que se consolida dentro de la sociedad, la atraviesa y cambia su fisonomía, aún la institucional. No tiene los límites, ni las reglas ni la jerarquía del partido. Movimiento es un impulso, una oleada, una marea” (1982:221). En América Latina las  feministas se expresan con ese “quehacer de masas” en relación a dos reivindicaciones: contra la violencia feminicida, clamando “Ni Una Más” y por la despenalización del aborto, exigiendo “Que sea ley”. Aunque esas luchas están estrechamente vinculadas y sus activistas suelen ser las mismas, aquí me refiero exclusivamente al movimiento por la legalización del aborto.

La propuesta acerca de considerar la interrupción de un embarazo como una práctica legal, impulsada por antiguas aspiraciones de justicia y frenada por la influencia eclesiástica, tiene importantes antecedentes. En 1990, durante el V Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe, que se llevó a cabo en Argentina, se fijó el día 28 de septiembre como “Día por el Derecho al Aborto de las Mujeres de América Latina y el Caribe”. Poco después, en la  reunión promovida por la Red de Salud de las Mujeres Latinoamericanas y del Caribe y coordinada por Católicas por el Derecho a Decidir fue creada la Coordinación Regional de la “Campaña 28 de septiembre por la despenalización del aborto en América Latina y el Caribe”, que ha sido sostenida por siete redes regionales de mujeres y organizaciones de 21 naciones. La coordinación de la Campaña es rotativa, y tiene como lema: «Las mujeres deciden, la sociedad respeta, el Estado garantiza y la Iglesia no interviene”.

Sin embargo, la Marea es otra cosa. Las jóvenes latinoamericanas han inaugurado, desde una  perspectiva anticapitalista e interseccional una masiva forma de intervención política. Basta un rápido  sobrevuelo por el paisaje político de nuestro continente para registrar la vital amplitud de los movimientos de jóvenes feministas, todos ellos preocupados por y ocupados con dos grandes temas: la violencia hacia las mujeres y la despenalización del aborto. El feminismo —como idea radical y aspiración igualitaria— tiene una larga y poderosa historia, pero también el activismo feminista es resultado de un proceso subjetivo y cada generación produce sus nuevas demandas y otorga nuevos significados a las anteriores. Las jóvenes de la Marea Verde hacen feminismo de otro modo y algo muy significativo de las recientes movilizaciones es la línea discursiva que desarrollan, con una perspectiva antipatriarcal y una radical reivindicación  anticapitalista, con la cual abordan críticamente el momento político de sus países.

Marcha 8M, Ciudad de México. Foto: Lizeth Mora.

Las jóvenes feministas tienen muy presente que viven en el patriarcado y en el capitalismo, y eso moldea su activismo, en especial, su articulación como constelaciones: coaliciones puntuales y efímeras. El resultado es que expanden el horizonte feminista con su perspectiva interseccional, e incluso se desplazan por el continente, como se vio con los encuentros que organizaron las zapatistas en Chiapas.

Los movimientos sociales producen recursos simbólicos como motor de sus  movilizaciones, y en el proceso de enmarcamiento de sus demandas juegan un importante papel ciertas prácticas y  rituales que remiten a memorias sobre experiencias de lucha anteriores, lo que les otorga gran fuerza movilizadora en el presente. La Marea Verde surge en Argentina, y retoma el uso del pañuelo de las Madres y Abuelas. Los  pañuelos verdes son piezas fundamentales del “repertorio de movilización”, y sirven tanto para connotar la demanda de aborto legal en la agenda política como para fortalecer una identidad colectiva como feministas. El solo hecho de traer un pañuelo verde amarrado a la mochila o a la muñeca, produce un sentimiento de solidaridad y complicidad, especialmente en la calle y la escuela, que suelen ser los espacios de socialización juvenil. Portar el pañuelo verde ha construido un marco compartido de significado que atraviesa de manera transversal la clase social, la edad y la condición étnica, y es una fuente de identidad política, que tiene un amplio arco que incluye a personas y grupos muy diversos. Eso produce una especie de mediación subjetiva a través de identidades compartidas en  procesos históricos y estructurales, y también realiza un traslape generacional. Así, aunque la Marea Verde ha sido llamada “La revolución de las hijas” (Peker 2019), la “edad” ha dejado de ser un marcador excluyente. Los pañuelos verdes son signos que recuperan una perspectiva histórica e insertan a quienes los portan en un horizonte más amplio de movilización política, fijando el significante libertario y antipatriarcal del movimiento con su connotación feminista.

La potencia simbólica de la Marea Verde no surge de la nada. El movimiento, fruto de un aprendizaje político colectivo, empieza en Argentina, país que tiene un complejo recorrido de 37 años de construcción democrática. La multiplicación de modalidades colectivas para exigir derechos y la creación de una narrativa democrática están en la raíz de este movimiento que se distingue por la amplia mayoría de jóvenes que desarrollan una variedad de prácticas que interrumpen y cuestionan la transmisión de valores hegemónicos (patriarcales y capitalistas). La  Marea Verde ha tenido una importante repercusión simbólica en otros países de América Latina, donde también las distintas posiciones sociales de sus activistas jóvenes reflejan una gran heterogeneidad de clase y condición étnica, lo cual lo distancia de otras formas unidimensionales de movilización. También en otros países la Marea Verde ha generado formas de intervención puntuales, destinadas a llevar a cabo una campaña o performance concreta, y que han tenido éxito en términos mediáticos. Lo relevante es que dentro del marco de significado con que las activistas enuncian el objetivo de promover que el aborto sea ley también está presente la aspiración que se expresa con la frase “se va a caer el patriarcado”.

La Marea Verde ha hecho mella en la conciencia social y ha reforzado la percepción de que la legalidad del aborto es una reivindicación democrática. Victoria Freire señala que “La marea verde vino a ampliar los términos de la ciudadanía política, el ejercicio de la voluntad y el placer” (2019: 91). Algo notable ha sido la forma en que este movimiento saca al aborto de la discusión de expertos para ponerlo a debate público en la calle. El movimiento revaloriza al feminismo y ha potenciado sus recursos simbólicos, y con la herramienta simbólica del pañuelo verde,  sus acciones y prácticas discursivas han producido una identidad política. Al poner los cuerpos en la calle, la Marea Verde ha materializado la vieja consigna feminista —lo personal es político—  articulando nuevos imaginarios que generan la movilización de grupos y personas, muchas que por primera vez se asumen como este nuevo actor político colectivo.

En Argentina, durante los días de la votación de la reforma de ley, la Marea Verde  movilizó cerca de un millón de personas [Elizalde y Mateo, 2018:436]. En junio de 2018 la votación se ganó en la Cámara de Diputados —129 a favor y 125 en contra—, pero en agosto  se perdió en la de Senadores: 38 en contra y 31 a favor, y la ley no pasó. ¿Qué frenó la exigencia ciudadana? Claramente el intervencionismo del Vaticano, con el papa argentino. La vehemencia del Vaticano contra el aborto es producto de la alianza anticomunista entre el papa polaco Karol Wojtyla (conocido como Juan Pablo) y el presidente Reagan. El Vaticano no se había mostrado preocupado por los abortos que ocurrían ilegalmente, hasta que la Suprema Corte de Justicia de EEUU hizo su resolución despenalizadora. Entonces el papa polaco, rabioso anticomunista, que sabía que en la Polonia comunista el aborto era un derecho de las mujeres, decidió combatir dicha práctica en el mundo “libre”. A partir de entonces, y simultáneamente al crecimiento y popularización de la segunda ola del feminismo, el Vaticano vinculó los temas de sexualidad y reproducción con la contraposición entre proyectos “comunistas” y católicos. Con la caída del muro de Berlín en 1989, Wojtyla decide que la campaña en contra del aborto y “a favor de la vida” sería la punta de lanza en la batalla eclesiástica contra su nuevo enemigo: la modernidad.  Desde entonces los obispos han presionado directamente a presidentes y funcionarios latinoamericanos, mientras los curas usan sus púlpitos para lanzar condenas y amenazas.

 La católica es la única Iglesia que tiene un lugar en Naciones Unidas en calidad de “observador permanente”, mediante la artimaña de la Santa Sede, que  pretende ser un Estado pero que es el brazo gobernante de una institución religiosa. El Vaticano, con una dimensión de 44 hectáreas, tiene una población permanente de alrededor de mil personas, entre eclesiásticos y empleados casi en su totalidad hombres, y es el sustrato territorial de la  Santa Sede, que es quien mantiene las relaciones diplomáticas con las demás naciones. Desde ahí un grupo de varones célibes, que han hecho voto de castidad, rechazan que las mujeres tomen decisiones sexuales y procreativas, y prohíben los anticonceptivos y el aborto. Estas prohibiciones las basan en el dogma de que Dios es quien da la vida, por lo cual hay que tener todos los hijos que Dios mande. Impermeables a reconocer la diferencia entre un óvulo fecundado, una mórula, un blastocito, un embrión, un feto y una criatura recién nacida, pues Dios insufla el alma desde el primer momento de la concepción, los obispos se resisten a rectificar el dogma y despliegan  presiones de todo tipo para criminalizar el aborto, aliados con el poder empresarial y su uso impresionante de los medios de comunicación. A esta grave situación se suma el avance de grupos evangélicos, que ya cuentan con bancadas en los parlamentos de varios países latinoamericanos. La bandera de la “defensa de la vida desde el momento de la concepción” detiene las reformas legales y políticas públicas.

La criminalización del aborto que impulsan católicos y evangélicos ha tomado la forma de una cruzada religiosa. En esta fase neoliberal del capitalismo, aparte de la explotación que producen los procesos de acumulación y despojo, varios gobiernos latinoamericanos simulan ser democráticos, pero su veto al aborto erosiona el mismo sentido de pluralidad de la democracia. Es muy preocupante  la insuficiente autonomía de los políticos latinoamericanos ante las Iglesias. El acceso legal al aborto requiere que quienes gobiernan y quienes hacen las leyes enfrenten al poder religioso, y especialmente que se emancipen del moralismo que reside en sus propias concepciones. Las proclamas de los eclesiásticos de todo signo que prohíben la interrupción legal del embarazo son un claro ejemplo de lo que Richard Hare (1982) describe como fanatismo:  la actitud de quienes persiguen la afirmación de los propios principios morales dejando que éstos prevalezcan sobre los intereses reales de las personas de carne y hueso. Este filósofo, que trabajó sobre las valoraciones morales desde la racionalidad, dice que las personas fanáticas permanecen indiferentes frente a los enormes daños que su actuación ocasiona a millones de seres humanos. Tanto nuestros políticos supuestamente democráticos como los obispos se ajustan a esta definición.

Las jóvenes feministas de la Marea Verde, que  expresan la legítima aspiración de un ejercicio de la sexualidad sin consecuencias en su integridad física, denuncian la prohibición a interrumpir un embarazo no deseado no solo como una política antidemocrática que ubica a las mujeres como ciudadanas de segunda sino sobre todo como violencia patriarcal. De ahí que la Marea Verde vincule la prohibición que atenta contra las mujeres con la arraigada distribución patriarcal del poder. Este feminismo popular, antineoliberal y anti eclesiástico cuestiona la masculinidad hegemónica como dispositivo de poder,  y exige terminar con el capitalismo heteropatriarcal.

Con la Marea Verde estamos ante el surgimiento no solo de una movilización masiva, sino también de nuevas subjetividades con agencia. Los procesos discursivos, las epistemologías, las instituciones y  las prácticas que producen los sujetos políticos, hacen posible la agencia. Ahí, en las prácticas de las nuevas feministas, se expresan objetivos políticos y se comparten estrategias de sobrevivencia y esperanzas personales, además de que se desarrollan formas de comunalidad. Ya Raquel Gutiérrez Aguilar señaló lo que implica compartir la palabra:  “la experiencia colectiva se organiza a través de la palabra compartida que circula en los espacios que construimos” (2018:27). Hoy en nuestros países, esas palabras compartidas son las que gritan “que sea ley”, y “se va caer, el patriarcado se va a caer”.


[1] El  Guttmacher Institute tiene un mapa muy completo sobre la situación de América Latina, con estimaciones regionales del aborto inducido y datos acerca de cada país. Véase www. guttmacher.org


Referencias

CRLP 2000. La Iglesia Católica en las Naciones Unidas: un obstáculo para los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Colección de documentos del CRLP. Center for Reproductive Law and Policy.  New York.

De Sousa Santos, Boaventura 1998. De la mano de Alicia: lo social y lo político en la posmodernidad, Siglo del Hombre Editores, Ediciones UNIANDES, Universidad de los Andes, Bogotá.

Elizalde, Silvia y Natacha Mateo 2018.  “Las jóvenes: entre la ´marea verde´ y la decisión de abortar” en Salud colectiva, núm 14 (3), pp. 433-446.

Freire, Victoria 2019. “De la marea verde a la marea ciudadana”, en La Cuarta Ola feminista, VV. AA,  Buenos Aires, MalaJunta Poder Feminista, pp. 87-97.

Gago, Verónica, Raquel Gutiérrez Aguilar, Susana Draper, Mariana Menéndez Díaz, Marina Montanelli, Suely Rolnik 2018. 8M Constelación feminista. ¿Cuál es tu huelga? ¿Cuál es tu lucha? Buenos Aires, Tinta Limón.

Gutiérrez Aguilar, Raquel 2018. “La lucha de las mujeres contra todas las violencias en México: reunir fragmentos para hallar sentido” en 8M Constelación feminista. ¿Cuál es tu huelga? ¿Cuál es tu lucha? de Gago, Gutiérrez Aguilar, Draper, Menéndez Díaz, Montanelli y Rolnik, Buenos Aires, Tinta Limón, pp  25- 48.

Hare, Richard. 1982. Moral Thinking. Oxford University Press.

Navarro, Marysa y Mejía, María Consuelo 2006. “La red latinoamericana de Católicas por el Derecho a Decidir” en De lo privado a lo público. 30 años de lucha ciudadana de las mujeres en América Latina, coordinado por Nathalie Lebon y Elizabeth Maier. LASA y Editorial Siglo XXI. México.