La izquierda mundial —de existir aún algo así— se ha vuelto conservadora. Y ello fundamentalmente por dos motivos. Por un lado, porque los conservadores se convirtieron en revolucionarios. Algo que venía gestándose desde la crisis de 1973 alcanzó estatus de política de estado con Thatcher y Reagan, de quienes suele decirse, lograron una victoria definitiva cuando dieron a luz a los Blair y Clinton, pues no hay mayor evidencia de triunfo que lograr que tus adversarios admitan como propias las reglas del juego que tú diseñaste. Desde entonces, la maquinaria neoliberal ha mostrado una constante capacidad de innovación a la hora de erosionar los consensos sociales de Posguerra y crear un nuevo sentido común sobre qué somos, cómo es el mundo y cuáles son nuestras necesidades. El segundo motivo tiene que ver con la desintegración de la Unión Soviética, lo cual no sólo alteró la balanza del poder real sobre el que se asentaban aquellos consensos, si no que a nivel simbólico supuso la pérdida del referente que representaba la posibilidad real de una alternativa mundial al capitalismo. La idea de un proyecto de estas características, la misma idea de proyecto, entró en crisis.

Ambos acontecimientos han resituado a la izquierda en un terreno esencialmente conservador: desde la contemporización con los inevitables axiomas de la economía, hasta  la decidida defensa a ultranza de las viejas conquistas, pasando por la identificación con formas de vida tradicionales, consideradas al margen del capitalismo avanzado. No se trata de una situación histórica excepcional y, por eso mismo, no debe juzgarse con la premura y la soberbia de quienes creen tener respuesta para todo antes de preocuparse por entender algo. Me atrevería incluso a decir que lo excepcional en la historia son las posturas rupturistas. El mundo necesita orden para vivirse y es a ese orden al que apela quien más se le dificulta la tarea de vivir. Así fue, por ejemplo, durante los orígenes del capitalismo. Tanto los primeros trabajadores manuales como los campesinos que experimentaron los estragos de un mercado del grano sujeto a la ley de la oferta y la demanda, apelaron a complejos entramados legales y comunitarios del viejo artesanado y de la aldea campesina para intentar satisfacer sus demandas. En esto no se distinguían mucho de aquellos siervos que apelaban al rey para que impusiera orden frente a los abusos de los señores feudales. E incluso cabría decir que esta demanda de orden se encontraba en los orígenes de la democracia ateniense, pues ésta surge como un mecanismo para restituir los vínculos sociales y salvar a la comunidad de la stasis (la guerra civil) conjurando la doble amenaza de la corrupción (el influjo del dinero en la política) y la tiranía.

Siendo cierto todo esto, también lo es que bajo determinadas circunstancias, verdaderas aceleraciones del tiempo histórico, esas demandas mutaron en una acción política orientada por la creencia en un mundo nuevo. Las reformas de Clístenes y posteriormente de Efialtes que dieron forma definitiva a la democracia ateniense, las aspiraciones a la justicia divina y universal de las grandes revueltas campesinas en Europa, América o el Asia premodernas, la creación del movimiento obrero internacional bajo la bandera del socialismo no pueden entenderse sin considerar la forma en la que las demandas conservadoras quedaron preñadas de imaginación política y forjaron la posibilidad de un futuro alternativo.

Esta suerte de utopías contaban siempre con dos ingredientes esenciales: unas imágenes del futuro y una proyección del deseo. El futuro —qué duda cabe— es incocebible sin un imaginario que lo dote de contenido y valor. Estos imaginarios sociales no son meras superestructuras ideológicas sino productos de la creatividad humana, de la capacidad que tenemos para darnos aquello que no nos es dado de forma inmediata, ni por la percepción ni por el pensamiento racional. Imaginar es introducir desorden en la evidencia del sentido común, haciendo nacer lo extraordinario a partir de una combinación inesperada. Este acto de creación, irreductible a los hechos, es una de las bases de las instituciones sociales y conforma el sentido de pertenencia y la acción moral. Véase, por ejemplo, el imaginario que dio lugar a la invención de la nación.

Lo que tiene de particular la imaginación utópica es que apunta hacia preguntas radicales de la comunidad, hacia lo que puede considerarse como el imaginario central del que deriva la comprensión de nosotros mismos como colectividad y, segundo, que responde a esta pregunta, no desde una tradición que apela al pasado sino desde una visión lanzada al futuro. La utopía, no obstante, no pertenece al terreno de la previsión científica: el utopismo no verifica, no predice sino que inventa. La revolución socialista, tuvo tanto de realidad como de ficción y, en gran medida, es aquí donde residió su fuerza y capacidad de movilización. Tampoco puede confundirse con el mito, puesto que su objetivo es crear un imaginario social alternativo y no reforzar los existentes. Tampoco debe confundirse la utopía con la mera fantasía, pues el objetivo del pensamiento utópico no es escapar del presente mediante un sueño que compense las miserias reales de este mundo: no se trata de una profecía ni de un relato onírico. La utopía, al menos desde la modernidad, aspira a disciplinarse a través de lo realmente existente (el peso de la historia), de lo que es probable (con el recurso a la ciencia) y de lo moralmente deseable. De hecho, una utopía viable —y por ello creíble— incluye en su imaginario los medios para su consecución.

Es en este espacio donde se mueve el acto de imaginación utópica. Pero si estas imágenes aspiran a ser fuente de acción política, requieren del deseo como fuerza que les imprima dirección y sentido. Es la líbido lo que nos mueve a creer en ese imaginario y quedar atrapados por él. Aquí surge un tema esencial. ¿Qué mueve al deseo? ¿Cómo se origina? Según Platón, Eros fue concebido durante el cumpleaños de Afrodita por Penia (la pobreza) y Poros (la abundancia). Hay, en este sentido, toda una tradición que enraíza con nuestro sentido común, y que entiende el deseo como producto de la necesidad. El deseo surgiría como respuesta a una carencia o un vacío y su función no sería otra que satisfacerlos. Si esto es así, el deseo que mueve la imaginación utópica sería un efecto de todas esas faltas que advertimos en el mundo. La estrategia estaría orientada entonces a identificar esas ausencias, las injusticias, lo intolerable, denunciarlos y proyectar un futuro en el cual queden resueltos en una suerte de ruptura definitiva con el horror del presente. De esta forma, por ejemplo, entenderíamos la necesidad de contar con una proyección utópica como respuesta al imaginario del nacionalismo etnicista, alternativa que cobra cada vez más fuerza ante la crisis del neoliberalismo.  

Todas estas consideraciones tienen algo de verdad. Sin embargo, hay otra tradición que relaciona el deseo con el ímpetu de acrecentar aquello que se es. El deseo no sería entonces hijo de la necesidad sino de la abundancia y el poder ser. Si esto es así, la estrategia encaminada a desarrollar la imaginación utópica debería orientarse a identificar aquellos espacios preñados ya de futuro. Espacios donde podemos advertir energías que proyectan el deseo hacia un horizonte alternativo. Se trataría, en términos de Erik Olin Wright, de centrar nuestra atención en la construcción de utopías reales que enlazan con la potencia de lo ya existente. El mismo Olin Wright ponía algunos ejemplos: los presupuestos participativos, el softwere libre y la Wikipedia, las nuevas cooperativas o la renta básica universal; a lo que podríamos añadir el uso del sorteo como medio de selección de los cargos públicos, proyectos autónomos relacionados con la sustentabilidad o la relectura del mundo de los cuidados planteada por el feminismo. Ninguna de estas experiencias por sí sola pude confundirse con el futuro, pero sólo desde ellas pueden forjarse nuevos imaginarios que se encarnen en protoinstituciones.

Es más, cabría preguntarse de qué modo experiencias con potencial utópico como estas podrían incubarse en el seno de las conquistas que la izquierda aspira a conservar. No hablo solamente de extender los logros del estado de bienestar sino de cambiar su naturaleza acrecentando el poder emancipatorio con el que nació en el siglo pasado. Y de la misma forma habría que incluir en este tratamiento elementos fundamentales del imaginario liberal y sus instituciones, tales como la idea de libertad individual, el estado de derecho, la democracia representativa e incluso la propiedad. Y cabría extender esta reflexión a terrenos propios del tradicionalismo, como la familia. Se trataría, en definitiva, de imaginar el futuro partiendo de lo que hay pero sin renunciar a lo conquistado, transformando las sensatas demandas de orden en un deseo por acrecentar lo ya existente que anuncia un mundo nuevo. Abandonar el conservadurismo sin recaer en la profecía revolucionaria, hija del nihilismo. Ese sería el papel que las utopías reales podrían desempeñar para la izquierda en estos “tiempos de El Joker”.