La interrupción de una tradición:
aborto y libertad de las mujeres en los Estados Unidos

Este texto se publicó originalmente en la revista hermana Connessioni Precaire


A lo largo de las últimas semanas, cientos de miles de mujeres de todo Estados Unidos han salido a la calle para defender su libertad de abortar. El 14 y el 15 de mayo, las manifestaciones, convocadas por la Marcha de las Mujeres bajo el lema BansOffOurBodies, tuvieron lugar en más de 450 ciudades de todo el país, desde Nueva York y Washington hasta Los Ángeles y San Francisco, pasando por Chicago, Houston, Nashville y Kansas City. Cientos de miles de mujeres protestan cada día desde que el 2 de mayo se reveló el secreto más conocido de Estados Unidos: la voluntad del Tribunal Supremo de deshacerse del derecho constitucional al aborto consagrado en 1973 en el caso Roe vs. Wade, bajo el impulso del movimiento feminista.

La ocasión de coronar cuarenta años de reacción conservadora se le presentó a los jueces durante la disputa constitucional surgida en torno al caso Dobbs vs. Jackson. El caso se refiere a una ley de 2018 en Mississippi que prohíbe el aborto después de la decimoquinta semana de embarazo, es decir, después de tres meses y medio, cuando muchas mujeres aún no saben que están embarazadas. Si lo saben aún no han tomado una decisión o, si la han tomado, todavía tienen que pasar por el proceso burocrático necesario para llevarla a cabo. La ley de Mississippi contradice así el caso Roe vs. Wade, que permite el aborto hasta la semana 24, y la sentencia Casey vs. Planned Parenthood de 1992, que prohíbe imponer una “carga indebida” al derecho de las mujeres al aborto. Sin embargo, para el juez Samuel Alito, autor del proyecto publicado, el derecho al aborto no está reconocido explícitamente por la Constitución, ni implícitamente por la cláusula del due process de la Enmienda 14, en la que Roe se había basado. Según Alito, de hecho, para reconocer un derecho sobre el que la Constitución no dice nada en virtud de esta cláusula, dicho derecho tendría que estar “profundamente arraigado en la historia y la tradición de la Nación” e “implícito en el concepto de libertad ordenada”. Sin embargo, a través de innumerables referencias a textos de los siglos XIV y XVI, el juez explica que el aborto ha sido tradicionalmente considerado un delito en el common law y castigado en la mayoría de los estados americanos cuando se aprobó la decimocuarta enmienda en 1868, que debía garantizarlo como un derecho. Por lo tanto, la sentencia Roe que decreta la libertad de las mujeres para abortar fue “profundamente defectuosa desde el principio” y debe ser anulada.

De hecho, si se observan las raíces de la historia y la tradición nacional de los Estados Unidos, se puede estar de acuerdo con el juez Alito: el derecho al aborto representa una ruptura de la tradición, totalmente incompatible con la ordenada libertad racista y patriarcal sobre la que se fundó Estados Unidos. Pero también hay que recordar que esa libertad jerárquica ha sido continuamente desafiada y rechazada por los movimientos de mujeres, negros y obreros, cuya insubordinación ha forzado una larga serie de rupturas políticas y jurídicas a las que el propio Tribunal Supremo siempre ha tenido que adaptarse, de alguna manera, sancionándolas constitucionalmente. Esto, sin embargo, Alito y compañía lo saben perfectamente. En efecto, es precisamente una de esas rupturas la que ahora se proponen subsanar, haciendo un uso reaccionario del common law y viéndose obligados a derribar la propia doctrina del stare decisis, el principio de conservación del ordenamiento jurídico por excelencia, que obligaría al Tribunal a adaptarse al precedente judicial. Por cierto, no es la primera vez que se ignora el precedente, pero hasta ahora el Tribunal Supremo casi siempre había optado por no ser coherente con el ordenamiento solo para reconocer nuevos derechos.

El caso Dobbs vs. Jackson, en cambio, permitiría a la reacción dar un gran salto, derogando un derecho constitucional que ha formado parte de la jurisprudencia durante décadas. En este sentido, la sentencia podría darle fundamento jurídico al ataque a una larga serie de derechos no arraigados en la tradición, sino reconocidos en las últimas décadas sobre la base de la misma interpretación expansiva de la Constitución utilizada en el caso Roe. Según la lógica de Alito, se podría entonces impugnar en primera instancia el derecho al matrimonio homosexual, pero también, potencialmente, para no poner límites a la imaginación reaccionaria de los jueces supremos, también el derecho al matrimonio interracial. En definitiva, si, como es probable, el borrador sale de esta forma, esta sentencia completará un contraataque conservador iniciado hace cuarenta años contra las conquistas obtenidas por los movimientos sociales desde los años 60 y 70. Y eso se acoplaría así políticamente a la sentencia del caso Shelby County vs. Holder, que en 2013 anuló efectivamente la protección al derecho al voto de los afroamericanos en los estados del sur, garantizada por la Voting Rights Act, conquistada por el movimiento de derechos civiles en 1964. En ambos casos, sin embargo, este contraataque ha tenido que endurecerse en los últimos años para hacer frente a la aparición de un movimiento global de mujeres y a las protestas de Black Lives Matter.

La abolición de Roe vs. Wade, en este sentido, no debe sorprendernos, ya que ha sido preparada legal y políticamente por décadas de movilización conservadora; en última instancia, gracias a las maniobras de Donald Trump y Mitch McConnell en los nombramientos del Tribunal Supremo en los últimos años––que incluso Obama no contrarrestó tan bien como podría haberlo hecho––, pero también gracias a una larga serie de decisiones a nivel federal y estatal para restringir o prohibir el derecho al aborto. En 2019, la administración Trump había reformado el programa del Title X prohibiendo la financiación federal de todas las clínicas que permitieran abortar, para imponer una idea de “planificación familiar” que implica coaccionar el embarazo mediante restricciones a la anticoncepción, sin asistencia sanitaria ni ayudas familiares pagadas. Más recientemente, el 5 de abril de 2022, Oklahoma aprobó una prohibición casi total––que implica un máximo de 10 años de prisión y una multa de 100.000 dólares––como reacción a la llegada de muchas mujeres de Texas, donde se aprobó una ley en septiembre de 2021 que prohíbe la interrupción del embarazo después de sólo seis semanas. Mientras tanto, trece estados ya han aprobado trigger laws, leyes de prohibición del aborto que entrarán en vigor en cuanto el Tribunal Supremo anule el caso Roe vs. Wade. El mapa de los Estados Unidos post-Roe será, pues, irregular, con una diferenciación geográfica, clasista y racista de la posibilidad de abortar, pero con un aumento general de la dificultad y los costos. Por un lado, en los estados democráticos se seguirá garantizando el derecho al aborto, pero se alargarán las listas de espera para las solicitudes de las mujeres de los estados en los que se habrá prohibido. Por otro lado, en los estados republicanos––sobre todo en el sur––donde el aborto estará formalmente prohibido, sólo las mujeres que puedan permitirse el viaje podrán interrumpir su embarazo.

Para remediar este problema, empresas como Amazon, Apple, Yelp, Uber, Citigroup, Tesla y Microsoft se han ofrecido a ayudar a financiar hasta 4.000 dólares los gastos de viaje y médicos de sus empleadas que no puedan permitirse la interrupción del embarazo en su estado. Aunque la idea de las ayudas económicas no debe rechazarse, queda claro que estos improvisados paladines de los derechos reproductivos de las mujeres sólo defienden su libertad de elección en la medida en que se aseguran de que sus empleadas están totalmente disponibles para trabajar, atándolas a un trabajo que las obliga a hacer turnos agotadores y percibir salarios miserables. Es bien sabido que a los jefes nunca les ha gustado la maternidad, y en tiempos de great resignation no pueden permitirse perder más mano de obra. Además, de este modo ganan la imagen progresista que las empresas siempre necesitan para limpiar su nombre. Esta defensa de la libertad de las mujeres ha venido, por otra parte, precedida de años de donaciones de estas mismas empresas al partido republicano, a senadores que han defendido con firmeza la desfinanciación o abolición de los servicios de aborto, y a los lobbies antiabortistas. Tratado como una business issue, el aborto es, en definitiva, apoyado por las empresas que más dinero ganan a escala mundial. Reducido a una elección individual––según los dictados del feminismo liberal––, practicable en virtud de las concesiones económicas corporativas, en los Estados Unidos post-Roe el aborto se convertirá en un nuevo terreno de jerarquización que establecerá nuevas líneas divisorias entre las mujeres en virtud de los contratos de trabajo que tengan, el color de su piel, el dinero que lleven en sus carteras, y en una reproducción, en nuevas formas, del orden patriarcal del que el mercado no puede prescindir.

A pesar de su larga preparación, por tanto, la sentencia antiabortista del Tribunal Supremo debe leerse como un momento del contraataque patriarcal al movimiento global de mujeres que en los últimos seis años ha llevado, mediante movilizaciones masivas, a la legalización del aborto en países como Irlanda, Argentina, Colombia y algunos estados de México. Este movimiento ha dejado claro que reivindicar la posibilidad de ser mujeres sin ser madres significa afirmar una libertad colectiva y política contra la organización patriarcal de la sociedad. Es decir, significa afirmar una reivindicación de subversión de las jerarquías sexuadas y de los roles de género valorados por la sociedad neoliberal, y desafiar las condiciones sociales––racismo y explotación––que impiden a cada mujer poner en práctica sus propias elecciones. En Nueva York, las diez mil mujeres, entre ellas muchas negras y chicanas, que salieron a la calle con pañuelos verdes, símbolo de la lucha por la legalización del aborto en América Latina, hicieron explícitamente del aborto una reivindicación no sólo de libertad individual, sino de justicia social.

En general, para las mujeres que salen a las calles a protestar en Estados Unidos, el aborto no es por ello una cuestión legal o moral, sino una posibilidad que determina materialmente las condiciones de su existencia. No es casualidad que el proyecto de sentencia afirme que “libertad” es un “término amplio”, que corre el riesgo de confundir los límites definidos por la 14ª enmienda con las “opiniones ardientes” que cuestionan el orden que debe regir su ejercicio. El problema, para Alito&Co, es precisamente que la libertad establecida por la sentencia de 1973 dejaba un margen demasiado amplio a las mujeres para interpretar, y potencialmente subvertir, el orden apuntalado por la tradición y que había sido concebido no sólo como una limitación de la libertad, sino como su condición de posibilidad. De hecho, la posible ruptura del vínculo entre sexualidad y procreación insinúa una grieta en el orden patriarcal que pretende impedir el gobierno de las mujeres a través de su función maternal. Es esta libertad la que está en juego en el actual enfrentamiento; no el llamado derecho a la vida del que hacen gala los conservadores en un país donde la esterilización de las mujeres negras se practicó sistemáticamente hasta el siglo pasado para garantizar la reproducción de la supremacía blanca. Un derecho a la vida que se aplica cuando se trata de regular la libertad de las mujeres, pero no cuando se trata de regular el derecho a las armas para acabar con los mass shootings que causan estragos cada año en las universidades e incluso en los supermercados estadounidenses; o cuando se trata de imponer restricciones para evitar la propagación de un virus que, a la fecha, ha causado más de un millón de muertes sólo en Estados Unidos. Un derecho a la vida, pero en verdad sólo a la vida, dado que a los niños tan laboriosamente salvados del “feticidio” no se les puede conceder, desde luego, el derecho al libre acceso a una guardería, a la educación, a la atención sanitaria, y mucho menos el derecho de vivir sin ser explotados o libres de la violencia racista.

Ante todo esto, el Partido Demócrata no dejó de estar una vez más consternado, indignado y comprometido, para luego tirar la toalla, si bien con gran dignidad. El 11 de mayo se presentó de urgencia en el Senado un proyecto de ley para reconocer a nivel federal el derecho al aborto, socavado por el Tribunal Supremo. Ante la previsible falta de votos, los demócratas, en un gesto de resignación, señalaron que la única solución posible pasaba por votar a los candidatos proabortistas en las elecciones de mid-term de noviembre, contando con poder hacer de la derogación del derecho al aborto una formidable oportunidad de propaganda electoral para ocultar los fracasos de los dos primeros años de Biden. Biden utilizó la palabra “aborto” en público por primera vez desde que asumió la presidencia, pero sin dejar de señalar que es un derecho de toda mujer decidir “abortar un bebé”, haciendo un guiño al lenguaje de los conservadores. Por otro lado, el católico Joe había reaccionado en 1973 a la aprobación de Roe, declarando que la mujer no debía tener el derecho exclusivo a decidir sobre su propio cuerpo, mientras en 1982 había votado a favor del Hyde Amendment propuesto por Reagan para impedir el uso de fondos federales para garantizar el derecho al aborto.

Biden, de hecho, tiene otras cosas en las que pensar y, mientras Politico publicaba el borrador de la sentencia, fue a Alabama, a la fábrica de armas Lockheed Martin, para alabar el arsenal que está permitiendo una feroz oposición al “retorno de los dictadores”. Tras defender, frente a la sentencia del juez Alito, “la libertad de elección de las mujeres”, declaró que Estados Unidos debe volver a defender la libertad y la civilización con misiles. Ciertamente, no debería preocuparle que Ucrania haya sido, gracias a la civilización que garantiza la blancura de sus mujeres, el país más competitivo hasta ahora en el turismo reproductivo, es decir, en la industria de los vientres de alquiler para extranjeros. Son precisamente estas mujeres, que hasta ahora han garantizado sus ganancias, las que ahora tienen que asumir los riesgos de esta industria reproductiva: al temer ser registradas, en virtud de las leyes europeas menos permisivas sobre la maternidad subrogada, como tutores legales de los niños, ahora no pueden huir de la guerra. Las mujeres que consiguen escapar y refugiarse en el país más cercano, Polonia, llegan para darse cuenta que les espera una prohibición inquebrantable de la interrupción voluntaria del embarazo. La civilización, sobre todo la que se defiende con las armas, no pocas veces es una trampa. Además, en su mismo discurso en la fábrica de armas, Biden, al igual que Trump hace unos años, convirtió a Rosie the Riveter, un ícono de la emancipación femenina, en un símbolo del sacrificio de las mujeres que trabajaron para apoyar a la democracia combatiente durante la Segunda Guerra Mundial.

Es evidente, por tanto, que la defensa de la libertad de las mujeres para ser o no ser madres no puede delegarse a jueces ultraconservadores o a senadores demócratas interesados, ante todo, en hacer de ella su herramienta de campaña. Las mujeres que siguen protestando y se coordinan tienen claro que no se trata simplemente de un ataque a un derecho individual. Lo que está en juego es un intento patriarcal de reorganizar la sociedad estadounidense anclando a las mujeres en una posición subordinada dependiente de su función reproductora. Este intento está en consonancia con las transformaciones que la “guerra por la civilización” promovida por Biden está provocando a escala transnacional, al integrar a las refugiadas ucranianas como mano de obra barata en las cadenas globales de cuidados, usando su género y sus permisos de residencia temporales como palanca. Consciente del alcance radical y global del derecho al aborto, la Women’s March ha convocado un summer of rage, que prevé una Women’s Convention en agosto. Sin embargo, hará falta algo más que una conferencia de mujeres activistas para transformar la rabia en un movimiento feminista de masas capaz de oponer un rechazo colectivo al plan patriarcal y conservador de reforma de la sociedad estadounidense.

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