La implosión del partido Conservador

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Perspectivas 

Catherine Andrews – División de Historia-CIDE

Érase una vez una época en que el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte gozaba de la reputación de ser un bastión del orden y la costumbre. La estabilidad de su sistema político fue motivo de comentario, envidia y análisis durante al menos dos siglos. En las representaciones culturales, el británico se retrataba como flemático, pragmático y estoico, poco dado a expresiones explosivas de emoción. Ningún partido se vanagloriaba tanto del estereotipo del británico y de la tradición política de orden y estabilidad como el Conservador, heredero (junto con el extinto partido Liberal) de los primeros partidos políticos institucionales del mundo europeo. A sus ojos, la longevidad y resistencia del sistema parlamentario, de la monarquía y de las élites políticas comprobaban la superioridad de la Gran Bretaña sobre las demás naciones, particularmente aquéllas que se tambaleaban de crisis en crisis, abofeteadas por la evidente incompetencia y corrupción de sus gobernantes.

Frente al espejo de la autopercepción, entonces, la historia reciente del paso del partido Conservador por el gobierno es un choque brutal para los Tories: un balde de agua fría que pocos quieren sufrir. En sus sueños, el Brexit iba a restaurar la gloria histórica del Reino Unido, y garantizar el predominio de su partido durante una generación. Nadie esperaba el desenlace real: la desintegración del partido Conservador en facciones hostiles y el desmoronamiento de su popularidad. Por tanto, entre sus diputados y bases impera una incredulidad y una fuerte resistencia a reconocer las causas históricas de la crisis en que están metidos. 

Y vaya crisis que les azota. Boris Johnson, el príncipe azul del Brexit y ganador de las elecciones legislativas de diciembre de 2019 con una mayoría de 80 escaños y 43% del voto popular, renunció al cargo de primer ministro el 8 de julio del presente año a raíz de una serie de escándalos que pusieron en evidencia su falta de escrúpulos y desdén para el público. Al final, fue víctima de una rebelión entre los secretarios de Estado liderados por el ex Secretario de Hacienda, Rishi Sunak, quienes perdieron la confianza en Johnson al descubrir que había nombrado a Chris Pincher jefe suplente de los whips (los diputados que supervisan la disciplina del voto) en la cámara baja sabiendo que enfrenta dos acusaciones de acoso sexual. Anteriormente, múltiples historias de fiestas alcoholizadas en la casa del primer ministro durante los peores meses de la cuarentena, una hasta en la víspera del funeral del esposo de la Reina Isabel II, habían indignado al público británico y propiciado que su popularidad se desplomara. Para colmo, Johnson sigue bajo investigación por el comité de privilegios (una especie de comité de ética) del Parlamento por haber mentido sobre estas fiestas durante los debates en la cámara de comunes. Según reportes recientes, hay muchas probabilidades de que el comité lo sancione antes de concluir el año.

Al mismo tiempo, la Gran Bretaña enfrenta su peor situación económica en décadas. Las consecuencias de haber cortado el comercio libre con sus vecinos en la Unión Europea, la pandemia y ahora, la invasión rusa a Ucrania, han traído una inflación galopante ​​—alrededor de 10%— e incrementos nunca vistos en precios de gasolina y gas. Millones de familias no saben cómo van a enfrentar el frío del próximo invierno, y las filas para los bancos de alimentos crecen a diario. 

En medio de esta preocupación colectiva, el espectáculo de las elecciones internas para reemplazar a Johnson no generó una nueva confianza en los Tories. Más bien, hizo evidente la guerra imperante entre las diferentes facciones del partido. Protagonizaron la riña los hijos de Thatcher: la corriente radical libertaria que había promovido el Brexit con el fin de transformar a Londres en “Singapur-sobre-Támesis” con una economía poco regulada y fundamentada en el libre comercio. Entre sus miembros hubo varios aliados cercanos a Johnson, como la ex secretaria de Gobernación Priti Patel, la ex Fiscal General, Suella Braverman, y la eventual ganadora, Liz Truss. Se enfrentaron con el ala más moderada cuyo objetivo parecía ser reconocer errores pasados y requilibrar el barco: sus principales candidatos fueron Jeremy Hunt, Penny Mordaunt y Rishi Sunak, el arquitecto de la remoción de Johnson. Para el deleite del Partido Laborista, durante la mayor parte de la contienda los candidatos competían para culpar a los recientes gobiernos de los ex primer ministros conservadores —Johnson (2019-22), Teresa May (2016-19) y David Cameron (2010-16)— por haber llevado al Reino Unido a la crisis económica.

La nueva administración de Liz Truss se inauguró el 6 de septiembre, dos días antes de que la muerte de Isabel II motivara unos quince días de luto nacional. El 23 de septiembre, el nuevo secretario de Hacienda, Kwasi Kwarteng presentó un plan económico al Parlamento. Fue exactamente lo que esperaba la banda libertaria, con una reducción de la tasa básica del ISR (de 20% a 19%); la abolición de la tarifa especial de ISR de 45% para los contribuyentes de mayores ingresos; y, el retiro de planes para subir el impuesto sobre ganancias empresariales (corporation tax) de 19 a 25%. No obstante, también traía un esfuerzo para enfrentar la crisis energética con la promesa de un subsidio importante a los precios de gas.

Enseguida, los mercados financieros recularon. La libra cayó a su peor nivel frente al dólar desde hace 50 años. Al mismo tiempo, los costos de los préstamos gubernamentales se incrementaron significativamente. Tal fue el caos que el Banco de Inglaterra decidió intervenir con una política de compra a los bonos gubernamentales. Como respuesta, los bancos empezaron a retirar sus planes hipotecarios del mercado, anunciando al público con esta simple acción que se avecinaba un crac sin precedentes en la historia contemporánea.

El gobierno de Truss estaba herido de muerte tras apenas veinte días de haber iniciado. Mientras los moderados presionaban para despedir a Kwarteng (preferentemente junto con la renuncia de Truss), empezaron a publicarse encuestas de opinión que señalaban que el público no tenía ninguna confianza ni en la primera ministra ni en su partido. Para el 29 de septiembre, una de las empresas encuestadoras más confiables, YouGov, señaló que el partido Laborista contaba con una ventaja de 33% sobre los Tories, su mejor posicionamiento desde los tiempos de Tony Blair. Según Opinium Research, las encuestas indicaron que los Tories perderían 219 escaños en una elección general, mientras que los Laboristas podrían esperar una mayoría de más de 274 con un total de 411 escaños. Las encuestas sobre Liz Truss, además, la revelaban como la primera ministra peor evaluada de la historia, con apenas 10% de aprobación. En reconocimiento de su insostenible situación, Truss optó por correr a Kwarteng el 14 de octubre. Acto seguido ofreció la Secretaría de Hacienda a un moderado, Jeremy Hunt, quien no perdió tiempo en anunciar el abandono del plan económico libertario.

A partir de entonces, los y las diputadas conservadoras reconocían que Truss tendría que irse tarde o temprano. El dilema era cómo manejar un nuevo traspaso de poder de un primer ministro a otro. En el sistema parlamentario británico, la jefatura de gobierno recae en el líder del partido en el poder, por lo que en teoría solo tendrían que organizar otra convocatoria como la del verano pasado. No obstante, la cultura política británica suele considerar que a un primer ministro que llega al cargo sin ganar una elección legislativa le falta cierta legitimidad. Boris Johnson había enfrentado este problema hasta ganar las elecciones en diciembre de 2019, por ejemplo. Además, la abrumadora impopularidad de los Tories amenazaba con minar la autoridad de un nuevo primer ministro desde el principio. 

En otras circunstancias, una opción hubiera sido que Truss disolviera su gobierno y convocara elecciones generales. Pero pocos diputados querían entrar a una contienda electoral que les obligara responder por el crac que había provocado el plan económico de Kwarteng. Además, temían perder sus escaños. Se reabrieron las confrontaciones entre las diferentes facciones del partido en anticipación de una muy próxima convocatoria de elecciones para el liderazgo, y cualquier autoridad que hubiera tenido Truss en la cámara de comunes se desvaneció. El lunes 17 de octubre evitó presentarse ante los diputados para explicar el nuevo rumbo económico del gobierno. Prefirió mandar primero a Penny Mourdant y luego a Hunt para hablar por ella. Tal parecía que los moderados le habían asestado un golpe de Estado, dejándola en funciones, pero sin facultades reales para mandar. 

Mientras tanto las encuestas sugirieron que la sobrevivencia de los Tories como partido político peligraba. El mismo lunes 17 la empresa Redfield & Wilson anunció que el partido laborista gozaba de un apoyo popular de 56% frente a un 20% para los Tories. Traducido en diputaciones, la encuesta predecía una mayoría laborista de 380 escaños, frente a 47 para el partido Liberal Democrático, 42 para los nacionalistas escoceses y apenas 22 para los conservadores. El único punto de comparación con este resultado sería el desmoronamiento del antiguo partido Liberal durante las crisis económica y laboral de la década de 1920.

El miércoles 19 el gobierno de Truss se destruyó. El día inició con la renuncia de la Secretaria de Gobernación, Braverman, por haber mandado documentos oficiales a cuentas de correo electrónico privadas. En su carta de renuncia, la otrora candidata al liderazgo del partido recalcó que era importante reconocer los errores propios y actuar en consecuencia. El mensaje entre líneas a Truss fue claro: admite que erraste y hazte responsable de tu error con tu renuncia.

Más tarde, el partido laborista presentó una iniciativa de ley ante los comunes que buscaba prohibir el fracking. El fracking es universalmente impopular, y varios diputados conservadores habían prometido a su electorado oponerse a esta actividad. Truss, en cambio, como buena libertaria, estaba en contra de este tipo de regulación. La intención de la táctica opositora era más que evidente: querían animar a los Tories a votar en contra de Truss y exhibir su debilidad parlamentaria. 

Frente a esta estrategia, Truss optó por declarar el voto “a three line whip”, lo que significaba que sus diputados deberían votar con el gobierno (y contra la iniciativa) so pena de ser expulsados del partido. Sin embargo, al aproximarse el voto y en vista del número de diputados que pensaban arriesgar este castigo, luego recalcó y mandó decir a sus diputados que podrían votar libremente sobre la iniciativa. Una gran confusión se apoderó de los diputados conservadores, pues los whips llevaban todo el día coaccionándolos para votar y fue más que evidente que el gobierno no quería terminar derrotado en esta instancia. Corría el rumor de que la jefa de los whips, Wendy Morton y su suplente habían renunciado al enterarse del cambio de plan, mientras que varios diputados reportaron escenas de violencia al momento de la expresión de los votos, con el acarreo forzoso de diputados conservadores recalcitrantes. 

Al final, 40 diputados conservadores votaron con la oposición, y la iniciativa fue derrotada por 90 votos. Pero las escenas de caos: diputados llorando, gritando y maldiciéndose entre sí dejaron en evidencia la implosión del partido Tory. Los noticieros nocturnos del jueves expresaron su incredulidad, y se dieron a conocer varias entrevistas con diputados conservadores que expresaron su horror y desesperación ante la situación. Truss renunció al día siguiente.

Ahora los conservadores enfrentan el dilema de la sucesión. Han anunciado un nuevo sistema expedito que debe elegir un reemplazo para Truss antes del viernes 28 de octubre. Pero, ya perdidos en su drama interno, pocos parecen conscientes del abismo en que se encuentran. Prueba de ello fue la breve campaña este fin de semana para nominar a Johnson para el liderazgo, una eventualidad que provocó horror entre los grupos moderados y no pocos aliados del ex primer ministro. El candidato más fuerte hasta el momento parece ser Rishi Sunak pero, a menos que pueda reconciliarse con Johnson y sus aliados, cualquier administración suya tendrá dificultad para mantener una mayoría estable en la cámara de los comunes. 

Es más que evidente, además, que el gobierno conservador ha perdido toda su legitimidad frente al público. Quién sea que llegue a Downing Street el viernes, tendrá que lidiar con esta vulnerabilidad mientras intenta calmar los mercados financieros e idear soluciones viables a la inflación y la crisis energética. Por lo que es muy probable que la inestabilidad y las crisis prosigan. 

En suma, no queda nada del partido de la tradición y el orden de la imaginación conservadora. Sus seguidores, atrapados en el espejismo de la superioridad occidental, lamentan que el liderazgo de Truss haya alejado al partido de sus valores originales para acercarlo a los peronistas argentinos y los demás partidos populistas del tercer mundo. No parecen ser capaces de entender su historia bajo sus propios términos, ni su relación con la forma en que se promovió, negoció y logró la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Si no se detienen a hacer estas reflexiones, el partido histórico ya no tiene un futuro viable.

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