En el México contemporáneo, las batallas por la memoria suelen ser enmarcadas en un pasado de movilizaciones populares y represión estatal. Con frecuencia son presentadas como parte de un proceso accidentado, pero ascendente, de apertura democrática protagonizada en igual medida por disidencias de izquierda y derecha. Tras dos décadas de transición, hay heridas que se reabren, y dejan entrever que más allá de los clichés de la unidad nacional o de la existencia (dudosa, por cierto) de una “historia oficial” homogénea: el proceso de significación de ese pasado sigue abierto.

La memoria, afirma la socióloga Elizabeth Jelin, es un “campo minado”, en el que el recuerdo y el olvido son mecanismos sociales para incorporar o excluir el pasado doloroso respecto al presente (Jelin, Elizabeth, “The Minefields of Memory”, NACLA Report on the Americas, Sept/Oct, 1998). En las conmemoraciones de la represión estatal, las memorias militantes son excluidas de las narrativas dominantes para recordar las batallas (por lo general, perdidas) de quienes hicieron que las armas “hablaran” en nombre de alguna causa justa. Pero las memorias militantes que invocan el heroísmo y el martirio de sus participantes no son territorio exclusivo de las izquierdas. Así se confirmó tras el “atrevimiento” del historiador Pedro Salmerón, quien calificó de “valientes” a los miembros de la Liga Comunista 23 de Septiembre que, en 1973, intentaron secuestrar y acabaron matando al empresario Eugenio Garza Sada.

La afirmación desató un previsible vendaval de reproches por la deshonra a la memoria de “don Eugenio” y el enaltecimiento de sus victimarios. Enrique Krauze se sumó a los panegíricos sobre el legado de “don Eugenio”, resaltando la armonía en la administración de sus empresas, su trayectoria de self-made man, su compromiso social, su modestia, su patriotismo, y su calidad de beato del capitalismo regiomontano (Enrique Krauze, 2019, “Las obras de don Eugenio” Reforma, 22/09/2019). Otras voces, más anónimas, también intervinieron: “El que se mete con don Eugenio se mete con Nuevo León”, rezó con solemnidad un tuit de condena a Salmerón, invocando la memoria del día en que la colusión izquierda-Estado “se metió” con el icónico empresario y lo hizo mártir. “Si se creen valientes por matar a nuestros empresarios, es tiempo de que comiencen a dejar de vivir de los impuestos de Nuevo León”, sentenciaba otro, en el que el “ustedes-Otro” referido son los foráneos, el gobierno federal, y las izquierdas, presentes o pasadas, armadas o no. La muerte de Garza Sada a manos de la izquierda revolucionaria significó la pérdida de un patriarca, pilar del orgullo local regiomontano, y fue y sigue siendo leída como una afrenta de fuerzas ajenas y enemigas de la prosperidad regiomontana. Salmerón puso el dedo en la llaga, en lo que pudiera llamarse “la herida del 73”, aquella infligida, según sus dolientes, por la tolerancia, o incluso supuesta complicidad, del gobierno de Luis Echeverría con los guerrilleros.

A razón de la historia, Garza Sada se desenvolvió en un contexto mucho más complejo y conflictivo que lo que rezan sus apologistas. “Don Eugenio” fue, en efecto, patrón benefactor de los trabajadores de la Cervecería Cuauhtémoc, emblema del paternalismo corporativo innovado por el Grupo Monterrey. Como empresarios, Garza Sada y otros forjadores de la prosperidad local recurrieron a métodos de protección, persuasión y coerción, muy distantes de la supuesta armonía entre capital y trabajo regiomontanos. Por ejemplo, la efervescencia sindical de mediados de la década del 30 mostró la mano dura del empresariado, descontento con los mecanismos de arbitraje federal y la irrupción del sindicalismo disidente. Como apunta el historiador Michael Snodgrass, en esos años, los acereros de la Fundidora Monterrey, sin las protecciones que gozaban sus pares en la Cervecería, protestaban las pésimas condiciones en el piso de las plantas, los bajos salarios, y la intimidación de disidentes al sindicato “blanco”. En 1936, una huelga en la Vidriera Monterrey sonaba las alarmas contra la agitación y la violencia promovidas por entes ajenos a la cultura de trabajo y armonía social del obrero regiomontano. El llamado sacó a la calle a cincuenta mil regiomontanos para protestar contra el comunismo y el “odio de clases”, y en defensa de la familia, la religión y la empresa. En ese contexto, los empresarios se aliaron a Los Camisas Doradas (organización fascista dispuesta a usar la violencia para “exterminar” a los comunistas), y crearon la Asociación Cívica Nacionalista, dedicada a promover ideas de patriotismo, orden y progreso entre los trabajadores (Snodgrass, Michael, Deferencia y Desafío en Monterrey. Trabajadores, paternalismo y revolución en México. 1890-1950. Fondo Editorial de Nuevo León, 2008). Aquel conflicto reafirmó la noción de una ciudad asediada por ideas y agentes enemigos de su progreso, donde el empresariado se reservaba la prerrogativa de mediar los conflictos, apagar el disenso y premiar lealtades. Décadas más tarde, en el marco de un triángulo de confrontación entre empresariado, la presidencia, y la izquierda revolucionaria, la muerte de Garza Sada reafirmó esas certezas, llevando a los patrones a aplaudir la represión, la tortura y la desaparición de sus enemigos a manos del estado, y a refugiarse en los mitos excepcionalistas de la armonía social regiomontana.

La dolencia por la “herida del 73” no termina en el alegato sobre la cobardía o valentía de los captores-victimarios de Garza Sada, o la cuasi-beatificación del empresario. Estamos ante un campo minado, también, por la memoria militante de las derechas, que mucho pecan de lo que suelen achacar a sus contrarios: el hacer de la historia una batalla entre ángeles y demonios. Hoy somos sensibles a las memorias de aquel evento porque nos recuerdan nuestra ausente confrontación con el pasado, y los conflictos no resueltos y normalmente silenciados en el discurso público, esos que de vez en cuando, se reavivan, actualizan, resignifican, y se hacen propios a la luz de las polarizaciones de hoy.