En lo que va del año 2021, la violencia estatal contra los cuerpos racializados de migrantes latinoamericanos, caribeñxs, africanxs y asiáticxs en tránsito por las Américas se intensificó sin precedentes. La presencia policial y militar en las fronteras se ha redoblado, se ha seguido limitando el derecho a solicitar refugio y a la libre circulación, y cada vez más migrantes están condenados a limbos jurídicos y tiempos de espera interminables. Por eso, las ciudades fronterizas son hoy cárceles abiertas, donde migrantes, adultxs y menores de edad viven en condiciones inhumanas siendo despreciadxs, abusadxs, gaseadxs, golpeadxs, detenidxs y hasta perseguidos a caballo y latigueados, como las imágenes neocoloniales de la reciente barbarie entre Ciudad Acuña y Ciudad Del Río lo confirman. 

         Esa violencia acrecentada ha pretendido contener los tránsitos sur-norte que, como efecto de la devastación pandémica, se han multiplicado exponencialmente. Entre enero y julio, aproximadamente 200 mil migrantes fueron detenidos en la frontera México-EE.UU., alcanzando  récords históricos. Ya no son sólo grupos, familias o caravanas, sino pueblos enteros en movimiento. A los 15 mil migrantes que llegaron a Ciudad Acuña y Del Río, debemos sumar 19 mil más que ahora esperan entre Panamá y Colombia para seguir al norte. Alrededor de 34 mil migrantes, mayoritariamente haitianxs, pero también venezolanxs, nicaragüenses, hondureñxs y algunos cientos de africanxs van al norte; escapan de la salvaje desigualdad neoliberal y de la pobreza agravadas por COVID-19, del colapso de sistemas políticos nacionales, de la ausencia de sistemas de protección estatal, del racismo sistémico; se trata de 34 mil vidas que con su movimiento claman por un lugar digno y seguro donde vivir, pero que podrían ser encarceladas, devueltas o deportadas, incluso quienes buscan protección internacional, como los más de 2 mil haitianxs ya deportadxs desde EE.UU. a Puerto Príncipe, y los deportadxs desde el sur de México también a Haití.

Lo que sucede entre Ciudad Acuña y Del Río es incomprensible por fuera de un momento histórico  en el que la tensión entre movilidad y control se ha intensificado en los corredores migratorios de las Américas. Los 15 mil migrantes que intentan cruzar el Río Bravo no salieron de la nada: vienen transitando por el corredor migratorio desde la Región Andina y desde el Cono Sur al norte, atravesando al menos once fronteras latinoamericanas, zigzagueando la letalidad del control externalizado e internalizado. Sus tránsitos han sido prolongados: meses e incluso años resintiendo y resistiendo diversas formas de violencia. 

Que la mayor economía del mundo —cuya política intervencionista ha devastado históricamente a Haití ante el silencio cómplice del resto de países de las Américas— fuerce a miles de haitianos a regresar al país más empobrecido del continente, hoy sumido en una profunda crisis social, política, económica y sanitaria, es el epítome de la guerra que en tiempos de paz —como dijera la antropóloga Nancy Scheper-Hughes— ha sido declarada contra migrantes empobrecidos y solicitantes de asilo/refugio. En 1915,  Haití fue por primera vez intervenido militarmente por EE.UU. hasta 1934, y desde entonces esa política no ha cesado. En Haití, como en el resto de nuestros países, el intervencionismo estadounidense ha tenido consecuencias socio-económicas devastadoras. Por eso la consigna migrante, We are here because you were there/Estamos aquí porque ustedes estuvieron allá, explica las migraciones durante más de seis décadas de latinoamericanxs y caribeñxs a EE.UU. por rutas irregularizadas desde el sur. 

 Hoy las luchas migrantes de haitianxs interpelan y desafían al régimen global de control migratorio y fronterizo, su (in)movilidad ha desnudado de manera explícita la violencia política, el racismo sistémico y la salvaje desigualdad existente en torno al acceso y las condiciones en que se produce el movimiento a través del continente americano. El deterioro de las economías sudamericanas ocasionado por la pandemia y las expectativas generadas por el triunfo del presidente Joe Biden, ante un posible cambio en el rumbo de la política migratoria estadounidense (que nunca llegó), son elementos centrales para entender la actual revitalización de los movimientos migratorios de haitianxs. Sin embargo, sus tránsitos y luchas no son nuevos. Por el contrario, un largo camino de desigualdades políticas, racializadas y sexualizadas, ha marcado las experiencias y trayectorias de buena parte de la diáspora haitiana en Sudamérica durante la última década y, con particular fuerza, desde mediados del 2010.

En este marco, la expulsión masiva de hatianxs vía vuelos de deportación arribando a Haití desde EE.UU. y México es apenas la superficie de un trasfondo harto más complejo cargado de violencias sociales, políticas y legales. Para nosotrxs, las imágenes de  esos vuelos son devastadoras porque confirman que ellxs han sido empujados a una itinerancia transcontinental por meses y años. La precarización de sus condiciones de vida en países latinoamericanos de garantizar condiciones de vida elementales los ha llevado a emprender la ruta al norte para sólo terminar siendo un blanco más de la máquina de expulsión y desechabilidad de migrantes que hoy son EE.UU. y México. 

Esos miles de haitianxs que aterrizaron en Haití son familias enteras, jóvenes, adultos y mujeres con niñxs. La mayoría cubre sus rostros, entre fatigados, tristes y enojados, en ese forzado arribo al país del que tanto lucharon por salir; un territorio de desigualdades históricas y estructurales extremas, de intervencionismo militar y político estadounidense, actualmente bajo una crisis política generalizada tras el asesinato del ex presidente Jovenel Moïse en julio de este año y una escalada de violencia mafiosa con bandas criminales disputándose a fuego y sangre el poder y las calles. Circunstancias a las que deben añadirse la crisis sanitaria generada por la pandemia, y todas las vulnerabilidades y complicaciones derivadas del nuevo terremoto que tuvo lugar en la región sur del país en agosto de este mismo año. 

Muchxs de ellxs contrajeron deudas para viajar o han vendido parte o todos sus bienes para hacerlo. Ahora enfrentarán una situación todavía más difícil de la que vivieron antes de emigrar de Haití. De muchxs de ellxs también dependen otrxs, familiares, niñxs y adultxs mayores que depositaban sus esperanzas en que aquellxs que viajaban pudieran llegar a “destino” y, desde allí, ayudarles. Esa es la forma de funcionamiento de la diáspora cuyos miembros desde los distintos polos de asentamiento están en constante comunicación y cuidado. Muchxs de ellxs también vienen de un largo tránsito espacial que incluye el cruce de hasta doce fronteras latinoamericanas para llegar a EE.UU. En muchos casos, este tránsito espacial también ha implicado un tránsito temporal, corto o prolongado en diversos países sudamericanos. 

Haitiano ondea la bandera de su país en Santiago, Chile. Manifestación por una nueva ley de migración en enero 2017, Foto: Sergio Sebastián

Si bien cada experiencia migratoria es particular, a través de los testimonios de haitanxs en tránsito, hemos podido constatar que sus proyectos migratorios iniciaron en algún momento de la última década, en uno (o varios) de los países sudamericanos. Post-terremoto 2010, los países sudamericanos “abrieron” sus puertas para recibir a migrantes haitianos. Fue el caso, por ejemplo, de Brasil y Ecuador que otorgaron visados humanitarios. No obstante, la  “hermandad” sudamericana tuvo caducidad: de a poco en Sudamérica, de manera generalizada, se ha ido limitando el derecho al refugio al tiempo que en algunos países los procesos de regularización migratoria para haitianxs han tenido más trabas. La irregularidad migrante entre hatianxs se ha multiplicado en la región, lo cual los  ha confinado al extenso mercado laboral informal sudamericano que, junto con el racismo sistémico en esos países, ha terminado de minar sus  expectativas y sueños de una vida mejor. 

La violencia simbólica y física, de la que muchos han sido víctimas sólo por el color de su piel, da cuenta de un legado colonial irresuelto en nuestros países que tiene nefastas afectaciones presentes contra la población migrante haitiana. Es más, desde antes de la pandemia ya se habían adoptado en Sudamérica prácticas racializadas dirigidas a la población haitiana con el fin de reducir su presencia en la región. Es el caso, por ejemplo, del “Sistema Virtual de Registro Turístico” impuesto a haitianxs en Ecuador en 2015, los visados de turismo en Chile y Argentina en 2018, los “vuelos humanitarios” de retorno desde Chile a partir del 2018 o los rechazos en frontera en diferentes aeropuertos de Argentina, Ecuador y Chile a lo largo de la última década.

Los tiempos pandémicos han dado carta blanca para que se configure un estado de excepción de facto en materia migratoria, legitimando en varios países un giro estatal antimigrante. Entre las medidas excepcionales consta: la negación del ingreso a quienes supongan “riesgo sanitario”; suspensión de regularización migratoria, y limitación en la solicitud de asilo/refugio. Al 2021, en el corredor al norte ha quedado expuesta una tajante distinción entre las formas sanitarias de bioseguridad para controlar la movilidad por el espacio aéreo, y las formas militarizadas y bélicas de control a la movilidad por el espacio terrestre, es decir, el control a migrantes en tránsito. 

En el caso hatiano, la híper-precarización de sus vidas, el constante enfrentamiento a formas de racismo, la imposibilidad de enviar remesas a Haití y la intensificación del giro anti-migrante, lxs llevó a emprender tránsitos al norte en búsqueda de un lugar más seguro donde vivir. Así, lxs migrantes haitianxs han pasado de experimentar las violencias en el sur a lo largo de sus estancias y recorridos, a habitar las violencias presentes en sus tránsitos al norte. Ante la proliferación de esos tránsitos, la respuesta estatal ha sido más control y más violencia. Al moverse a través de las fronteras latinoamericanos, lxs haitianxs han sido golpeadxs, maltratadxs, humilladxs, extorsionadxs y asaltadxs. Ellxs cruzan espacios donde los abusos sexuales a mujeres y niñas se han convertido en moneda corriente y donde el racismo se cuela a cada paso que dan, obligándolos “por ser negrxs” a pagar más para cruzar las fronteras, para circular internamente, para comer, para dormir, en definitiva, para vivir. 

Ha sido desde mediados de este aciago 2021, que las desgarradoras escenas de los tránsitos sur-norte de hatianxs se han multiplicado incesantemente. Su cruce por la selva del Darién, entre Colombia y Panamá, sin duda es uno de los tramos más complejos y violentos en la ruta a EE.UU. En ese cruce  los gobiernos colombiano y panameño han acordado un sistema de cuotas (un nuevo ensayo de “flujos controlados”) y desde Colombia se ha dispuesto un “transporte humanitario” para movilizar haitianxs que cruzan desde Ecuador y así aproximarlxs a la selva del Darién. Este no deja de ser un claro gesto de “humanitarismo” que institucionaliza la disposición de cuerpos racializadas para ser robados, violentados y desaparecidos en uno de los cruces fronterizos más mortíferos del mundo. 

Entre los miles que han sobrevivido al Darién, llegaron a México, país cuyas fronteras se han convertido en espacios de espera forzada. Desde mediados del 2021, ellxs empezaron a acumularse en Tapachula, frontera sur mexicana, en una espera interminable. Sin respuesta ni información por parte de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (COMAR), lxs haitinxs optaron por organizarse en cuatro caravanas distintas y consecutivas. Transcurrían los últimos días de agosto, cuando fuimos testigxs de escenas de brutalidad por parte de la Guardia Nacional mexicana y de agentes migratorios entrenados militarmente para impedir el movimiento caravanero en pro de “proteger” a lxs haitianxs. Redadas en la madrugada, en hoteles y posadas, golpes y pisoteos. Ni siquiera en los gobiernos más declaradamente neoliberales había habido tamaña represión anti-inmigrante. La salida de lxs migrantes y solicitantes de refugio fue avanzar a cuentagotas, a través de vías alternas, hasta la frontera norte con EE.UU.

Eligieron un puerto fronterizo hasta entonces poco utilizado, el de Ciudad Acuña y Ciudad del Río, donde el lente del fotógrafo Paul Ratje (Agencia AFP), nos reveló otra postal de la supremacía blanca estadounidense, en esa ocasión montada a caballo y con látigo en mano.  Algunxs miles fueron deportadxs, otrxs se encuentran en centros de detención privados en EE.UU. y otrxs se replegaron en varias ciudades mexicanas, entre ellas Monterrey y la mismísima Ciudad de México, futuros polos de la diáspora haitiana. Mientras que, a quienes  se les permitió selectivamente el ingreso al territorio estadounidense, se encuentran hoy bajo una vigilancia criminalizante que, entre otras prácticas, lxs obliga a utilizar una tobillera electrónica para ser monitoreados mientras esperan la resolución de sus solicitudes de asilo/refugio 

 Lo ocurrido en lo que va del 2021 es una prueba irrefutable de que el costo humano del tránsito irregularizado a través de las Américas importa poco o nada a los Estados involucrados. Desde el punto de vista de los intereses estatales y las lógicas institucionales dominantes de la “migración segura, ordenada y regular” que tanto pregonan los organismos internacionales, en el que la defensa de los derechos humanos y la protección se transforma en argumento para violentarlxs; las vidas de estas personas no importan, son prescindibles, sus historias y deseos son irrelevantes, lo que les ocurra en su presente y futuro sencillamente no importa.

La militarización y cierre de fronteras, bajo argumentos sanitarios y discursos de “combate a la migración ilegal” bajo un modelo “ordenado y humano”, esconde los procesos legislativos diferenciales que están sobre la base de la desigualdad de acceso al movimiento que poseen migrantes hatianxs y otros grupos “no deseables” que, a pesar y en contra de todo, se movilizan a través de distintos regímenes fronterizos en las Américas. La decisión de emprender la ruta hacia EE.UU. en un contexto de pandemia y cierre generalizado de fronteras terrestres, expresa de manera radical el carácter autónomo y antirracista de estos movimientos. En un contexto regido por el mandato de la inmovilidad de cuerpos racializados, sus procesos de movilidad y de “desobediencia espacial”, colocan las necesidades humanas por encima y por fuera de las políticas de movilidad dominantes y de cualquier intento por disuadir o contener la búsqueda de horizonte más justo y digno para vivir, y ya no sólo apenas subsistir.

 Los días de protesta en el centro de Tapachula, así como las caravanas migrantes que lograron avanzar decenas de kilómetros a contracorriente, actualizaron la impronta de la negritud en movimiento que no se veía desde la Asamblea de Migrantes Africanos y Africanas de 2019 en México. En su caminar, las caravanas entonaban consignas en kreyól (creole haitiano), y a cada paso rechazaban a la vez el racismo institucional y el cotidiano, que los asocia inevitablemente a la pobreza y la miseria como parte de la lógica neocolonial. Por el contrario, al ganarse el espacio (en las carreteras de Chiapas y en los medios de comunicación), lograron momentáneamente deshacerse de la imagen de víctimas y dieron a conocer su lucha, valentía y obstinación. 

La resistencia se da en el espacio terrestre, en el camino, en la ruta que hoy es el espacio de la disputa. A lo largo del corredor al norte, desde el Cono Sur y la Región Andina hasta la frontera entre México y EE.UU.,  las batallas migrantes están en sus movilidades colectivas para protegerse en ruta, en su incansable trabajo esencial y en las comunidades digitalizadas que han creado una epidemiología popular migrante materializada en cocinas comunitarias, repartición de víveres, viviendas comunes, en casas que se arma y se desarman en ruta, en familias espontáneas que se configuran para crear un auto-refugio, en el amasamiento de conocimiento compartido para cruzar y sobrevivir, en el cuidado colectivo de niños y vigilancia médica compartida. Los migrantes han creado así territorios de protección y solidaridad en movimiento para sostener sus vidas en tránsito. 

La barbarie en Ciudad Acuña y Del Río, y todo lo que viene sucediendo en el corredor migratorio al norte, tiene una explicación histórica vinculada a los impactos del intervencionismo postcolonial, del racismo sistémico, de la desigualdad sistémica neoliberal y del régimen de control fronterizo en las Américas. Ante esa barbarie, la neutralidad no es una opción. La lucha migrante nos exige hoy más que nunca una solidaridad radical e incondicional; una solidaridad transnacional que se contagie de su fuerza histórica y rebeldía contra la aciaga violencia del presente.