La (erosión de la) comunidad política y la pandemia

La modernidad, con sus singulares procesos de urbanización y de burocratización de nuestra vida cotidiana, ha acentuado un tipo de aislamiento que pone en riesgo los vínculos entre las personas y, con ello, desgarra el tejido social de nuestras comunidades. Quizás quien mejor retrata ese rostro a veces olvidado de nuestros modos actuales de vida es el gran pintor norteamericano Edward Hopper, en cuyas pinturas reverbera el silencioso espíritu de la soledad que rodea nuestras sociedades. 

Los riesgos a los que conduce el aislamiento moderno son sin embargo menos poéticos que los cuadros de Hopper.  Hoy, en medio de la pandemia, los enfermos desahuciados mueren en una angustiosa soledad, que es el resultado de una decisión de salud pública para evitar la expansión del contagio del virus. Pero, al mismo tiempo, también mueren en soledad –marginados socioeconómicamente– miles de personas que se ven afectadas a diario por las consecuencias del confinamiento, la ansiedad debido a la falta de trabajo, la tristeza ante la pérdida de amigos y familiares, etc. 

Desde luego esto no es un problema nuevo, ni exclusivo de los tiempos de las pandemias. Ya se habían visto problemas similares cuando hace poco más de un siglo tuvimos que enfrentar la gripe española o cuando la tuberculosis –durante gran parte del siglo XIX– convirtió a sus víctimas y a los familiares de los enfermos en parias sociales.

Como el problema de aislamiento es parcialmente un resultado del modo en que se ha pensado la urbanización durante el siglo XX y XXI, la misma arquitectura y el diseño urbano han tenido que responder a este gran desafío mediante las transformaciones del espacio público: parques, plazas, alamedas y terrazas vendrían a ser los espacios que se privilegiarían para poner en contacto a los ciudadanos y así contrarrestar el aislamiento y confrontar los riesgos que éste acarrea. 

Desde luego el problema no radica únicamente en una cuestión arquitectónica; se trata fundamentalmente de una cuestión política. Desde la antigüedad, la idea de una buena vida exige ir más allá de la experiencia individual y ponerse en contacto con los otros. Esta idea ha atravesado el pensamiento político, desde Aristóteles, pasando por el humanismo renacentista, hasta nuestros días: vivimos en comunidad, porque es esta experiencia la que nos hace verdaderamente humanos y al final de cuentas verdaderamente felices y capaces de lograr una existencia virtuosa.

En ese sentido, el verdadero problema tras el aislamiento moderno no es el aislamiento por sí mismo, es el aislamiento como causa de una eventual erosión de la comunidad política. Por eso, aunque cada vida que se pierde en el marco de la pandemia puede ser pensada como una tragedia individual, cada una de ellas es sobre todo un síntoma de una angustia que excede a cada individuo y que expresa el debilitamiento de lo común, el colapso de lo político en el sentido más amplio del término.

Ahora, con la crisis sanitaria del COVID-19 –que ha desencadenado crisis económicas, políticas, demográficas, socioculturales, etc.–, el contacto devino en un problema grave, y la ciudad –antes saturada– ahora quiere ser expurgada de sus habitantes, quienes tienen que resguardarse sine die en sus refugios privados para salvarse y salvar a los otros. Así, parece que se ha querido comprender la enfermedad como una entidad abstracta que sólo merece de los decisores públicos respuestas generales como la del confinamiento y la distancia social.

Pero lo cierto es que toda enfermedad es en la realidad una experiencia concreta que se vive en un lugar y en medio de un contexto siempre particular. Es totalmente diferente sufrir una enfermedad en el anónimo hacinamiento de un hospital o de una casa, que en un lugar espaciado y al cuidado de seres competentes.

Hoy en día, bajo la falacia que entiende que todo lo público conduce al hacinamiento y todo lo privado supone una burbuja de protección, algunos ciudadanos empiezan a percibir la ciudad como el enemigo, además, muchos enfermos y ancianos –en vez de contar con el apoyo de una red solidaria que pueda ver en la debilidad del otro una experiencia por la cual sentir empatía– se encuentran condenados a la supresión de su humanidad mediante la eliminación de sus vínculos con los otros.

En algunos casos vegetan en hospitales y ancianatos de muchas ciudades en Europa Occidental, y en países como Japón o China se encuentras cada vez más expuestos a un inhumano sustituto: el robot socio-asistencial. 

Este último escenario representa una especie de distopía en la que se responde a las tragedias del hacinamiento y de la falta de inversión pública en salud con otra tragedia disfrazada de paraíso: el rompimiento de los lazos sociales mediante la supresión de la interacción humana y mediante la estandarización burocrática y técnica de la respuesta al dolor.

No es marginal, por lo tanto, el vínculo existente entre la convivencia como centro de la reflexión política y también como eje del urbanismo. Una de las personas que mejor entendió esta relación fue la socióloga canadiense Jane Jacobs (1906-2016), quien en La muerte y la vida de las grandes ciudades[1] invita a reflexionar sobre los modos en que habitamos y las implicaciones que esto tiene sobre los modos en que nos comportamos en comunidad.

Los espacios de nuestras ciudades pueden promover la interacción, acercándonos, invitándonos al diálogo, o pueden promover el distanciamiento, que a su vez genera el desconocimiento del otro. Asimismo, pueden promover la creatividad común que supone el compartir los diferentes puntos de vista o pueden establecer un orden demasiado rígido que conduzca a la anulación del intercambio. Por último, los espacios de nuestras ciudades pueden invitar al encuentro de la diversidad y la diferencia o pueden evitarlo y disuadirlo, señalando la necesidad de la distinción y el elogio de la homogeneización.

Hoy nos enfrentamos a un cambio drástico en nuestras formas de habitar y convivir. El cambio en nuestras prácticas laborales es otro ejemplo de ello: el trabajo a distancia, desde nuestros hogares, supone a) una renuncia parcial al intercambio con los otros, b) una tendencia al rechazo del transporte público, lugar privilegiado del azaroso encuentro con variados perfiles sociales y económicos de nuestras ciudades, c) un deterioro de la experiencia del tiempo libre laboral, cuyo ejemplo más banal es la hora del café o del cigarrillo.

El ejemplo anterior sugiere que la promesa de una convivencia sólida y solidaria desde el confinamiento es, en el mejor de los casos, un pálido sustituto de la convivencia presencial y, en el peor, una estrategia de anulación de la vida socioeconómica y política de calidad, sobre todo cuando ya se adelanta que en algunos casos, como el de los Estados Unidos, se estima que el 80% de las empresas mantendrá el sistema del teletrabajo con las condiciones de flexibilización laboral y deterioro de derechos que esto implica.

Sin embargo, los trabajos de Jacobs sugieren que no basta con que las ciudades cuenten con espacios públicos; es necesario que los ciudadanos se sirvan a diario de ellos para que se promueva la verdadera convivencia. De nada sirve el ágora si se encuentra vacía.

Por lo tanto, es necesario pensar que en nuestras nuevas formas de habitar existan verdaderos lugares de encuentro, donde los ciudadanos puedan realmente vivir entre ellos, juntos y seguros. Es necesario pensar en la existencia de lugares donde exista un intercambio efectivo y afectivo entre ciudadanos de diferentes latitudes, razas, géneros, posiciones socioeconómicas, etc. De lo contrario, la promesa de la igualdad democrática se convierte en mero discurso sin presencia, un espejismo cada vez más borroso. 

Como se puede ver, el modo en que nos organizaremos después de esta pandemia es una pregunta central de la reflexión política que todos debemos hacer, desde la ciudadanía hasta los gobernantes. De nada sirve garantizar la seguridad de cada individuo aislado si el costo de ello es la aniquilación de la vida social. Éste es un aspecto central que no deberíamos olvidar al momento de reflexionar sobre los nuevos modos de habitar en esta nueva normalidad que ya está en puerta.


[1] Una primera aproximación a su obra y su pensamiento se puede encontrar en la película documental de Matt Tyrnauer: Citizen Jane – Battle for the City, de 2016.

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