La democracia autoritaria

Si bien tengo reservas sobre el uso tan holgado que se da actualmente al concepto de populismo, retomo la idea de Federico Finchtelstein (Del fascismo al populismo, 2018), uno de los historiadores que mejor han escrito sobre el fenómeno populista, quien señala que, devenido en régimen político, da lugar a la democracia autoritaria. Anotada esta precaución, y sin pretender definir el régimen de Andrés Manuel López Obrador como tal, aunque comparta rasgos importantes y su estilo político, quisiera sacar provecho de esta caracterización de la democracia para analizar el andamiaje político construido hasta el momento por la autodenominada Cuarta Transformación. Con objeto de problematizarlo, lo confrontaré con dos perspectivas contemporáneas acerca de ésta, la liberal de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias, 2018), línea en la que se inscribió la transición mexicana; y la democracia participativa planteada por Boaventura de Sousa Santos (La difícil democracia, 2016), opción de la izquierda poscomunista. Esto es, si el lopezobradorismo se adscribe a una u otra, o fragua un modelo distinto, con componentes autoritarios, pero dentro del marco democrático.

Los politólogos estadounidenses focalizan los contrapesos en el entendido que el proceso electoral (libre y transparente) es condición sine qua non de la democracia política. Estos contrapesos evitan la dictadura unipersonal, la tiranía de la mayoría u otras formas intermedias. No hay duda de la legitimidad de la victoria lopezobradorista, de la crisis de las élites que evidenció, de la simpatía y el carisma del líder, y del respaldo popular que posee. Tampoco la hay con respecto de la conducción del país con base en los intereses de las oligarquías y de la desatención de la cuestión social por parte sus predecesores priistas y panistas. No obstante, en el sistema de contrapesos lo que importa es acotar al Ejecutivo en desmedro de los otros poderes de la república, la mengua de los derechos de los ciudadanos o limitando a la opinión pública. Levitsky y Ziblatt ofrecen cuatro indicadores del comportamiento autoritario: 1) rechazo o débil aceptación de las reglas democráticas del juego; 2) negación de la legitimidad de los adversarios políticos; 3) tolerancia o fomento de la violencia; 4) predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluidos los medios de comunicación. No es aquí el lugar para calibrar qué tanto cumple estas condiciones el lopezobradorismo, pero sí podemos decir sin rodeos que algunas de las prácticas del régimen no son ajenas a más de uno de estos indicadores.

Tampoco debemos soslayar la compulsiva concentración del poder en el Ejecutivo en apenas año y medio de gestión, a expensas de los otros poderes de la república y de los contrapesos representados por los organismos autónomos. Aunque la independencia de estos era incipiente, no cabe duda de que las acciones gubernamentales con respecto de ellos han sido regresivas, particularmente en energía (la obsesión presidencial) y derechos humanos. Lo mismo podría decirse del trato cotidiano a la prensa, el cuarto poder, adversaria discursiva del presidente a falta de una oposición política creíble (no me detengo en el bochornoso papel de Notimex, la agencia noticiosa del Estado). López Obrador ha reforzado el Ejecutivo y, al mismo tiempo, debilitado al Estado (incluida la administración central), amén de otorgar atribuciones desproporcionadas a las fuerzas armadas, la única institución estatal en la cual confía, y que comparte con la familia y las iglesias la simpatía presidencial. Recordemos que el acotamiento del estamento militar marcó la diferencia de México con el resto de América Latina. Y, en la historia moderna, ningún gobierno de nuestro país entregó tanto poder, recursos, facultades y tareas a los militares, burlando las restricciones constitucionales. El Ejército acapara funciones de otros órganos del Estado, suplanta a la burocracia en las nuevas empresas estatales y extiende su ámbito de acción a la economía. Eso en el futuro será muy difícil de revertir.

Quitar o reducir el poder de la oligarquía es un objetivo de la izquierda como también lo es que éste se redistribuya en la sociedad. Después del desencuentro por la cancelación del aeropuerto de Texcoco, López Obrador incorporó al top ten mexicano de la lista de Forbes a los megaproyectos (Slim, Quintana) y política social (Salinas Pliego), colocó a las mineras (Larrea, Baillères) en la primerísima lista de empresas estratégicas que reabrirían en la “nueva normalidad” y lleva la fiesta en paz con Televisa. Es decir, la élite económica tiene cabida en el Cuarta Transformación mientras se ciña a sus prioridades, esto por no hablar de los contratistas afines al lopezobradorismo. Los más ricos están contentos. “Ya no gobiernan”, como repite el presidente, pero se benefician como siempre del flujo de los recursos públicos; siguen viviendo subsidiariamente del erario en el capitalismo “de cuates” inaugurado por el alemanismo. No han recibido ese trato preferencial las pequeñas y medianas empresas, las que concentran el mayor volumen del empleo formal en el país, a quienes López Obrador dio el portazo en su plan de emergencia económica.

Ahora bien, si concedemos que el poder político de la oligarquía disminuyó, la pregunta es quién se benefició de esta pérdida. Aquí viene a cuento la democracia participativa de De Sousa Santos. El politólogo portugués habla de “democratizar la democracia”, entendiendo por ello transferir la capacidad de decisión (incluidos los presupuestos) del Estado a los agregados sociales, sometiendo a los representes políticos al escrutinio de los electores. Esto con vistas a resolver mediante la democracia participativa (variante de la democracia directa) algunas de las falencias de la democracia representativa (liberal). No es menos sino más democracia la que busca este planteamiento. De no ser que consideremos las deficientes y segadas “consultas populares”, convocadas por López Obrador, un genuino ejercicio de esta práctica, y no la legitimación de una decisión previamente tomada por el presidente, es evidente que no hay una redistribución del poder en beneficio de la sociedad civil organizada, ni tampoco incentivos para que se articulen nuevos agregados sociales o se conformen empresas colectivas. Antes bien, lo que observamos es el bloqueo constante y la satanización de los segmentos autónomos que no se someten a los dictados de Palacio. Está por verse si López Obrador lleva a la práctica la democracia participativa enunciada en el “La nueva política económica en tiempos del coronavirus” —lanzada en paralelo al acuerdo presidencial que legaliza la intervención de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública—, pero la experiencia que él tanto aprecia como fuente de conocimiento no lo acredita hasta el momento.

Entonces, de un lado tenemos que la centralización en el Ejecutivo socava los contrapesos del sistema republicano, pero tampoco ese poder se transfiere a la sociedad, ni siquiera a las clases populares para las cuales dice gobernar el presidente, además de las principales beneficiarias de su política social y potencial clientela política, muy a los viejos usos políticos del régimen mexicano. Ellas son actores pasivos que reciben las derramas en efectivo que llegan a la familia, la institución más antigua y objeto de veneración de López Obrador. Esto es, no se crea ciudadanía sino se fomenta la dependencia. Minadas las mediaciones institucionales del Estado con la sociedad, un Ejecutivo incontinente, el Ejército con atribuciones que exceden su naturaleza y rebasan las normas, una oposición de caricatura, más una sociedad civil débil y desorganizada es lo que tenemos a dos años de la contundente victoria electoral del lopezobradorismo. A menos que se trate de una vía democrática inédita, no hay evidencia que estemos en el carril ni de la democracia liberal, pero tampoco en el de la democracia participativa más allá de una apelación retórica. Acaso, lamentablemente, estemos hablando de una democracia autoritaria en ciernes.

 

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