La Cumbre de las Américas: una reliquia de la guerra fría

Perspectivas 

Kurt Hackbarth

Traducción: Francisco Quijano

Este texto fue publicado en inglés en Jacobin Magazine.


A principios de mayo, el encargado de la Oficina de Asuntos para el Hemisferio Occidental, Brian Nichols, concedió una entrevista para la emisora colombiana NTN24. Cuando se le preguntó si Estados Unidos, anfitrión este año de la Cumbre de las Américas a celebrarse en junio, invitará a Cuba, Nicaragua y Venezuela al evento, Nichols contestó: “Es un momento clave en nuestro hemisferio, un momento en que estamos enfrentando muchos retos a la democracia… Y los países que acabas de mencionar…  no respetan la Carta Democrática de las Américas y, por lo tanto, no espero su presencia”.

Nichols no fue el primer miembro de la administración de Biden en señalar esto; en marzo, Juan González, un asistente especial del presidente y miembro del Consejo Nacional de Seguridad había ya planteado la idea. Pero dada la cercanía con la fecha del evento y el hecho de que se haya presentado en un programa de noticias latinoamericano, las declaraciones de Nichols cayeron como balde de agua fría en gran parte del continente.

Se extiende el motín

Los primeros signos de discrepancia surgieron en un área que podría parecer improbable en términos geopolíticos: el Caribe. El 5 de mayo, la Comunidad del Caribe (CARICOM) anunció que, si algún país americano era excluido de la Cumbre, sus catorce miembros probablemente no asistirían a ella. “La Cumbre de las Américas no es una reunión de los Estados Unidos, por lo que no puede decidir quién está invitado y quién no”, dijo enfáticamente el embajador de Antigua y Barbuda en los Estados Unidos, Sir Ronald Sanders.

El 10 de mayo fue el turno de uno de los peces gordos de la región: México. En la conferencia mañanera, el presidente Andrés Manuel López Obrador sostuvo que, en caso de que algunos países fueran excluidos, él no asistiría a la Cumbre

“No estamos para confrontaciones, estamos para hermanarnos, para unirnos; y aunque tengamos diferencias, las podemos resolver cuando menos escuchándonos, dialogando, pero no excluyendo a nadie. Además, nadie tiene en derecho de excluir, que nadie excluya a nadie”, comentó.

La postura de AMLO de boicotear la Cumbre hizo girar los engranes de la diplomacia en Washington. En pocas horas, el embajador estadounidense Ken Salazar corrió al Palacio Nacional para intentar persuadir a AMLO de cambiar su posición, mientras que, en la conferencia de prensa diaria de la Casa Blanca, la secretaria de prensa Jen Psaki enfatizó que “las invitaciones no han sido aún enviadas” y que “no se ha tomado una decisión final” sobre quiénes serían los invitados. 

Sin embargo, dichas maniobras no lograron sofocar el motín. Esa misma tarde, el presidente de Bolivia, Luis Acre – electo en 2020 al revertirse el golpe de estado apoyado por Estados Unidos – anunció que él tampoco atendería. Al día siguiente, la presidenta de Honduras, Xiomara Castro – cuyo esposo, Manuel Zelaya, fue expulsado del país en el golpe de estado apoyado por Estados Unidos en 2009 – manifestó también su oposición.

En una confluencia poco usual de izquierda y derecha, Jair Bolsonaro de Brasil dio a entender, sin afirmar por qué, que él también contaría como un no. Unos días después, Alejandro Giammattei se unió a ellos, seguido por Daniel Ortega de Nicaragua, quien anunció que, aunque el gobierno de Biden cambiara de idea, no iría de todos modos.   

Con la publicación de artículos críticos en los principales medios de comunicación estadounidenses, la administración de Biden entró en modo “control de daños”. Durante dos días consecutivos, la administración anunció la relajación de ciertas restricciones sobre Cuba, en áreas como vuelos, límites de remesas y servicios consulares; algo similar sucedió con Venezuela. Le pidió a un comité especial, que incluía al exsenador y asesor de la Cumbre Chris Dodd, que intentara lograr lo que Salazar no había podido: convencer a AMLO que asistiera, aunque fallaron en una primera reunión. La primera dama, Jill Biden, fue luego enviada a la región para una gira de seis días, pero solo a países donde no había nada en juego: Ecuador, Panamá y Costa Rica.

Para el 20 de mayo, el Departamento de Estado, a través de la asistente adjunta de la Oficina de Asuntos para el Hemisferio Occidental, Kerri Hannan, se redujo a amenazar a los países recalcitrantes de “perder la oportunidad de relacionarse con Estados Unidos”, mientras que, en un ataque de paranoia reminiscente de la Guerra Fría, culpó a Cuba de todo lo sucedido. Con el paso de los días, la incertidumbre, la falta de agenda y la falta de invitaciones continuaron.

Una broma grotesca

La facultad autoatribuida de Estados Unidos para certificar democracias es, por decirlo suavemente, bastante irónica. En los últimos veinticinco años, dos de sus presidentes han sido electos perdiendo el voto popular, uno de los cuales fue instalado por cinco magistrados de la Suprema Corte. Su sistema electoral permite que los oligarcas, las corporaciones y los grupos de intereses especiales contribuyan con sumas ilimitadas de dinero, a través de comités de acción política, para elegir a congresistas que representen distritos manipulados para un Congreso con un índice de aprobación del 18 por ciento pero una tasa de reelección del 93 por ciento.

Su sistema judicial acosa a denunciantes como Chelsea Manning y periodistas como Julian Assange. Su policía asesina sin empacho a afroamericanos y a otras minorías. En la más reciente toma de protesta presidencial, una multitud asaltó el Capitolio y obligó a los que estaban dentro a bloquear las entradas de las cámaras con muebles pesados. Nada de esto pasa desapercibido fuera de Estados Unidos.

Y cuando se agrega a la mezcla la historia del intervencionismo estadounidense, todo se convierte en una broma grotesca. No hay país de América Latina y el Caribe que no haya sufrido, de una forma u otra, complots, golpes de Estado, embargos e intervenciones auspiciadas por Estados Unidos, en la gran mayoría de los casos para apoyar el surgimiento o la continuidad de dictaduras maleables.

A través de la Operación Condor, en los años setenta, la CIA y el Departamento de Estado contribuyeron a esparcir el terror, la tortura y las desapariciones a lo largo de casi toda América del Sur. En los años ochenta fue el turno de Centroamérica. Y, a excepción de algunas pseudodisculpas aisladas y cuidadosamente formuladas, Estados Unidos no solo no ha reconocido su brutal pasado intervencionista sino que, como ha quedado patente con los recientes ejemplos de Honduras y Bolivia, continúa aplicando las mismas políticas sin importar el partido en el gobierno. 

Por si fuera poco, como se ha señalado ampliamente, Cuba – junto a sus “siniestros colegas” Nicaragua y Venezuela – participaron de la edición de la Cumbre de 2015, celebrada en Panamá, tras la semiapertura de Obama con la Isla. Pero tal como están las cosas actualmente, la Cumbre de Biden, además de echar atrás los modestos avances del presidente que fuera su jefe, también puede terminar constituyendo una regresión al lamentable statu quo que heredó: en la edición de 2018 celebrada en Perú y boicoteada por Trump, todos los países estaban al menos representados. Esta vez, es una incógnita. 

Nada que ofrecer

Más allá de la sonriente prepotencia de Brian Nichols & Co., otra razón por la cual la Cumbre se encuentra en un estado tan precario es que muchos países han vislumbrado un hecho simple: no hay nada para ellos. Ejemplificando la mentalidad común a la élite política estadounidense, parece que Biden —autor del Plan Colombia y la Alianza para la Prosperidad, que trajo un modelo de “seguridad” similar a El Salvador, Guatemala y Honduras—solo es capaz de concebir América Latina y el Caribe en términos de migración y militarización.

Los países de la región han visto cómo su administración invierte miles de millones en Ucrania mientras le da poca importancia a planes como el de AMLO que, a una fracción del costo, extendería dos de sus iniciativas sociales más populares — el programa de reforestación Sembrando Vida y el programa de aprendizaje para jóvenes Jóvenes Construyendo el Futuro — en Centroamérica.

En un sentido más amplio, la falta de entusiasmo por la Cumbre quizá sea síntoma de un problema más grande: el agotamiento del modelo en sí mismo. Nacida en 1994, a raíz de la aprobación del TLCAN, la Cumbre de las Américas, a través de su propia Declaración de Principios, se estableció para “promover la prosperidad a través de la integración económica y el libre comercio”. El objetivo, planteado a diez años, era agrupar a todas las Américas (salvo Cuba, por supuesto) en un “Área de Libre Comercio de las Américas” (FTAA, por sus siglas en inglés).

Precisamente por esta razón, la edición de la Cumbre del 2001 en Quebec se encontró con feroces protestas antiglobalización, inspiradas en la llamada “Batalla de Seattle” de 1999 contra la Organización Mundial de Comercio. Cuando el FTAA finalmente fracasó, entre protestas internacionales, el trabajo de los movimientos sociales y la oposición de los gobiernos de la “marea rosa”, la Cumbre de las Américas fue despojada de su razón original de ser.

Además, las cumbres son una consecuencia de la Organización de los Estados Americanos (OEA), la reliquia de la Guerra Fría con sede en Washington y diseñada para asegurar la hegemonía estadounidense en toda la región. Mientras que la Organización se hizo de la vista gorda ante los abusos de las dictaduras de derecha en los 60s, 70s y 80s, fue una entusiasta partidaria de la agenda neoliberal del libre comercio que se convirtió en su arma preferida durante los años 90 y principios de los 2000. Y como dejó en claro la horrenda conducta del secretario general Luis Almagro durante las elecciones de 2019 en Bolivia, sigue apoyando un “buen golpe” cada vez que se presenta la oportunidad. 

La fuerza del no

AMLO, hay que darle crédito, ha pedido reiteradamente que la OEA sea reemplazada por una nueva organización “que no sea lacaya de nadie”. Y en la cumbre del año pasado de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), propuso justamente eso: una especie de UNASUR de nueva generación que incluyera a toda la región. Sin embargo, bajo una clara presión, rápidamente pasó a sugerir que la unión propuesta debería incluir a todas las Américas, es decir, a Estados Unidos y a Canadá también, un discurso que ha mantenido hasta el día de hoy.

Esto sería un error histórico. Mientras que los trabajadores, los sindicatos y los movimientos de base de las Américas tienen mucho que ganar si fortalecen sus lazos, los intereses imperiales de EE. UU. y Canadá simplemente no son compatibles con los de América Latina y el Caribe para estar en una misma organización. Casi inevitablemente, cualquier Asociación de las Américas terminaría combinando la política de la OEA con la economía del FTAA en una estructura legal hermética de la que nadie podría escapar. Y, casi seguro, sin ceder un ápice a la libre circulación de las personas.

En contraste, como lo ha demostrado ampliamente el altercado de la Cumbre de este año, lo que asusta a Estados Unidos en grado irracional es la posibilidad de que exista una región al sur con siquiera un grado moderado de coordinación en su toma de decisiones. La región debe volver a la propuesta original de AMLO, basándose en la experiencia de sus experimentos de integración durante los últimos veinte años, y trabajar para hacer realidad una Unión de América Latina y el Caribe. Luego, si elige asistir a futuras ediciones de eventos como la Cumbre de las Américas, puede hacerlo en sus términos. Mientras tanto, como lo han demostrado los acontecimientos de las últimas semanas, queda claro que da fuerza decir no.

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