La crisis climática y el dorismo de los gobiernos progresistas de Latinoamérica*

Una de las encrucijadas de mayor urgencia y debate ante la crisis climática, sobre todo en “países en vías de desarrollo” gobernados por los llamados partidos progresistas, es si dichos países, al no ser los responsables históricos de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), tienen el derecho de desarrollarse siguiendo el mismo modelo de las naciones ricas. La respuesta podría ser que sí, que los que tienen que moderar y cambiar el estilo de vida son los ciudadanos de estas últimas, no nosotros que apenas y hemos contribuido con las emisiones GEI históricas. Sin embargo, a pesar de que hay mucho de verdad en esta premisa, cuando se analiza la historia del desarrollo en el Sur Global, se cae en la cuenta de que este programa económico, en primer lugar, no ha funcionado del todo; en segundo lugar, ha sido un pretexto para perpetuar el capitalismo en su modo extractivista, para despojar de su territorio a los pueblos nativos y para beneficiar a los dueños de las empresas mineras, de energía, de telecomunicaciones y demás sectores que lucran con monopolios y la extracción y transformación de recursos.

Aunado a todo aquello, la crisis climática en Latinoamérica ha puesto en cuestión ideales de izquierda que hace un siglo eran indiscutibles, especialmente la soberanía, la nacionalización y explotación de los recursos naturales y los ha confrontado con una nueva manera de entender la situación de los latinoamericanos no sólo como simples habitantes de una región o como ciudadanos de un determinado país, sino también como residentes y dependientes de ecosistemas que, a diferencia de la ficcionalidad de los discursos nacionalistas, son una realidad material y concreta para nuestra supervivencia y que la misma crisis climática, dolorosamente, nos ha develado como vulnerables. Desgraciadamente, no sólo ha puesto en cuestión aquellas ideas, sino también sus logros, ya que, de acuerdo con un reporte de Táíwò y Bigger,  la crisis climática podría “deshacer los últimos 50 años de desarrollo”.

En Latinoamérica, en este sentido, hoy día se encuentran dos propuestas en una disputa que no sólo es ideológica, porque hay verdaderas batallas que se luchan en el territorio; hay armas, hay campos de guerra y hay muertos. Por un lado, los gobiernos llamados progresistas ​​—legitimados por victorias electorales y, por tanto, por el poder del Estado— pregonan la continua expansión de las fronteras extractivas para así generar ingresos y luego distribuirlos: lo que llamamos “desarrollo” y “progreso”. Por el otro, movimientos sociales fincados en una diversidad de actores, como los pueblos originarios o los distintos tipos de ambientalismos, proponen y demandan alternativas a ese modelo socio-económico. Para entender la situación en la que se encuentra el continente política y climáticamente —en verdad ahora son una misma cosa, ya que cada crisis climática es una crisis socioeconómica—y hacia dónde vamos conviene hurgar en las heridas que la crisis climática ha perpetrado en los ecosistemas y en la propia izquierda latinoamericana. Primero trazaré un bosquejo somero de la condición climática que experimenta el continente porque dimensionar la magnitud del problema pone en perspectiva las dos propuestas de futuro que se confrontan. Y las cosas, desgraciadamente, no pintan nada bien, según la segunda parte del reporte creado por el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático —IPCC por sus siglas en inglés—, emitido en febrero de 2022 y dedicado a los impactos y vulnerabilidades causados por la crisis climática.

Aunque Latinoamérica —y el resto del Sur Global— es responsable de menos del 10% de las GEI desde 1850, será hacia finales de siglo una de las regiones con mayores impactos negativos de la crisis climática. Cuando a esto se añade que es la región más desigual del mundo, esos efectos se intensifican en todos los sentidos y todos los territorios más prístinos y vulnerables: desde la Amazonía —segundo mayor sumidero de dióxido de carbono en el planeta—, la cual está a punto del colapso debido al avance de la deforestación, del agronegocio y de la minería ilegal; a las costas que bordean el continente, cada vez más tóxicas debido a los agroquímicos y las exploraciones petroleras; hasta los glaciares de los Andes, cuya superficie —de acuerdo con el IPCC— el calentamiento global ha reducido del 30% a más del 50% desde la década de 1980, poniendo en riesgo el agua para millones de personas en una región extensa que va desde Ecuador a la punta austral de Chile. En total, “se proyecta que hasta 85% de los sistemas naturales —especies de plantas y animales, hábitats y comunidades— evaluados en la literatura para lugares ricos en biodiversidad se verán afectados negativamente por el cambio climático”.

Asimismo, la exposición de los latinoamericanos a los eventos climáticos se ha exacerbado en cuestión de décadas, ya que “en promedio estuvieron más expuestos a un alto peligro de incendio entre 1 y 26 días adicionales según la subregión para los años 2017-2020 en comparación con 2001-2004”. Las intensas lluvias y sequías también se conjugan para alterar los patrones agrícolas que afectan a personas que dependen de la agricultura de subsistencia, tal y como acontece en el ahora llamado Corredor Seco que va del sur de México a Centro América y en donde viven hasta diez millones de personas ahora inermes para sobrevivir las sequías. En palabras del IPCC, el cultivo de maíz, uno de los principales sembrados de subsistencia, se redujo en al menos un 5% entre 1981-2010 y 2015-2019. Tan sólo en 2015, las lluvias cesaron entre “un 50% y 70% de su promedio histórico, lo que provocó la pérdida de hasta 80% de frijol y 60% de maíz, dejando 2.5 millones personas en situación de inseguridad alimentaria y de las cuales 1.6 millones vivían en el Corredor Seco”. Bajo un escenario futuro de altas emisiones, según un reportaje del New York Times, se espera que hacia 2050 la cifra conservadora de refugiados climáticos de Centro América y México alcance 1.5 millones.

En las “Repúblicas de la Soya”, Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina las expectativas tampoco son esperanzadoras. La región que va del Cerrado brasileño, la segunda mayor en biodiversidad del continente, pasando por las Pampas hasta las costas de Argentina, se está transformando completamente: sequías, precipitaciones intensas, deslaves, temperaturas extremas e inundaciones son cada vez más constantes y peligrosas. En toda esa costa atlántica el mar comenzará a comerse pedazos de algunas de las ciudades más pobladas de Latinoamérica, como Buenos Aires y São Paulo. En México, “se ha reducido en general la productividad agrícola en un 12.5% desde 1961” y en el norte las sequías de las últimas décadas son el prólogo de una realidad que se vaticina catastrófica. En 2022 la segunda ciudad más importante del país por su peso económico, Monterrey, se quedó sin agua por meses debido a la intensa sequía que azotó hasta 70% del territorio nacional. Por último, las islas del Caribe cada vez son más vulnerables tanto a los huracanes debido al calentamiento de los océanos que los hacen más destructivos y frecuentes como a la pérdida de línea costera por el crecimiento del océano. Según el Fondo Monetario Internacional, casi dos tercios de los 511 desastres naturales que han golpeado a países pequeños desde 1950 han ocurrido en el Caribe y el costo acumulado asciende a más de la mitad del producto económico total de un año de 14 países de esa región.

Ante este escenario, ¿cómo defender un modelo de desarrollo extractivista que, lejos de remediar los problemas de raíz, los parcha y mal cose al ser éste, en la práctica, un motor de devastación ambiental? ¿Qué ofrecieron los llamados gobiernos progresistas de la primera ola de principios de siglo ante esta amenaza? ¿Qué pueden aprender los de la segunda ola en la segunda década? Lamentablemente, bajo este contexto trazado arriba, pudiera decirse que un fracaso. La complejidad de ese fracaso es multifactorial, pero si tuviera que señalar uno que define a esos gobiernos es que han renunciado a sus ideales anti-capitalistas y en su lugar han apostado por una agenda sólo anti-neoliberal; es decir, proponen que el problema no es el capitalismo en sí, sino éste en su forma más tóxica, que es la neoliberal. Por esto no proponen alternativas al desarrollismo capitalista, sino que, para paliar las décadas de destrucción de una sociedad de bienestar o de la construcción de la misma, en vez de empujar una agenda anticapitalista, pro-impuestos altos a los más ricos para minar su poder político y económico y la desarticulación de un Estado cuya función es meramente regulatoria y centralista, se han abocado a financiar programas sociales con la explotación de naturaleza barata y la apertura de fronteras extractivas. Los gobiernos de izquierda del nuevo siglo deciden explotar los recursos naturales, destruir el patrimonio biocultural —la mayoría de esas fronteras extractivas son en territorios indígenas— y tenderle la mesa al capitalismo sin etiquetas porque, nos dicen, “nosotros todavía tenemos el derecho de seguir haciéndolo, no los países ricos”. 

El resultado, a final de cuentas, ha sido el mismo: se destruyen los soportes biológicos que sustentan nuestra vida y se reinicia el proceso de acumulación capitalista. No es sorprendente, entonces, que en Latinoamérica haya surgido un cuestionamiento al desarrollismo e incluso se le prefiera llamar ahora, como lo hace Maristella Svampa,[1] “mal-desarrollo” debido a que la finalidad de este modelo no se centra en el bienestar de las personas en relación con los ecosistemas que habitan, sino en la inserción de estos dos en los circuitos del capital: el problema no es la miseria causada en primer instancia por el sistema, sino la marginalidad de esos elementos en el sistema; por tanto, sólo hace falta integrarlos con proyectos de (eco)turismo, de carreteras, de trenes, de megaproyectos —¡en los que participan financieramente los capitalistas más ricos de la región o el mundo!— que atraviesan selvas, humedales, montañas y ríos. De esta manera, los gobiernos progresistas evitan confrontar a los mayores ganadores del modelo económico y dirigen su atención hacia el acceso a la naturaleza porque ésta, a diferencia de la clase privilegiada, no protesta, no polariza, no editorializa, no vota: sólo está ahí para ser extraída. Ponen a trabajar a la naturaleza, la tornan un biotariado, para extraer ese surplus que necesitan para financiar el desarrollo.

Esta premisa que ha sido heredada de la Colonia, señalan Svampa y Viale, se alimenta de “la ilusión eldorista, un mito fundante (sic) que exacerba la idea de riqueza económica asociada a las ventajas naturales, maximiza la idea de beneficios económicos (la rentabilidad extraordinaria) y proyecta una visión mágica del desarrollo”. Los gobiernos progresistas, cuya primera ola fue inaugurada en Venezuela con el ascenso al poder Hugo Chávez en 1998 y cerrada con el golpe de Estado en Brasil contra Dilma Rouseff en 2016, remozaron los caminos de desarrollo eldorista para paliar los problemas causados por el neoliberalismo. A esta etapa de la economía latinoamericana, para distinguirla del extractivismo iniciado con el colonialismo y exacerbado con el neoliberalismo, Svampa le ha llamado neoextractivismo. Mientras el primero, a grandes rasgos, se caracteriza por la explotación de la naturaleza por actores extranjeros o nacionales capitalistas, lo que intentaron los gobiernos progresistas a principios de este siglo fue precisamente revertir la tendencia extractivista en su forma neoliberal para poder reclamar la soberanía sobre el territorio, es decir territorializar el Estado nuevamente para que éste y no el libre mercado dirigiera la economía hacia una sociedad más igualitaria económicamente. Estos gobiernos encontraron un estímulo y un gran aliado en China, cuyo ascenso industrial en las últimas décadas requirió una cantidad de recursos inimaginable en la historia de la humanidad, y Latinoamérica fue esencial en ese suministro. 

De acuerdo con Svampa, China se convirtió en el principal operador financiero de los gobiernos progresistas —y a veces de derecha— de 2000 a 2013 y desplazó a otros inversores como Estados Unidos, Japón y la Unión Europea a través de toda una serie de intervenciones económicas de todo tipo, desde proyectos de infraestructura —financiación y construcción—, inversiones y préstamos: El 71% de los recibidos en la región provinieron del Banco de Desarrollo de China. Para esa década, ya era el principal destino de las materias primas de “Brasil, Paraguay y Uruguay; el segundo en el caso de Argentina, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Honduras, México, Panamá, Perú y Venezuela; y el tercero para Bolivia, Nicaragua, El Salvador y Guatemala”. El 84% de esas exportaciones eran commodities. Con este ímpetu, surgió así lo que Thea Riofrancos llama nacionalismo radical de recursos (radical resource nationalism) y define como una demanda y lucha por la apropiación colectiva y estatal de las materias primarias que anteriormente fueron vendidas por el Estado durante el colonialismo o durante las reformas neoliberales a partir de 1990. Para 2015, los miembros del Mercosur exportaron materias primarias entre un 65%, el caso de Brasil, y 90%, en el caso de Uruguay, y para 2017 las cifras se mantuvieron en 71.2% para Argentina, 62.4% para Brasil, 88.8% para Paraguay, 79.8% para Uruguay y un exagerado 95.2% para Bolivia. Fue una de las más grandes extracciones, transformaciones y transportaciones de materias primas que el continente haya experimentado y que conllevó a la explotación minera, extracción de petróleo y gas en las costas o en territorios indígenas, la deforestación y el cambio de uso de suelo para el agronegocio. Los gobiernos de izquierda latinoamericanos zanjaron aún más la brecha metabólica del Sistema Terrestre.[2]

Los progresistas pretendieron romper el Consenso de Washington para adherirse a lo que Svampa denomina “consenso de los commodities”, el cual está basado en “la exportación a gran escala de bienes primarios, el crecimiento económico y la expansión del consumo”. Para la socióloga argentina, esta etapa inaugura una forma un tanto perversa que ella y otros estudiosos llaman precisamente neoextractivismo. Es perverso porque, añade, “el Estado juega un papel más activo en la captación del excedente y la redistribución, garantizando de ese modo cierto nivel de legitimación social, aun si por supuesto se repiten los impactos sociales y ambientales negativos”. Es decir, el Estado legitima el extractivismo porque ahora sí es él, cobijado por una votación mayoritaria y con bandera de justicia social —a veces apoyado por la élite nacionalista—, quien se encarga de dirigir con empresas estatales las actividades extractivas y luego distribuir el ingreso.

Imposible hablar de cada caso particular, pero dos ejemplos que valen la pena delinear someramente son el de Argentina y el de Bolivia, este último siempre tomado como un ejemplo para el resto de los gobiernos progresistas debido a sus buenos resultados y porque, paradójicamente, durante su gobierno —incluido el de Ecuador— se fomentaron cambios constitucionales progresistas con nuevos derechos o con el reconocimiento de algunos otros; entre ellos, la autonomía de territorios indígenas y los derechos de la naturaleza. Durante el gobierno de Evo Morales, quien llegó al poder gracias a la bandera del nacionalismo radical de recursos, el gas fue la fuerza gravitacional de todo el conflicto. No obstante, lejos de detener la explotación, la cual estuvo por décadas en manos de transnacionales apoyadas por el violento y catastrófico intervencionismo de Estados Unidos, Morales catapultó aún más la extracción de gas al nacionalizarlo en 2006 y tomar el control de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos. Incluso fue más lejos al capitalizar la empresa con contratos que en realidad disfrazaban la supuesta independencia de Yacimientos Petrolíferos: como documentó Bret Gustafson, quienes tienen injerencia todavía son las mismas antes de la nacionalización, entre ellas Petrobras de Brasil, Repsol de España, Total de Francia, Shell, ExxonMobil y Gazprom de Rusia. Bolivia continuó siendo una colonia gasera para Brasil y para Argentina, a los cuales exporta éste su principal commodity (28%), hasta en un 98%, según el Observatorio de Complejidad Económica. Mucho del gas boliviano que va a Brasil alimenta el agronegocio que invade y destruye la Amazonía y los territorios indígenas al ser utilizado para crear fertilizante por la planta Tres Lagos, en el epicentro de la soja y la azúcar. En suma, Morales y su partido político Movimiento al Socialismo, en lugar de resquebrajar el capitalismo fósil cuyos agravios le sirvieron de motivos políticos, lo reforzó.

Argentina, durante el ascenso de los presidentes Kirchner, Néstor y Cristina, experimentó un proceso muy similar, pero con la soja, la cual rozó los seiscientos dólares la tonelada debido al hambre pantagruélica de China por la leguminosa. En 2004, Néstor firmó una iniciativa de desarrollo a diez años (2005-2015) para promover la biotecnología agrícola —las semillas modificadas genéticamente— en la que se abusa del histórico lugar común de Argentina como granero del mundo y se hace referencia al milagro eldorista de los suelos argentinos. Cristina actualizó y extendió la iniciativa con el Plan Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial Participativo y Federal, detalla Amalia Leguizamón. Ambos planes fueron altamente exitosos: para 2015, 96% de la soja argentina genéticamente modificada, cultivada en veintiún millones de hectáreas o la mitad de su tierra arable, fue para exportación, y los cereales, aceites vegetales, demás productos agrícolas y de origen animal representaron 60% del total de las exportaciones. De igual manera, el gasto social aumentó y la pobreza disminuyó, pero a costa de un deterioro ambiental cataclísmico para el norte de Argentina pues se convirtió en el mayor consumidor de glisofato por persona en el mundo para 2020 —derrama aproximadamente 350 millones de litros por año—. Svampa y Viale no dudan en llamar a este evento “nuestro Chernóbil criollo”. Los casos de cáncer aumentaron drásticamente en toda la región, la cual se convirtió en una enorme zona de sacrificio humano y no-humano. Con este modelo de desarrollo extractivista altamente tóxico, irónicamente inaugurado con el padrino del neoliberalismo, Carlos Menem, quien aprobó en 1996 la introducción de agrotóxicos, los Kirchner amarraron aún más la economía de Argentina a los poderes de las corporaciones que controlan todo el agronegocio mundial: Syngenta, Monsanto —ahora Bayer—, Bioceres/Indear, Dow, Tecnoplant, Pioneer y Nidera.

Los gobiernos progresistas, en lugar de haber utilizado los recursos para construir realmente una infraestructura de cuidado, decidieron venderlas al mercado internacional para generar divisas. No rompieron las relaciones coloniales ni capitalistas, muy al contrario, las afianzaron, porque un aspecto no contemplado es que, al introducir esas actividades extractivas en el circuito del capital internacional, Latinoamérica y todo el Sur Global recibió toda la carga negativa de la producción industrial: ahí se extrajeron y ahí se produjeron las commodities consumidas en países ricos. Todo el peso de la destrucción ambiental se concentró en zonas de sacrificio enclavadas en territorios pre-capitalistas con la idea de generar empleo y desarrollo, lo que hizo a las biocomunidades que los habitan mucho más vulnerables a los efectos de la crisis climática: entre 82% al 92 % de los costos del cambio climático y del 98% al 99% de las muertes asociadas con éste recaen en países pobres y en desarrollo. 

Por último, resulta preocupante que la segunda ola de gobiernos progresistas, iniciada con el triunfo electoral en México de Andrés Manuel López Obrador en 2018, parece ir en la misma dirección —aunque se atisba una esperanza con los proyectos de Gustavo Petro en Colombia y Gabriel Bórica en Chile, ambos críticos del extractivismo— porque en lugar de formar alianzas comunitarias y regionales para detener el extractivismo como forma de desarrollo, sobre todo en un ambiente político beligerante y de escasez de energéticos, siguen apostando por el nacionalismo radical de recursos. ¿Qué podrían hacer estos nuevos gobiernos? Varias cosas, pero me enfocaré en una sola: demandar la cancelación de la deuda. Que el dinero dirigido a las arcas del Banco Mundial u otras instituciones bancarias sea aprovechado para generar, por un lado, infraestructura de bienestar que no implique extraer recursos con el único fin de ofertarlos en el mercado global; por otro lado, crear empleos de bajas intensidad de emisiones para discontinuar el régimen de mano de obra barata, intensiva y productivista. 

La deuda, en sí una forma de extractivismo, es uno de los más grandes obstáculos para que naciones pobres generen infraestructura que los proteja de los impactos de la crisis climática y los países latinoamericanos son un ejemplo triste pues por cada gasto no relacionado con la deuda en los últimos seis años debió ser recortado en un 22% para poder mantenerse al día con los pagos. Asimismo, “el F.M.I. proyectó que las tres cuartas partes de las economías de mercados emergentes pagaron un tercio o más de sus ingresos fiscales sólo por el servicio de la deuda en 2021”, detalló un reportaje de Abraham Lustgarten. Aunado a esto, Jason Hickel advirtió que la deuda representa una transferencia masiva de riqueza de Sur a Norte, ya que desde 1980 el primero ha enviado más de cuatro billones en pagos de intereses y cada uno de esos dólares es un dólar menos para hospitales, escuelas, energía limpia, transporte público y resistencia a los embates de la crisis climática.

Aunque los logros de la primera ola de gobiernos progresistas merecen reconocimiento, estos no implican una excepción de la crítica. Sobre todo, cuando los jinetes de la crisis climática cabalgan detrás de cada uno de esos logros amenazando con destruirlo o, en el peor de los casos, exacerbando las externalidades negativas del modelo de desarrollo. Pretender que se quede negociar con el capital nacional e internacional, que se puede esquivar, sortear sus bordes y negociar con sus paladines; es decir, navegar el sistema dejando intactos los engranes del mismo y así ofrecer un proyecto viable y vivible para los más vulnerables, es una mera fantasía que la crisis climática está resquebrajando. Esperemos que los políticos que se dicen de izquierda entiendan que sin planeta saludable no hay economía.


Notas

*Este ensayo es sólo un fragmento de un capítulo extenso que será parte de un libro en proceso de escritura titulado Ecotopías.

[1] Para una breve historiografía de la crítica al desarrollo en Latinoamérica, véase la entrada de Svampa en el diccionario Pluriverso. Um dicionário do pós-desenvolvimento. Asimismo, por cuestión de espacio, es imposible trazar una historia de la crítica al desarrollo, pero puede consultarse en los textos de Acosta; Acosta y Brand; Dilger, Lang y Pereira; y Svampa.

[2] Sobre la brecha metabólica (metabolic rift) véase Foster, Clark y York.


Referencias

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_____. (2016) Extrativismo e neoextrativismo. Duas faces da mesma maldição. En Gerhard Dilger, Miriam Lang y Jorge Pereira Filho. Descolonizar o imaginario. Debates sobre pós-extrativismo e alternativas ao desenvolvimento. São Paulo: Autonomía Litéraria/Editora Elefante, pp. 46-85.

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Foster, J. B., B. Clark y R. York. (2010). The Ecological Rift: Capitalism’s War on the Earth. Nueva York: Monthly Review Press. 

Gerhard D., M. Lang y J. Pereira Filho. (2016). Descolonizar o imaginario. Debates sobre pós-extrativismo e alternativas ao desenvolvimento. São Paulo: Autonomía Litéraria/Editora Elefante, pp. 426-442. 

García, J. (25 de julio, 2022). “La sequía que arrasa México”. El País

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Lustgarten, A. The Great Climate Migration. The New York Times (23 de Julio, 2020). 

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Riofrancos, T. (2020). Resource Radicals: From Petro-Nationalism to Post-Extractivism in Ecuador. Durham: Duke UP.

Svampa, M. Las fronteras del neoextractivismo en América Latina. Conflictos socioambientales, giro ecoterritorial y nuevas dependencias. (2019). Bielefeld: Bielefeld UP/Universidad de Guadalajara/CALAS.

Svampa, Maristella y Enrique Viale. (2020). El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal)desarrollo. Buenos Aires: siglo XXI.

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Francisco Serratos. Escritor y profesor. Trabaja en Washington State University. Su último libro es El Capitaloceno: una historia radical de la crisis climática (Festina/UNAM, 2020).

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