Los viejos dicen que aquí a la provincia las noticias siempre llegan tarde, “como lava de volcán al pueblo más alejado”. Creo que llevan razón. A pesar de que las redes sociales descargan una gran cantidad de información segundo a segundo, eso que sucede en Italia o España, China o Estados Unidos parece tan lejano, tan ajeno a lo que por aquí está aconteciendo. El coronavirus está matando gente por todo el mundo, de eso están seguros, porque todas las noches aparece un experto en pantalla y lo dice, lo explica y no cabe duda de que el optimismo lo caracteriza. Los habitantes de Juchitán, Oaxaca, al sur de México, están pendientes de los informes del “subsecretario” y acuden a la cita frente al televisor puntuales: el número de contagiados aumenta, los muertos cada día son más, la estrategia sigue siendo la misma y consiste en tener una “sana distancia”. Eso de “aplanar la curva” suena interesante para ellos, porque deja claro que la “cuarentena” será larga, pero dará respiro a los servicios de salud público y privado. Por otro parte, la simple recomendación de quedarse en casa sin poder retomar la “normalidad” ―porque ahora resulta que ese fue el problema― los tiene consternados. ¿A quién se le iba a ocurrir que la Guardia Nacional les prohibiría el paso a los dolientes provincianos el domingo de ramos para visitar a sus muertos en el panteón municipal?

“Capitalismo” y “neoliberalismo” son las palabras ―que no los conceptos― que se han socializado entre las gentes de esta ciudad. Ambos son los responsables de esta crisis sanitaria mundial, se sospecha, o al menos eso es lo que se dice ―y por eso se sabe― en las redes sociales. Los menos optimistas afirman que el mundo se acabará, y que este final ―nada apocalíptico― consiste en la desaparición de los humanos y la permanencia de los animales. No hay hipótesis al respecto, más bien imágenes que rondan y se comparten en la “realidad virtual”: leones en las calles de Rusia, cisnes en los canales de Italia, zorros en algunos barrios de España, jabalíes en avenidas de los Estados Unidos, delfines en los mares de Colombia. En fin, que la naturaleza retoma sus viejos espacios. En cualquier caso, los hombres y las mujeres se sospechan intrusos en el planeta y esta hipótesis ―ahora sí― parece estar ganando mucho terreno. A ratos sospecho que los mexicanos están impacientes por salir a sus balcones ―en ciudades donde hay balcones― para interpretar una canción triste que se haga viral; pero para eso ―y esto sin duda lo saben ellos― México tendría que alcanzar los niveles de contagio y muerte de países como Italia y España, como Estados Unidos y China. Es patético, digo yo, probarse frente al espejo el traje de héroe para hacer frente al final anunciado.

Luego está la incertidumbre rondando las calles que hasta ahora siguen habitadas en esta ciudad provinciana. Quien estornuda es sospechoso, quien tose es el enemigo. Porque una cosa es que el coronavirus sea ajeno y lejano, pero otra muy distinta es que los síntomas tan divulgados por redes sociales aparezcan cerca de uno. El habitante anda en guardia, porque sabe que en tiempos de desgracia ―como en el terremoto del 2017― el extraño es el invasor, y actualmente el enemigo trae el cuerpo enfermo. No se le puede notar el padecimiento a primera vista, pero para eso sirven las sospechas, para lanzar dardos y esperar a que uno dé en el blanco. En fin, las relaciones vinculares se han precarizado, ciertamente, pero sólo en el sentido de que hay que guardar una “sana distancia” ―término que por demás les resulta un poco chusco cuando lo dicen―, porque quienes presumen en redes de que así lo han estado haciendo ―es más, que hace un par de semanas que no pisan la calle―, también advierten que saldrán por insumos semanales, y claro, esperan a que los desobedientes estén en el mercado municipal para poder despacharlos. En fin, a ratos parece un juego donde no termina de quedar claro a quién le toca esconderse y quiénes son los que contarán hasta diez para salir a buscar a los primeros. 

Ayer (escribo en la madrugada del 17 de abril de 2020) se escuchó la música de una orquesta en vivo en un barrio de la ciudad; se trató de una fiesta de cumpleaños. Las críticas aparecieron en el carrusel de noticias del Facebook, la que más: “irresponsables que ponen en riesgo la vida de todos”. En días previos se registró la prima víctima mortal por COVID-19 en Juchitán, y cuentan los periodistas que su sepelio fue singular, pues no hubo rituales acostumbrados, más bien unos familiares con una larga distancia que en la foto resultó impactante (una señora que llora, alguien más que no la puede consolar porque hay un metro y medio de distancia entre los dos). En cada caso hubo consternación, por un lado, los que siguen sospechando que es una jugarreta más de los “países poderosos” que nos quieren tener “controlados”; por el otro lado, y ahora con la razón como traje de veracidad, están aquellos que aseguran que los responsables de este desastre mundial no serán juzgados, que lo que hoy duele se convertirá ―¡maldita sea!― en anécdota y punto de referencia temporal: “¿dónde estabas en los días del coronavirus?”. La querella, al parecer, da cuenta del posible sufrimiento socializado de las futuras víctimas de esta pandemia. 

No es que se vuelvan expertos en política internacional, tampoco en epidemiología, mucho menos en economía. Lo que pasa ―o eso creo que está pasando en Juchitán― es que los convocan a estar informados día con día, a la misma hora, con los mismos términos, repitiendo actitudes y fraseos a cada rato y en pantalla nacional. Así es como los juchitecos ―y supongo que otros más en el país― se enteran de que eso que parece lejano comienza a interpelarlos a ellos. Que eso que advierten los expertos les puede suceder, o quizá ya está sucediendo y ni siquiera se han enterado. Además, les dicen que quedarse en casa es la única forma de salir avante, y quien haga caso omiso a esta recomendación es probable que se contagie y enferme gravemente ―es decir, que no pueda respirar, que lo aíslen de su familia, que se muera, que lo entierren sin rituales propios de su cultura―. Entonces, la única forma de luchar parece que es quedándose inmóvil, y esta actitud, históricamente ―si de algo sirve ahora mismo― no le acomoda mucho a los juchitecos en particular y a los oaxaqueños en general. Quizá por eso opinan tanto, también comparten noticias en sus redes ―algunas son falsas―, y dicen y repiten y rezan, y siguen bailando porque niegan la posibilidad del hecho. Y aunque esto no justifica en nada lo que desde lejos parece una actitud “irresponsable”, sí me hace sospechar que las estrategias de comunicación desbordada no son muy contingentes al objetivo básico de mostrar las emociones, las percepciones y el sentimiento gregario de una sociedad como ésta. ¡Eso sí, está muy bien enterada de lo que pasa en el mundo!

Lo que quiero decir es que a Juchitán le puede estar haciendo falta su propia trama en proporción, su propia narrativa de lo que está sucediendo en el mundo y que eventualmente la convocará a estar alerta. Porque con el “capitalismo” y el “neoliberalismo”, lo que pasa en el mundo “seguro que nos impactará a todos”, se dice, y lo que ahora es claro es que uno de los puntos de contacto es en la comunicación, porque el juchiteco ―los más pávidos de ellos― asumen los miedos que vienen de otra parte: “¿están esperando a que nos pase lo mismo que a los españoles?” escribe uno y eso me resulta demasiado bizarro, pero también hortera. No digo que no pueda suceder, estoy diciendo que no ha sucedido y en su lugar se ha importado la versión narrada que, a esta ciudad, psicológicamente, todavía no le corresponde. Quizá sea por eso que algunos sectores de la sociedad mexicana aplaudan y canten desde unos balcones que no empatan con sufrimientos lejanos; quizá sea cierto que la moda bien que se acomoda a lo que toque, incluso a una pandemia con resonancias mayores claramente identificadas. 

Italia o España, China o Estados Unidos son lugares ajenos, pero dicen que la “globalización” los acercó lo suficiente. Y el Facebook se ha estado encargando de lo otro: convertirlos en tramas de referencia para una ciudad tan provinciana como Juchitán. Pero incluso hay geografías más próximas: la Ciudad de México aparece como faro y determina los patrones de comportamiento aquí en la provincia ―“hagamos lo que ellos y seguro que salimos bien de ésta” se pronostica―. La ciudad capital de Oaxaca está a unos doscientos cincuenta kilómetros, pero la carretera federal que une ambos puntos hace lento el recorrido, entonces queda allá en el imaginario de lo que “está muy lejos”, un sitio al que un juchiteco va y sabe que comparte el gentilicio de oaxaqueño, pero también sospecha que no pertenece a esa ciudad colonial. Entonces el mundo ―esta entelequia―, si es que está en todas partes, tiene que ser en la imaginación, y si es por imaginar lo catastrófico, uno abre la ventana de su casa de provincia y al mirar hacia el otro lado dice “ahí está Europa, véanla, qué cerca la tenemos”. 

Las nuevas generaciones están seguras que lo que pasa en algún lugar del mundo, está sucediendo exactamente aquí y en este preciso instante. Creo que llevan razón.  

Juchitán, Oaxaca, México