Supe del documental por una entrevista que Myriam Moscona le hizo al director. Su intención era mostrar la vida dentro de los grandes basureros de la ciudad, esos donde habitan los «pepenadores», el equivalente estrictamente urbano de los glaneurs de Agnes Varda. Para hacerlo, consiguió «infiltrarse» en uno y vivir allí varios meses, hasta que logró ganarse la confianza de la gente, a fin de que accediera libremente a que su vida fuera grabada por la cámara. Ya se ha dicho mucho: la oposición naturaleza vs. cultura es falaz e inoperante. Todo es naturaleza, puesto que nosotros lo somos: tan naturales son los domicilios decorados de las aves del paraíso como nuestras ciudades. Tan naturales las dunas de Samalayuca como la compleja orografía del desperdicio: esas montañas, esos valles, esas largas avenidas de basura, esas chabolas entre el paisaje de tierra y hule y plástico y cartón. De una de ellas emerge una muchacha. Lleva un vestido de colores pastel, hecho de tul, y probablemente una tiara —reconstruyo la escena de memoria—. La hija de una familia de pepenadores cumple quince años, y la fiesta en el basurero está por comenzar. Hay música y hay baile, y todo entre los cerros y más cerros de basura. Cuánta porosidad allí: entre lo digno y lo marginal; entre la alegría y la desolación; entre la belleza y la inmundicia.

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Séptima definición de la basura: el momento en el que, se nos ha hecho creer, termina nuestro vínculo con lo que he poseído: por eso la metáfora de «botar algo a la basura» es tan potente. Empieza allí, no obstante, otro tipo de propiedad, que no solemos ver: lo que ha dejado de ser mío, seguirá siempre siendo nuestro. Para no hacernos cargo, para confiar en la ficción de que mi vínculo con la basura termina cuando ingresa al camión que la comprime y la transporta, depositamos en el Estado la responsabilidad de hacerlo desaparecer de nuestra vista. Octava definición de la basura: eso que necesitamos de otros para eliminar de nuestro hábitat, y al mismo tiempo eso con lo que, sin darnos cuenta, le damos forma comunitaria al hábitat donde hay otros que viven. Consumidores y consumidos: tiradores de basura y habitantes de la basura. 

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(Hay también, por cierto, una economía de la basura: es un mundo de jerarquías y subalternidades, de enriquecimiento y  explotación. Lo sabe Gutiérrez de la Torre, exdirigente del PRI en la Ciudad de México, hijo del «Rey de la basura», «líder de los pepenadores».)

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En todo el mundo, son personas quienes se encargan de retirar la basura. Gran parte de quienes vivimos en este país tenemos cierto contacto con ellas: tocan nuestro timbre o vociferan por la calle para que les hagamos entrega de nuestros botes y nuestras bolsas; salimos a perseguirlos cuando suena la campana chica del camión; solemos poner en sus manos una moneda a cambio de que nos liberen de nuestras sobras. Si se trata de llevarse cosas muy pesadas o voluminosas, ellos ponen la cuota, y cada fin de año nos piden una propina extra por su trabajo. Es posible conocerlos, siquiera un poco: platicar con ellos, saber sus nombres. Algunos son empleados del Gobierno; otros son pepenadores «independientes», que viven de las monedas que les damos. Los primeros tienen ciertas prestaciones laborales que los segundos no, naturalmente, pero todos lidian cotidianamente con problemas similares —las constantes infecciones dermatológicas, por ejemplo, mal atendidas en el mejor de los casos, o las cortaduras del diario con vidrios y latas tirados descuidadamente—. 

Ese vínculo humano es marca de nuestro proverbial «tercermundismo». En el mundo «civilizado», la basura desaparece muy temprano, cuando casi nadie está todavía en la calle. Así se acentúa la ficción de la basura y nuestro entorno se excluyen mutuamente: la basura —lo que ya no quiero tener cerca— simplemente se esfuma. Deja de estorbarme. No pienso más en ella. Italo Calvino escribió sobre esas manos madrugadoras y fantasmales, encargadas de librar, en su caso, a las calles parisinas de cualquier cosa que ensucie su belleza. Hablo de un ensayo suyo, «La poubelle agréée», que más allá de ciertos machismos naturalizados que el autor parece no advertir del todo —algunos otros sí que los advierte—, pone el dedo entintado de la pluma sobre más de una llaga. Bellamente escrito, fue, de hecho, lo que detonó estas páginas. 

La basura es uno de los centros de nuestra civilización industrial, pero es un centro que debe permanecer oculto. «La poubelle agréée» es el nombre que en Francia se les da a los botes de basura aceptados por el ayuntamiento, los cuales deben cumplir ciertas características, estéticas y funcionales, y solamente asomar las narices a la calle en las fechas y horarios pactados. Según el día de la semana y el tipo de basura, los botes deben colocarse por la noche en un determinado espacio (en el disparejo reparto hogareño que habita Calvino, es esa una de las mínimas tareas masculinas), para que los camiones, operados y conducidos siempre por los habitantes más marginales de la sociedad puedan vaciarlos en la madrugada. (Allí Calvino nota, por cierto, un progresivo cambio demográfico: si bien antes esos trabajadores solían ser franceses, ese trabajo estaba ya siendo realizado cada vez más por migrantes, sobre todo africanos.) A la mañana siguiente, los botes, ya vacíos, deben ser guardados. Toda infracción será acreedora de una multa. 

La basura se vuelve entonces cosa de la noche, y desaparece en la madrugada. Su retiro es la ofrenda —una ofrenda que quita y no que da, o que da quitando— demandada por el Estado a esos seres que de otra forma le serían puro estorbo. No es casual que a esa gente se le llame la escoria, la basura. Tratan con la basura: son ya de la basura. Huelen mal. Algunos logran, nos dice Calvino, cierto ascenso social después de muchos años de expiación, para ellos o para sus familias. ¿Será así en el caso mexicano? ¿Qué será de la quinceañera aquella, o de sus hijos —si es que tuvo hijos—?

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Cuando los pepenadores llaman a huelga, las ciudades se paralizan a una velocidad de vértigo. Nos confrontan con nuestra propia podredumbre: con la pasmosa rapidez con que sucede si no contamos con esas manos teñidas por la mugre. Acaba de pasar hace unos meses en Oaxaca, ante las negligencias y corruptelas del presidente municipal. Las calles, gentrificadas y turísticas del centro, se desnudaban entre el hedor como aquello que son: productoras incansables de ingentes cantidades de basura.

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Slavoj Žižek se pasea entre los basurales, con un chaleco fosforescente, de esos de obrero en tareas de construcción. Abre un refrigerador que todavía tiene comida, pudriéndose. Levanta una revista porno maltratada. Grita hacia la cámara, porque la maquinaria hace que sea difícil escuchar su voz. Lanza la provocación: «El ecologismo —lo reconstruyo, otra vez, en mi memoria— a menudo se basa en la mitología del Edén perdido, y asume, con un desprecio reaccionario frente a los avances tecnológicos, que es posible regresar a ese mundo mejor y pretérito, si hacemos ciertos “sacrificios” (aunque los peores serán siempre los de los subalternos). Los ecologistas dicen amar a la Tierra. Pero el amor no puede estar sólo centrado en las virtudes o en lo bello; de lo contrario no es amor: un verdadero ecologista ama esto», y hace un giro teatral y espasmódico, mientras abre los brazos para señalar el paisaje del desecho. 

No hay respuestas fáciles frente al estado del mundo. Ni siquiera sabemos muchas veces qué preguntas formular. 

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La basura es la categoría objetual para la muerte. Un objeto muere, pues, cuando se arroja a la tumba del camión. A veces, su configuración misma está hecha para la muerte pronta y sin remedio. A veces puede volver —transfigurado o no— a la vida. La mejor secuencia de toda la saga de Toy Story es cuando, en la tercera entrega, los juguetes van a dar al basurero de la ciudad y están a punto de pasar por un monumental horno crematorio del desecho. La pantalla entonces se vuelve negra por unos segundos, y la música, climática, calla de repente. El efecto buscado es hacernos pensar, por un instante siquiera, que la película terminaría allí. Hubiera sido un final atroz, pero potentísimo. En vez de ello, el deux ex machina pixeriano hace su aparición, y los marcianitos chirriantes rescatan a la tropa lúdica con una garra magnética (¡laaaa gaaarrraaaaa!). Ese descenso al inframundo de los basurales es el punto más álgido de la trama. De allí sólo era posible la destrucción o la reincorporación a la vida útil del objeto humanizado: los juegos de la vecinita, a cuya colección se integran los juguetes que habían sido de Andy. 

En el panteón azteca había una diosa de la inmundicia: Tlazotéotl. Es también la diosa de la regeneración. 

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Los objetos no tienen vida, pero son vida. Nuestra relación con la basura es equiparable a nuestra relación con lo vivo. Produce síntomas: lo envuelto que está todo en nuestra vida de cáscaras sólo pensadas para su empleo híper transitorio; lo fácil que es para nosotros el desecho; lo alienados que vivimos de su transmundo ficticio. 

Este texto no es un llamado a dejar de producir basura. En un mundo como el nuestro, esa vida zero waste es otra fantasía que intenta volver individual un problema sistémico. Es, además, una vida para pocos: se tiene que vivir para eso, porque el mundo está pensado para que la basura —así compulsivamente, así en exceso— se produzca. 

Seguiremos tirando basura. La pregunta en todo caso es cómo —y a ver qué sale de eso. 

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Novena definición de la basura: el espejo más difícil de nosotros.