Instantáneas desde la basura
(primera parte)

¿Qué clase de cosa es la basura? Más que una cosa, la basura es una categoría, una clasificación. ¿Qué clase de categoría es,  entonces? ¿Qué clase de clasificación? 

Pensemos en algo que sea basura. Estos tenis, por ejemplo, completamente devastados por el uso —suelas despegadas, rasgaduras, manchas que parecen ya imborrables—. Son tenis de niño. No es lo más común ver un calzado de adulto usado tan hasta sus últimas consecuencias, ¿no es así? Lo sabemos: el momento más cómodo de las cosas que nos cubren es cuando el uso las ha desgastado hasta volverlas una extensión más de nuestro cuerpo. El zapato más cómodo es, acaso, el que está a punto de romperse, y sin embargo millones de personas en el mundo prefieren la novedad y la brillantez a la comodidad. Supongo que este par desastrado le pertenece al hijo de los vecinos del 403, que no ha dejado de patear esa pelota en el patio durante toda la pandemia, día y noche —son tenis de futbol—.

Los zapatos: un útil. Su razón de ser viene de lejos. Es eso que Heidegger, en unas páginas memorables de su Origen de la obra de arte, previas al viraje del texto hacia los terrenos pantanosos de la verdad, eso —decía— que Heidegger llama su «ser de confianza». El zapato es más zapato entre más confío en él, entre más lo olvido cuando lo tengo puesto. Su invención y su perfeccionamiento aspiran a esa posibilidad: desprovistos de pezuñas o de garras, nuestros pies, vulnerables, deseaban protección. Se requería cierta dureza. Pero a la vez tal protección debía permitirles a los pies seguir moviéndose articuladamente. Se requería cierta blandura. Dureza de las suelas; corriosidad impermeable de la piel, a la vez blanda y flexible, acoplada a nuestros empeines y tobillos, gracias a esos lazos que lo fijan en su lugar. Cuando el zapato deja de ser útil (esto es, cuando traiciona su ser de confianza; cuando, por el uso, deja de proteger mi pie o deja de ser cómodo), se vuelve basura. Primera definición de la basura: lo que desechamos porque nos traiciona. Definición parcialísima, lo sé: hay muchos otros útiles a los cuales, después de esa traición, les buscamos nuevas ocupaciones, como esta camiseta que ya limpió la superficie de no sé qué cocina y ahora es puro rasgón de tela maloliente. Segunda definición de la basura: lo que desechamos porque, a pesar de haber mutado, ha dejado nuevamente de ser útil. 

Sigue siendo una definición parcial, por supuesto. Primero que nada porque en ambos intentos hay implícito un afecto por las cosas. Y en cambio miren este basurero: rebosa de cosas que fueron arrojadas a la primera de cambio y sin vacilación alguna. (Tomo notas para estas líneas desde el basurero de mi edificio, por si no ha quedado claro.) Tercera definición de la basura: aquello que es traicionado por nosotros; aquello que, por capricho o falta de voluntad, dejamos de considerar útil siendo aún útil. 

*

En mi adolescencia, un primo se mudó un tiempo a mi casa. Cada seis meses o un año, sacaba al menos un par de grandes bolsas, llenas de ropa y de zapatos, y las dejaba junto al bote de basura grande. No sé muy bien por qué ni cuándo comencé a hurgar en ellas, pero al hacerlo descubrí que prácticamente todas las cosas allí contenidas estaban a lo mucho un poco desgastadas, y algunas casi nuevas. Él es más alto y corpulento que yo, así que, cuando mucho, lograba quedarme con alguna sudadera. Sin embargo, mis amigos más cercanos usaban tallas parecidas a las suyas, así que los llamaba y se repartían, sorprendidos, los hallazgos. 

La basura no es una categoría definitoria, sino relativa. Se basa en el desprendimiento y en la desaparición. Desprendimiento de mí; desaparición para mis ojos. Pero eso que hemos elegido no poseer más y que un complejo engranaje nos oculta, como si en efecto la basura perteneciera a un mundo paralelo, a menudo pasa a formar parte de otras vidas. Cuarta definición de la basura: ese espacio liminal donde suceden los ires y venires entre lo útil y el desecho. 

Mucho tiempo pensé que mi primo era una anomalía. Tristemente no lo es, como sabemos (y como puede verse en la basura de mis vecinos): más que una anomalía, es un triunfo ideológico. Para acelerar la acumulación de capital, hay que acelerar la producción y el consumo. Para acelerar el consumo, hay que acelerar el desecho. 

*

Rilke, en un párrafo que leí no sé dónde y que no he vuelto a encontrar, advertía cómo en su época había comenzado un progresivo distanciamiento con las cosas. La ropa, por ejemplo, antes hecha a la medida por una persona conocida, y que entonces comenzaba a transitar hacia el modelo prêt-à-porter, en el cual no existe relación posible con las personas quienes, por sus propias fuerzas o ayudadas por máquinas, confeccionaron las prendas que adquirimos. La ropa, antes tan durable que incluso llegaba a heredarse —creo que su ejemplo era el de los abrigos—, estaba dejando de ser una extensión familiar y querida de nuestro cuerpo, para volverse un bien transitorio y desechable. A pesar de su tono nostálgico, abiertamente anti industrial, creo que hay en sus palabras una intuición bien lúcida sobre nuestro presente. El problema, quiero decir, no es el paso del modelo artesanal al fabril, o que las prendas no sean hechas expresamente para nuestro cuerpo, sino la alienación, cada vez más radical, entre la producción y el consumo —alienación que ha permitido la perduración del trabajo esclavo, lejos (geográficamente, éticamente) de los centros económicos—. 

El retorno a lo artesanal no es una salida verdadera. En todo caso, tan manido está como etiqueta comercial (venden hasta agua artesanal, lo que eso signifique), que es más un incentivo para el consumo que una alternativa. Lo fabril, lo tecnológico, lo maquínico tiene en realidad un potencial liberador, pero para ello tendría que suceder en otro sistema, atento a las vidas de los trabajadores y a la producción de lo necesario, no al incremento del capital. En este sistema, sin embargo, es cierto que lo artesanal intenta muchas veces ser un retorno a la cercanía con las fuerzas productivas. 

Sea como fuere, en el caso de la mayoría de las cosas que poseemos, su tránsito por nuestras vidas es en realidad un paréntesis entre dos extremos desconocidos: la producción y el desecho. Quinta definición de la basura: nuestra segunda alienación con las cosas que nos han rodeado. 

*

Antes de tirar la basura

Frente al papel de estaño y un torbellino orgánico—

frente a la lechuga que amarillea o pardea

y las infames colillas de la Noche Que Pasó, antes

de tirar la basura conviene

mirar el mundo con una paz de atardeceres

y una dulzura de adagios, rodeándose una o uno,

de ser posible, con los perfumes de la serenidad

y los acentos de un noble impulso evangélico, entender

con franciscanismo que la materia así depositada

(pues debe ser depositada, no arrojada) es,

sí, mal que nos pese, nuestra también, y que el hecho

de desecharla o sacarla de la Casa

no significa nada, nada, nada—

pues seguirá en el mismo planeta donde padecemos

con esta materia nuestra, el cuerpo, las lágrimas,

las manos extendidas y abiertas

que alguna vez serán basura y no deberán ser arrojados

sino depositados otra vez en el mundo

para las celebraciones, las mutaciones, la maravilla

de ser, aun en el fondo de los basurales.

David Huerta

*

No significa nada, nada, nada. 

*

Sexta definición de la basura: en potencia, casi todo lo que da forma a nuestra vida. Porque la basura es un hecho humano, una invención humana. Huella de nosotros; huella de otras vidas, humanas o no, que han nutrido nuestras vidas, la basura es en realidad una ficción. La delegamos momentáneamente al manejo de otras manos, que nos la quitan de la vista, pero sabemos que no desaparece. Sabemos, esa es la realidad, que con ella le estamos dando forma al mundo que habitamos. 

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