Empiezo este artículo sobre la rebelión catalana dedicando unas palabras a construir el lugar de enunciación desde el que es redactado, en virtud de que toda posición analítica debería construir la diferencia material e intelectual de su mirada a la hora de ejercer la crítica. Dicha rebelión es una revuelta contra el statu quo instaurado por la política de pactos acaecida durante el período de transición a la democracia en la década de los setenta, que culminó con el  acuerdo constitucional del 78. Quien esto escribe comparte con otros españoles nacidos en esa década el ser un producto de los experimentos sociales y educativos de aquella democracia primeriza. Hay que añadir que a la mirada de este lugar de enunciación la singulariza el desplazamiento a México a fines del pasado siglo; un momento en el que la emigración española era nula, habida cuenta de que ‘España iba bien’ apoyada en la economía de la especulación inmobiliaria y en un neoimperialismo que la alineaba con Estados Unidos y Gran Bretaña en las invasiones de Afganistán e Iraq (es decir, en pleno aznarismo que, al frente del conservador Partido Popular, gobernó en los años 1996-2004).

La atmósfera de los pasos postransicionales fue de entusiasmo para este lugar de enunciación (esto es, la atmósfera que envolvió su niñez). España, que miraba a Europa, tenía que moldear su propia paz. Al pertenecer a una familia ‘mixta’, de vascos represaliados en la posguerra por su militancia republicana y de extremeños emigrados al País Vasco, la atmósfera utópica se robustecía. La parte vasca quería dejar atrás una Euskadi arrasada por los estados de excepción (seis entre 1967 y 1975); la parte extremeña no veía con buenos ojos a un régimen que, con veleidad económica, había transitado de la autarquía (1939-1959) a la tecnificación a marchas forzadas (Plan Nacional de Estabilización: 1959-1975), liquidando su modo de vida de propietarios rurales. No podemos culparlos por su coyuntura, claro está, pero tampoco por sus sueños.

   Sin embargo, todo sueño que abraza el olvido posee sus represiones: se puede convertir en pesadilla. Nada se hablaba, en casa y en la escuela, del tránsito del republicanismo español hacia un nacionalismo vasco revolucionario (el de Euskadi Ta Askatasuna) que se alineaba con las luchas de liberación nacional tercermundistas (a partir de la III Asamblea de esta organización: 1964). Tampoco se hablaba de que Extremadura —no Euskal Herria, no Catalunya— había sido la zona más castigada por el encono franquista en la Guerra Civil y la primera posguerra (se da cuenta, incluso, de un genocidio extremeño, perpetrado en la década de los treinta y cuarenta).

Muchos derechos ha heredado el ser humano moderno, pero uno de los más relevantes es el del acceso a su pasado: el derecho de emanciparlo, el derecho de que en él se libren las guerras de la memoria correspondientes, el derecho de articularlo como una alteridad que ayude a constituir una posición en el presente. Poco de eso hubo en aquella autopista hacia el cielo del éxito y del consenso social.

El nacionalismo vasco revolucionario que precedía a este lugar de enunciación, próximo desde la VII Asamblea (1976) a determinada sección de ETA Político-Militar, abandonó la lucha armada para, conformando la coalición Euskadiko Eskerra, adoptar una política de ‘respeto a los semáforos’, en aras de conseguir la liberación nacional y social de Euskal Herria (es decir, asumir la Constitución Española y el Estatuto de Autonomía del País Vasco como condiciones de posibilidad), hecho que terminó por subsumirlo en la socialdemocracia reinante (la del felipismo en el Partido Socialista Obrero Español: 1982-1996). En cambio, otras facciones de ese nacionalismo —las cercanas desde la VII  Asamblea a otra sección de ETA-pm y a ETA Militar— acabaron conformando la coalición Herri Batasuna, y se empecinaron en un radicalismo armado que nos parecía entonces atrabiliario y vesánico, es cierto, pero también es cierto que hubiera merecido mayor comprensión: no existen las metamorfosis espontáneas que convierten a los héroes en villanos. Tan imposible es viajar, de la noche a la mañana, de Fanon a Habermas, como pasar de unas formas estatales basadas en la tortura y la opresión, a que éstas sean las garantes de la razón comunicativa en su progreso dialogante hacia un futuro emancipado.

Buscando la integración a Europa, incoados por sus capitales financieros, quienes comandaron la socialdemocracia española dieron los pasos oportunos para erigir el bastión que es Europa hoy día: incorporación a la OTAN, reconversión industrial y guerra sucia, echando mano del aparato represor del franquismo (a través de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y de los paramilitares Grupos Antiterroristas de Liberación), contra los que aún confiaban en el ‘gran no’ de la década de los sesenta. Estos líderes supieron estructurar un discurso que se exhibía como disconforme (granjeándose, por ende, el apoyo de muchos izquierdistas engañados), a un tiempo aplanaba el camino del stablishment, del verdadero rostro del ‘Régimen del 78’. La historia no los absolverá. Idéntica operación con el discurso europeísta: un proyecto que, a partir de la ‘caída del muro’, cerró filas con la creación del mundo de privilegios del Norte Global, sostenido en las políticas extractivas y en la división internacional del trabajo instauradas en el Sur Global, se vendía como un proyecto apuntalado en impedir el monopolio del poder económico por parte de una potencia política y en el apoyo a los procesos descolonizadores. Muy bien encaminados estos rumbos —que favorecían el paso del postfordismo keynesiano al neoliberalismo, envilecida por la guerra sucia y su corrupción—, la socialdemocracia cayó dando paso a la vaticinable regresión del aznarismo.

Ya en México, quien esto escribe decidió centrarse en Cataluña en sus estudios de posgrado, porque el ‘tema catalán’ tenía una especificidad que había conducido por otros derroteros el desarrollo de su izquierdismo, y a este lugar de enunciación, muy lastrado por el entusiasmo transicional, es decir, todavía encerrado en una óptica de izquierda ‘democrática y europeísta’, le parecía más interesante.

En primer lugar, porque el catalanismo de izquierda, a diferencia del Movimiento de Liberación Nacional Vasco o del Provisional Irish Republican Army, no había realizado con fortuna una relectura de su ‘caso’ en términos sesentayochistas que hubiese devenido vanguardia armada, en clave de ejército de liberación nacional, apoyada por un sector social importante (Terra Lliure, la versión catalana de ETA, fue una aventura intrascendente). El catalanismo de izquierda, no burgués (contemporáneo al nacionalismo burgués, como ha demostrado Josep Termes, pero con un sesgo político muy diferente), como sí lo era la progresivamente residual en el decurso inaugural de la democracia y ahora renacida Esquerra Republicana, tenía un carácter de clase, profundamente obrerista. Sustentado en un entramado social que vinculaba residuos del socialismo autoritario (Partido Socialista Unificado de Cataluña), de la socialdemocracia, del trotskismo (Partido Obrero de Unificación Marxista) y de las corrientes libertarias (Confederación Nacional del Trabajo) leía la catalanidad en términos de un valor de uso que debía restituirse: los barrios y los pueblos tenían derecho a expresarse en su lengua proletaria y las clases populares a autodeterminarse, lo cual no tenía por qué desembocar, aunque no se descartase esta salida, en la creación de un Estado independiente. De manera claridosa, además, se abría la posibilidad de la colaboración con otras fuerzas obreristas del Estado Español y no se hablaba la jerga excluyente de los nacionalismos burgueses con los migrantes de otros territorios de ese estado.

En segundo lugar, a diferencia de ‘el caso vasco’, la catalanidad no contaba con una potencia infrapolítica que pusiese en entredicho la producción entera de las políticas de la memoria y de la historia. La catalanidad era histórica, muy histórica. Una entidad soberana que se vio ligada a Castilla por alianzas matrimoniales (siglo XV), pero que, de suyo, en un momento previo (siglos XIII, XIV y XV), se expandía por el Mediterráneo, obtenía plusvalor a través de la ‘circulación protocapitalista’, y que —como después la hispanidad y el lusismo en las Américas— perpetraba un primer imperialismo moderno, basado en el  expolio (que se disputaba con otra potencia de este tipo, el Imperio Otomano). Desde el catalanismo de izquierda, diferenciado en esto del nacionalismo burgués, este pasado no era digno de mitificarse, su catalanidad tenía que ser necesariamente otra.

En tercer lugar, el nacionalismo burgués moderado (Convergència i Unió) que gobernaba la Comunidad Autónoma de Cataluña (1980-2003), por el peso en el Parlamento Español del electorado catalán (casi 50 diputados de 350), había sido fiel compañero de todas las derivas de la socialdemocracia (y del aznarismo), en su periplo hacia la corrupción y el neoliberalismo. Quien esto escribe, empapado todavía por las pulsiones utópicas de la Transición, o sea, aún confiado en el izquierdismo ‘democrático y europeísta’, pero con una mirada que ya comenzaba a llenarse de México y de Latinoamérica, contemplaba la alternativa del catalanismo no burgués con optimismo: una postura que conseguiría más logros sociales, políticas de pactos desde abajo que se saliesen de los rumbos económicos en cuestión y de los candados franquistas, políticas que permitirían la autodeterminación de las nacionalidades del Estado Español y que constituirían otra noción de Europa verdaderamente solidaria con el mundo. Cuentos de hadas: porque si en algo fueron eficaces las políticas del capital tardío en los centros de administración del capital fue en interdictar la crítica holística y profunda que antaño había caracterizado a la clase trabajadora. Logró la aquiescencia de ésta a los flujos del capital y a su patrón de acumulación, produciendo en los citados centros únicamente plusvalor relativo y desplazando la obtención de plusvalor absoluto hacia las periferias dependientes.

Cada vez más latinoamericano, cada vez más mexicano, cada vez más antiimperialista, cada vez más descreído de la engañosa Transición, renegando de las trampas retóricas de la ‘democracia europeísta’, movimientos posteriores como el de los indignados (el muy mencionado 15 de mayo de 2011), a la luz de este lugar de enunciación, parecían, acaso injustamente, reivindicaciones socialdemócratas que aspiraban a defender su pequeño paraíso afortunado, que no construían las tramas oscuras que unen el patrón flexible de acumulación capitalista con el extractivismo neocolonial contemporáneo, que se obcecaban en su noción de ciudadanía como solo lugar para plantear el disenso. La rebelión europea, para quien esto escribe, era irrealizable.  Llegó a pensar, por error, que los primeros pasos de la rebelión catalana eran una revolución de Facebook, cada vez que visitaba esa Barcelona del Starbucks y del turista.

A veces ignoramos que las rebeliones pueden venir de sitios insospechados. Una rebelión puede llegar de una historicidad (si pensamos ésta como la forma en que los sujetos históricos se relacionan con la representación de su pasado, su presente y su futuro) reconstruida como herida, más que de unas condiciones materiales concretas.

 El neoimperialismo de la política exterior de Aznar puso a Rodríguez Zapatero en el poder (2004-2011), y éste reprodujo el discurso dúplice de sus antecesores socialdemócratas. La economía había de seguir los esquemas dictados por Europa, y esto al socia(neolibera)lismo no le ocasionaba problemas (esta política económica, casi simultáneamente, comenzó a mostrar su rostro trasnacional más descarnado con la paramilitarización garante del extractivismo y del blanqueo de capital que, en Latinoamérica, promovía por ejemplo Felipe Calderón), pero había que urdir la disconformidad que legitimase su discurso ‘progresista’. A la zaga de esto, hubo muchos avances sociales y políticos, no cabe duda. Los ‘casos’ vasco y catalán parecían interesarle de manera particular.

En el contexto vasco, propuestas y movimientos arriesgados mediante, se alcanzó la paz (aunque muy mal digerida por la narrativa estatal que continúa hablando de una ‘derrota policial’). En el contexto catalán se tomó provecho de que, despreciando al aliado natural que había tenido en el nacionalismo burgués moderado por haber pactado con el aznarismo, la socialdemocracia catalanista había conseguido montar un gobierno alternativo (2003 — integrado por los ‘obreristas’ del Partido de los Socialistas de Cataluña, Iniciativa per Catalunya Verds y la pequeño burguesa Esquerra Republicana de Catalunya—, y llevó con éxito al parlamento de Madrid la aprobación de un Estatuto de Autonomía que, aunque sufrió modificaciones, le arrogaba a la Comunidad Catalana reconocimientos históricos y el ejercicio de más competencias de autogobierno (2006). Su impugnación, por parte del Partido Popular (recurso de inconstitucionalidad: 2006) primero y, en última instancia, la recusación de sus partes torales por un Tribunal Constitucional plagado de resabios franquistas (sentencia: 2010) fueron el pistoletazo de salida para un soberanismo catalán que se sentiría más y más agraviado.

Este lugar de enunciación habla de una historicidad herida porque lo que parecía hibernar durante treinta años de consensos y políticas descafeinadas se puso otra vez sobre la mesa, el pueblo catalán calibraba una ofensa en lo más íntimo de su ser y empezaba a leer con enfática virulencia, en una ilación de causas y efectos, las humillaciones que había sufrido su cultura en el pasado, remontándose a su sumisión a Castilla a la hora de vertebrar la hispanidad (un singular ‘Memorial de Agravios’ remozado): contra su lengua, contra sus fueros, contra la autonomía lograda en el transcurso de la Segunda República y de la Guerra Civil, con las prohibiciones del franquismo.

Cuando la crisis abatió los centros financieros del Norte Global (y, por supuesto, destrozó el Sur Global: pensemos en México durante el calderonismo), el conservador Mariano Rajoy, del Partido Popular, llegó al poder con su binomio político-económico de austeridad y corrupción (2011-2018). Le endilgó al ya ‘problema’ catalán el ninguneo que cabía esperarse, apoyado por una Europa obstinada en salvaguardar su inscripción privilegiada en el mundo globalizado: y, por supuesto, el conflicto se recrudeció.

La historia que sigue ya la conocemos. Agotadas y entorpecidas las vías legales, el soberanismo catalán propuso un referéndum ‘ilegal’ (2017). La aplicación del art. 155 constitucional que, ambiguamente, habla del interés general de España sobre el de las Comunidades Autónomas, se llevó a cabo reproduciendo imágenes que, acabado el franquismo, quien esto escribe creía que no se iban a volver a contemplar en Cataluña. La esperanza de que la socialdemocracia hubiese buscado otras vías se esfumó cuando ésta regresó al gobierno con Pedro Sánchez (2018-), y este presidente, el pasado octubre, ante las protestas populares por las desproporcionadas condenas contra los imputados por su participación en el proceso soberanista catalán, recetó el mismo tratamiento.

En ocasiones las rebeliones vienen de oscuros territorios del afecto, del pasado reprimido, de la reconstrucción de un agravio más que de las condiciones económico-materiales inmediatas. Cataluña lo demuestra: hay una posibilidad de que los lazos que la unían a España queden rotos para siempre. Ojalá que las aspiraciones republicanas de esta ruptura, que muchos traemos troqueladas en el ADN, no sirvan sólo para mirar a Europa, sino para generar esfuerzos práxicos y mediaciones teóricas que señalen con dedo acusatorio al capital europeo y a los nexos tenebrosos que lo vinculan a asesinatos como el de Samir Flores en Morelos.