Es difícil tener héroes cuando se es adulto. Quizás sea incluso desaconsejable. A diferencia de lo que pasa cuando somos niños, en la edad adulta nos confrontamos con la humanidad de nuestros padres, maestros y, en general, de todo aquel que nos inspira. Esa humanidad entraña reconocer su falibilidad, su limitación y su imperfección; entraña descubrir y asumir que nadie puede fungir como brújula moral de nadie más. Empero, descubrir dicha humanidad implica también valorar ese esfuerzo tenaz por intentar hacer lo correcto incluso cuando no hay garantías y claridades que nos aseguren que todo irá bien y que no nos estamos equivocando. 

Así pues, tener héroes cuando se es adulto es complicado. Es entregarse a la posibilidad de un corazón roto o, de menos, aceptar que a quien admiramos es finalmente otro ser humano. Digo todo esto porque hoy millones de biólogos de todas las edades hemos perdido a un héroe, a un hombre profundamente humano que tuvo la gentileza de jamás rompernos el corazón. Hablo desde luego de Richard Lewontin. Héroe no sólo mío sino de mis maestros, héroe también de mis alumnos y de tantos buenos amigos.

Muy seguramente muchos lectores no saben quién es –quién fue– Richard Lewontin. Se sorprenderán si les digo que probablemente fue uno de los cinco biólogos más importantes de los últimos 50 años y, si no es esto un exceso de entusiasmo melancólico, quizás el más importante biólogo que haya conocido mi generación. Pocos premios Nobel dejan un legado como el suyo. Su impronta está presente en esos laboratorios llenos de moscas –hablo de la Drosophila, no vayan a creer que de la higiene de estos espacios–, en los pasillos del CONACyT, en las granjas agroecológicas, en los pizarrones de los biomatemáticos, en los sillones desgastados de los filósofos y en las interminables asambleas de los movimientos estudiantiles. De ese tamaño es su herencia. 

Lewontin, como solemos llamarle, murió este cuatro de julio de 2021 a la edad de 92 años. Según dicen, murió tres días después del fallecimiento de su esposa. Fue alumno de Theodosius Dobzhansky y, como su maestro, fue también un gran genetista aunque sus méritos no se circunscriben a esta disciplina; si el primero afirmó que “nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución”, el segundo tuvo a bien enseñarnos la importancia tanto de las humanidades como de las matemáticas si en verdad queremos hacer biología de la buena. De todo lo que cabría mencionar, yo quiero concentrarme en su papel como un gran intermediario entre las ciencias y la filosofía; Lewontin fue, junto con su colega Richard Levins, el gran impulsor y arquitecto de lo que hoy llamamos biología dialéctica. 

Para quién se pregunté exactamente qué es eso, le recomiendo la lectura de los libros El biólogo dialéctico y Biology Under the Influence. Para quien sospeche que nada serio puede tener esos títulos, vale la pena contar la siguiente anécdota: hace unos años una colega le recomendó a un alumno el leer a Lewontin y le explicó que este autor hacía una lectura muy crítica de la noción de raza y, en general, de la idea misma de naturaleza humana. Esta colega le explicó que Lewontin era quizás el único genetista que se tomaba en serio a Hegel. El alumno sospechó de este “rojillo” –así lo llamó– pues le parecía que nadie serio podía creer que la genética de poblaciones tenía algo que ver con el materialismo dialéctico. Fue pues este alumno a comentarle lo que entonces le parecía una anécdota curiosa a quien era su maestro de genética. Cuando se enteró de que el libro de texto de la materia había sido escrito por “el rojillo” y que el maestro en cuestión consideraba a Lewontin el más grande genetista de poblaciones de la historia, su percepción se modificó radicalmente. Fue entonces este alumno a contarle a mi colega su sorpresa por descubrir la importancia histórica de este curioso personaje del cual, a la postre, se volvió fan.

Más allá de la anécdota, no es trivial explicar en qué consisten las contribuciones filosóficas de este autor. Podría quizás comenzar por mi encuentro personal con su pensamiento. Como muchos estudiantes de biología alrededor del mundo, yo me topé por primera vez con el trabajo de Richard Lewontin cuando leí el famosísimo ensayo que este autor escribió en colaboración con Stephen J. Gould y que en español se intitula Las enjutas de San Marcos y el Paradigma Panglossiano: una crítica al programa adaptacionista. No es exagerado decir que aquel texto hizo época y que de hecho contribuyó a reorganizar todo el esquema de pensamiento de generaciones de biólogos que gracias a esto fueron mucho más cautos en su manera de explicar la enorme complejidad que caracteriza a los seres vivos. Siendo mexicana, no puedo olvidar su poderosa crítica a aquellas explicaciones biologicistas de los sacrificios llevados a cabo por los mexicas y que en su tiempo fueron explicados como el producto de un déficit de proteínas. Lewontin nos enseñó a sospechar de toda explicación así y gracias a él una buena parte de los biólogos se volvieron muy escépticos no sólo del adaptacionismo sino en general de las apuestas biologicistas que trivializan la complejidad de lo social.

En ese sentido, su legado fue abrir la puerta a explicaciones que dejaron de lado la lectura funcionalista de los seres vivos en la cual estos últimos parecían una creación de aquel relojero ciego llamado selección natural que en su momento vino a desplazar a ese gran diseñador llamado Dios. La confección de historias que daban cuenta de la razón de ser de las partes de un organismo apelando a alguna supuesta utilidad se había vuelto un vicio que no sólo carecía de rigor empírico sino de la creatividad suficiente para anticipar explicaciones alternativas que no convirtieran a los organismos en diseños óptimos. Gould y Lewontin le abrieron la puerta a las explicaciones estructurales que hoy la biología evolutiva del desarrollo toma como hecho cotidiano.

Pero también, con ese mismo acto, hicieron posibles posturas mucho más complejas que no reducen la conducta humana a un mero epifenómeno de la historia evolutiva de nuestros genes. Muchos jamás le perdonaron su ataque a la sociobiología aunque muchos más celebran que gracias a esto hoy en día todos los modelos de evolución cultural tienen como norma el evitar una lectura reduccionista de la conducta humana. 

Tanto en uno como en otro caso la noción hegeliano-marxista de reificación parece haber jugado un papel importante. Entendiéndola como “el olvido histórico de un proceso de abstracción”, Lewontin movilizó a este concepto para hacernos ver que los organismos no pueden leerse como si inherentemente estuvieran organizados de tal o cual forma. Lo que predicamos de estos tiene historia y olvidar la historia es peligroso pues implica olvidar las decisiones que han llevado a construir un recuento específico de la naturaleza. Desmontar estas reificaciones es parte del trabajo de una biología dialéctica que nos recuerda, como dice el filósofo Rasmus Winther, que los mapas no deben confundirse con el mundo, que las abstracciones no deben tomarse por los fenómenos.

Esto, sin embargo, es uno de los muchos aspectos que Lewontin elaboró a lo largo de su carrera. Pueden mencionarse también sus importantes contribuciones a la genética y filosofía de la raza o a la forma de concebir la relación organismo-ambiente. En ambos casos el primer movimiento de la crítica que este autor llevó a cabo consistió justamente en exhibir el carácter reificado de un modelo o de una descripción. Quien quiere pensar que las razas nombran una realidad biológica ignora la historia de su construcción e ignora también la historia evolutiva de Homo sapiens. A este autor le debemos algunos de los más importantes textos que mostraron que la varianza genética al interior de las supuestas razas humanas es tan grande y se traslapa tanto entre sí, que claramente resulta imposible validar la distinción entre negros, blancos y amarillos apelando a la genética. 

De igual manera, su lectura dialéctica entre el organismo y su entorno echó abajo esta idea de que el ambiente es estable y simplemente selecciona a un abanico de organismos que exhiben variación. Fue gracias a sus ideas de clara inspiración marxista el que hoy en día tenemos disciplinas como la ecología evolutiva del desarrollo, la Teoría de los Sistemas en Desarrollo y la Teoría de Construcción de Nicho. En cada una de estas apuestas el organismo es un elemento activo en la construcción de un entorno que, a la postre, tendrá efectos evolutivos sobre su propio linaje. 

Si esto no bastara, hagamos mención de la importancia que tuvo su amistad con Richard Levins. A este par les debemos algunas de las críticas más agudas a la agricultura industrial típicamente asociada a los monocultivos. A ellos también les debemos no solamente algunas ideas seminales que hoy retoman los eco-marxismos sino una apuesta radical por imaginar una ciencia más humana, es decir, una ciencia que si bien es falible, puede también aspirar a contribuir a mejorar el mundo a sabiendas de que no hay garantías de que lo que hacemos nos llevará a buen puerto. 

Sea pues ese el legado de Richard Lewontin.