¿Hacia una nueva era de derechos?
Nuevo ciclo progresista y migraciones en América Latina

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María del Carmen Villarreal Villamar

Universidade Federal Rural do Rio de Janeiro (UFRRJ)
Universidade Federal do Estado do Rio de Janeiro (UNIRIO)

Con la victoria de Lula da Silva, en octubre de 2022, el año finalizó haciendo realidad lo que diversos medios de comunicación y analistas denominan como nuevo giro a la izquierda, nueva ola rosada o segundo ciclo progresista latinoamericano. En efecto, la victoria de Lula se sumó al reciente triunfo de Gabriel Boric (Chile) y Gustavo Petro (Colombia) —por citar sólo dos ejemplos—, permitiendo que la mayor parte de los países de la región sean hoy gobernados por partidos y movimientos de izquierda o autodenominados como tal. En un mapa plural conformado por democracias y autoritarismos electorales, esta nueva realidad modificó el giro del péndulo político hacia la derecha que había iniciado en 2015, con la sucesiva llegada al poder de políticos como Mauricio Macri (Argentina), Jair Bolsonaro (Brasil) y Guillermo Lasso (Ecuador).

El 2022 cerró también siendo un año récord para las migraciones en América Latina. Dos ejemplos ilustrativos son el volumen de la migración venezolana, que superó los siete millones de personas en diciembre de 2022, y las casi 250 mil personas que cruzaron la selva o Tapón del Darién —ubicada en la frontera colombo-panameña y considerada una de las rutas más peligrosas del mundo—, en dirección hacia Estados Unidos. En una región cuya formación histórica ha sido determinada por las migraciones internacionales y que hoy es territorio de importantes desplazamientos humanos, el nuevo escenario político no puede permanecer ajeno a esta realidad. Antes de que pase la nueva ola progresista, es esencial discutir algunos de sus retos y oportunidades en materia migratoria. Para ello, a continuación, serán descritos los principales avances y limitaciones que caracterizaron a la primera ola rosada, buscando extraer algunos aprendizajes.

En líneas generales, el primer ciclo progresista fue resultado de la acción y movilización de los movimientos sociales latinoamericanos antineoliberales (Svampa, 2016). Empezó formalmente con la victoria de Hugo Chávez en 1999 e incluyó países como Brasil, Argentina, Bolivia, Uruguay, Paraguay, Ecuador y El Salvador, dando lugar a múltiples experiencias con diversos niveles de radicalidad. Sus principales características fueron los intentos de romper con las premisas centrales del Consenso de Washington y recuperar capacidades estatales, implementando procesos neodesarrollistas, además de generar espacios de autonomía y promover organizaciones y procesos de integración regional como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).

Variando en sus políticas y posiciones, estos procesos permitieron importantes cambios, pero no estuvieron exentos de críticas. Por un lado, fueron capaces de generar una mejor división del ingreso, implementando diversas políticas sociales y programas de combate a la pobreza y las desigualdades; a la vez que expandieron los horizontes políticos e hicieron posible experimentaciones y redefiniciones sobre lo que entendemos por conceptos como Estado, desarrollo y participación política. Sin embargo, en diversos casos, hubo una amplia concentración del poder político, mientras que el crecimiento económico del ciclo progresista estuvo basado en la profundización del capitalismo extractivista/financiero y en la reprimarización exportadora, sin cambios sustanciales en la matriz productiva y con un importante aumento de la conflictividad socioambiental (Svampa, 2016).

Con todo, la convergencia ideológica del primer ciclo progresista favoreció la cooperación entre países en esferas no tradicionales como la movilidad humana. Esto, sumado a factores como el activismo de la sociedad civil, las luchas migrantes y la emergencia de narrativas favorables a las personas migrantes y refugiadas, permitió la actualización de diversas legislaciones migratorias; la promoción de procesos de regularización; y la puesta en marcha de políticas y leyes comunes para remover los obstáculos a la movilidad y facilitar la circulación de personas (Villarreal, 2018). Asimismo, se registraron algunos cambios positivos en materia de refugio, apatridia, tránsito, trata y tráfico de personas; al igual que en el reconocimiento de la condición de países de emigración por parte de diversos Estados, y en la construcción de políticas públicas para promover y garantizar de forma gradual los derechos de las personas migrantes.

Entre los principales avances destacan la creación de una legislación progresista en materia migratoria, el Acuerdo de Residencia Mercosur, los proyectos de ciudadanía regional impulsados por este bloque y por procesos como la Unasur, la creación de políticas a favor de los emigrantes y el impulso de las relaciones Estado-diáspora. Tales medidas ubicaron a la región y, especialmente a América del Sur, en la vanguardia de legislaciones liberales y basadas en un enfoque de derechos humanos (Acosta, 2018).

No obstante, más allá de las dificultades de implementación, se registraron importantes diferencias entre discursos y prácticas: hubo, por ejemplo, un déficit en el tratamiento de la migración extrarregional, y no se eliminaron graves problemas como el sustrato securitista de las legislaciones migratorias latinoamericanas, la xenofobia y las múltiples formas de discriminación contra las personas migrantes y refugiadas. Tampoco se impidió que se configuraran políticas de control con rostro humano (Domenech, 2013) y que procesos como las expulsiones, las deportaciones y la criminalización de la migración se convirtieran en una realidad creciente en la región. Hubo también un giro antiinmigrante en diversos países, lo que provocó una mayor securitización de la movilidad humana, especialmente frente a la migración irregularizada en tránsito de carácter intra- y extrarregional. Además, el fracaso de algunos proyectos y su deriva autoritaria provocaron dos de los mayores éxodos latinoamericanos: el venezolano y el nicaragüense.

Frente a esta situación, el actual ciclo progresista puede —y debe, agregaríamos— hacer la diferencia, desarrollando un modelo incremental de derechos que abandone la lógica de “los nuestros primero” y asegure dignidad y oportunidades para todos. Es fundamental dejar atrás la retórica antiinmigración, combatir la xenofobia y todas las formas de discriminación. En otros términos, hay que cambiar las narrativas sobre la migración y dejar de ver a las personas migrantes y refugiadas como chivos expiatorios, como carga o como amenaza, promoviendo su plena inclusión e integración social, económica y política. Para ello, es primordial contrarrestar los mitos y la amplia desinformación que existe sobre movilidad humana con datos, investigación científica y campañas de comunicación basadas en una perspectiva de derechos humanos.

Las personas, en su calidad de seres humanos, tienen que ser el centro de las políticas migratorias y de los procesos de cooperación y gestión sobre movilidad humana a corto, medio y largo plazo. En este contexto, es necesario reforzar la solidaridad y la ayuda humanitaria, mientras que la irregularidad migratoria, aún predominante en nuestra región, no tiene razón de ser si partimos de la premisa de que ningún ser humano es ilegal. Con voluntad política, en América Latina pueden ser promovidos procesos de amnistía y regularización migratoria. Es menester también transformar y actualizar las instituciones y los marcos jurídicos todavía basados en una lógica de seguridad que limitan los derechos civiles, políticos, sociales y económicos de las personas migrantes. En sintonía con los principios democráticos, el derecho al voto y la participación política plena deberían ser la norma, así como el acceso a la nacionalidad.

Con el fin de ofrecer respuestas adecuadas, las leyes y políticas de migración deberían considerar los riesgos y efectos diferenciados de la movilidad humana sobre las personas en situación irregular, refugiados, apátridas, mujeres, niños y adolescentes, pueblos indígenas, personas LGTBIQ+, personas que viven con VIH o necesidades médicas, etcétera. A este respecto, más allá de adoptar un enfoque de género e interseccional que considere factores como la etnia y la clase social, es imperativo ofrecer una atención especializada y una protección adecuada para migrantes en situación de mayor vulnerabilidad como los niños y adolescentes migrantes no acompañados o separados. En un contexto de creciente inseguridad, criminalización y violencia, es también necesario garantizar la seguridad y brindar una adecuada protección a los protectores de derechos humanos que abogan por los migrantes.

A su vez, partiendo del hecho de que América Latina y el Caribe se caracterizan por su triple condición de área de tránsito, origen y destino de migrantes, es fundamental ofrecer respuestas adecuadas para todos estos fenómenos, en sintonía con las leyes nacionales, acuerdos regionales y tratados internacionales en materia de derechos humanos, y derogar todas las medidas que violan las obligaciones internacionales y que son contrarias a los derechos y a la dignidad de las personas migrantes. Las desapariciones, torturas y muertes de migrantes tienen que quedar en el pasado. Para ello, hay que frenar las políticas de externalización de fronteras y garantizar la instalación de corredores humanitarios, mientras que las propuestas de libre movilidad y ciudadanía regional, formuladas en el marco de bloques como el Mercosur o la Unasur, al ser fundamentales, merecen ser retomadas y ampliadas para incluir a toda la región. Vale la pena fortalecer también los procesos consultivos regionales sobre migración, como la Conferencia Suramericana de Migraciones (CSM) y la Conferencia Regional sobre Migración o Proceso de Puebla, para que coordinen políticas y promuevan la cooperación sobre migración entre sus miembros a partir de un enfoque de derechos humanos.

Asimismo, la creación de políticas para los emigrantes y retornados y la participación de los países latinoamericanos en procesos de cooperación internacional y gobernanza —que incluyen acuerdos como el Pacto Global para la migración— merecen ser promovidas, pero no de manera acrítica, sino de forma innovadora, para que se discuta la migración como un derecho humano y las alternativas a los actuales procesos de gestión migratoria como la libre movilidad. Además, si asumimos que la gobernanza de la movilidad humana es inalcanzable —como sostienen algunos autores—, puesto que la migración es al mismo tiempo un acto político y un fenómeno ingobernable, podríamos comenzar a promover formas de convivencia y respuestas a la migración que trasciendan las lógicas y los intereses de los Estados nacionales (Álvarez, 2022).

Es necesario también hacer un llamado a la coherencia por parte de los países latinoamericanos, puesto que no se pueden defender los derechos de los nacionales fuera del país y criticar las políticas migratorias de los Estados del norte si no se respetan de forma plena los derechos de las personas migrantes y refugiadas en el propio territorio. Además, ante los retos del fenómeno migratorio, es esencial diseñar políticas públicas y respuestas integrales que partan de la participación social, del diálogo y del trabajo conjunto con la sociedad civil, los gobiernos locales, la academia, el sector privado y todos los actores involucrados. En este proceso, las personas migrantes y refugiadas tienen que ser protagonistas, a partir del reconocimiento de sus derechos como ciudadanos de facto y de sus múltiples aportaciones a las sociedades.

Por otro lado, el desplazamiento interno y las migraciones por causas ambientales y climáticas no pueden ser más soslayados y merecen respuestas integrales que incluyan la creación de legislaciones internas específicas, al igual que la discusión y revisión de la Declaración de Cartagena, amparada por un enfoque de protección de los refugiados centrado en los derechos humanos. El tratamiento de fenómenos como la trata y el tráfico de personas tiene también que ser actualizado para dejar de estar regido por una óptica securitaria y criminalizadora.

En definitiva, dentro y fuera de la región, la migración debería ser una opción y no la única alternativa para sobrevivir o para tener una vida digna. Mientras luchan por hacer realidad este objetivo —mediante transformaciones económicas, políticas y sociales que permitan la construcción de una región y de un mundo más justos—, los actuales gobiernos progresistas democráticos (en los que se incluyen países fundamentales para la migración como México, Colombia y Brasil) tienen la oportunidad de crear una nueva era de derechos que transforme a América Latina en un modelo para el mundo en materia migratoria. Si la izquierda, como nos recuerda Bobbio (1995), se identifica sobre todo con la igualdad y busca promover la reducción de las desigualdades sociales y contrarrestar los efectos nocivos de las desigualdades naturales entre las personas, ésta no debería ser sólo una opción, sino un deber.


Referencias

Acosta, D. (2018). The National Versus the Foreigner in South America: 200 Years of Migration and Citizenship Law. Cambridge University Press.

Álvarez, S. (2022). “An Unattainable Quest: Migration Governance, A Reflection from the Americas”. Quarterly magazine. Centre for Global Cooperation.

Bobbio, N. (1995). Derecha e izquierda: Razones y significados de una distinción política. Madrid: Taurus.

Domenech, E. (2013). “‘Las migraciones son como el agua’: Hacia la instauración de políticas de ‘control con rostro humano’. La gobernabilidad migratoria en la Argentina”. Polis, 12(35), pp. 119-142.

Svampa. M. (2016). “Un balance del ciclo progresista en América Latina”. Revista de Sociología, (26), pp. 31-45.

Villarreal, M. (2018). “Regionalismos e Migrações Internacionais na América do Sul: Contexto e Perspectivas Futuras sobre as Experiências na Comunidade Andina, no Mercosul e na Unasul”. Espaço Aberto, 8(2), pp. 131-148.

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