Pakistán está en medio de una emergencia económica. La creciente crisis de la balanza de pagos y los crecientes pasivos externos (principalmente la deuda externa) han paralizado su estabilidad financiera. En las elecciones del año pasado (julio de 2018), Imran Khan, jugador de críquet vuelto político, se convirtió en el primer ministro del país. Si bien la oposición dice que la elección fue manipulada en beneficio de Khan por el poderoso establishment militar del país, lo cierto es que había un apoyo genuino a su “Movimiento por la justicia” por sus pretensiones de sacar a Pakistán del gigante del Fondo Monetario Internacional (FMI).
Sin embargo, la economía colapsó poco después de que Khan tomara el poder. Los costos de los productos básicos —incluidos los alimentos, la electricidad y el combustible— se elevaron exponencialmente, mientras que la actividad industrial se desaceleró de manera considerable, marcando así el comienzo de una era de desempleo sin precedentes. El gobierno buscó desesperadamente rescates de distintas fuentes —entre ellos, Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos y China— para cubrir los flagrantes huecos en la balanza de pagos y en la reserva de divisas extranjeras del país. Estos intentos resultaron ser vanos, y en abril de 2019 el gobierno firmó un paquete de rescate de 6 mil millones de dólares del temido FMI, a pesar de las duras condiciones adjuntas.
Como resultado de los Programas de Ajuste Estructurales requeridos por el FMI, el gobierno impuso al pueblo una austeridad sin precedentes. El presupuesto de la educación superior se redujo drásticamente de 45 mil millones a 30 mil millones de rupias pakistaníes, mientras que el sector público de salud se está entregando a la “administración privada” bajo la ley draconiana conocida como el Acto MTI (Medical Teaching Institutions). Más aún, los precios de productos de alimentación básicos han incrementado de un 48 a 450% en lo que va del año, llevando a Pakistán al borde de la inseguridad alimentaria. La situación se ve agravada por el creciente desempleo, ya que las grandes industrias han retirado dinero de sus empresas, debido a la incertidumbre económica y política que marca el presente.
Pakistán ha sido testigo de un increíble revés bajo el gobierno de Imran Khan. Un hombre que afirmaba representar la voluntad de hierro de la gente común ha sucumbido espectacularmente a la lógica de las finanzas globales. Hoy, pasó de ser un autoproclamado revolucionario a ser un despiadado administrador de una de las formas de austeridad más dolorosas impuestas al pueblo. Su capitulación solo ha confirmado el cinismo que caracteriza a la era neoliberal, y su fracaso fue equiparado por «expertos» como una prueba más de la invencibilidad del capitalismo.
Este fracaso y la consecuente austeridad son el resultado del intento de la élite gobernante de solucionar las cosas desde la cima sin desafiar los fundamentos subyacentes de la sociedad o involucrar a las masas en la participación democrática de los asuntos económicos o políticos. Antonio Gramsci llamó acertadamente a esto una «revolución pasiva», en la cual las élites intentan solucionar los problemas de la hegemonía sin invitar a la participación activa del público. Khan estaba obligado a tomar esta ruta ya que había convertido a su partido de la clase media en una organización dominada por las élites parasitarias feudales e industriales del país. Más preocupante aún, Khan fue visto ampliamente como un patrocinador del ejército, que toma más del 35% del presupuesto del país y tiene un gran imperio financiero propio.
Por lo tanto, es imposible romper el círculo vicioso de bancarrota-préstamos-austeridad a menos que se reconozca la base sistémica de la crisis. Sin cuestionar el poder de los actores que se benefician del sistema actual, los préstamos desempeñan un papel menor aparte de afianzar aún más el mismo sistema de explotación que lleva a la sociedad al borde del colapso cada pocos años. En otras palabras, el neoliberalismo debe ser confrontado tanto en su práctica como en su orientación ideológica si queremos construir una alternativa viable y a favor de la gente.
La historia de incorporación de Pakistán al capitalismo neoliberal fue sobredeterminada por su propia trayectoria histórica, así como por la cambiante situación geoestratégica en la región. Comenzó con el movimiento contra el gobierno socialista de Zulfiqar Ali Bhutto en 1977. Bhutto fue catapultado al poder por un movimiento popular de trabajadores, campesinos y estudiantes enfrentados a la dictadura militar del general Ayub Khan a finales de la década de 1960. Su gobierno atacó a las poderosas élites industriales al nacionalizar grandes sectores de la economía e introducir medidas de bienestar para sectores públicos. Sin embargo, no pudo llevar a cabo reformas agrarias significativas (muchos terratenientes feudales se unieron a su partido), mientras que también fracasó en apoyar las iniciativas independientes de los trabajadores, recurriendo con frecuencia a la violencia para frenar las protestas de los trabajadores que cruzaron las líneas ordenadas por el Estado.
El gobierno terminó recurriendo a una estrategia de acumulación capitalista estatal carente de iniciativa popular. Desafortunadamente, la década de 1970 también fue testigo de una crisis de las políticas neokeynesianas que resultó en escasez y desaceleración económica. El momento fue aprovechado por la derecha del país, con huelgas y manifestaciones que resultaron en el golpe militar de julio de 1977, dirigido por el general Zia-ul-Haq. Bhutto fue arrestado y luego ahorcado, mientras que toda oposición a la junta militar fue aplastada sin piedad.
El general Zia (a menudo comparado con Pinochet) recibió el respaldo del «Mundo Libre» mientras perseguía una agenda reaccionaria. La Unión Soviética había intervenido en Afganistán, y Estados Unidos necesitaba un Estado confiable para combatir su guerra de poder contra el gobierno comunista en Kabul. Zia ofreció sus servicios y convirtió a Pakistán en un teatro de la yihad islámica contra el mundo infiel, una yihad que fue irónicamente financiada y ejecutada por la CIA.
Esta fue también la era del Consenso de Washington, cuando los exponentes del libre mercado comenzaron a promover agresivamente su agenda para luchar contra la crisis de la deuda global. Como parte del campo occidental, Pakistán se incorporó al sistema neoliberal cuando firmó un acuerdo con el FMI en 1982, que implicaba reformas estructurales en la economía. Además de privatizar las industrias nacionalizadas por Bhutto, el gobierno también buscó la desregulación del sector bancario. Una consecuencia de este movimiento ha sido el surgimiento de una economía especulativa, ya que ahora menos del 10% de los préstamos bancarios se otorgan a inversiones productivas en el sector industrial o agrícola. En los años setenta, la cifra asignada a estos dos sectores era del 90%.
Además, el gobierno recurrió al disciplinamiento del ámbito laboral al prohibir los sindicatos, incluidos los de estudiantes. Además, la yihad contra la Unión Soviética amplificó la retórica anticomunista en el país y empujó a Pakistán y la región entera a un perpetuo estado de guerra. Esto último nos revela la especificidad del neoliberalismo en Pakistán, marcada por la consolidación del poder militar, la militarización de todos los aspectos de la vida, incluidos los barrios, las universidades y las fábricas, y la posibilidad de eliminar a la disidencia recurriendo al argumento de la seguridad nacional, cargo que se lanza a capricho contra oponentes, a menudo con consecuencias mortales.
Para compensar la pérdida de certeza y estabilidad en un mundo neoliberal y caótico, el islam político ha desempeñado un papel de pacificación de las masas al proporcionarles una ilusión de pertenencia. Ésta intersección de gobierno militar, religión y economía ha proporcionado el trasfondo para el asalto neoliberal contra el tejido social de nuestra sociedad. La “Guerra contra el terror”, que comenzó en 2001, convirtió una vez más a Pakistán en un teatro central para las aventuras militares estadounidenses, un episodio que exacerbó aún más la militarización de la sociedad.
Desde el 2004, la guerra contra el terror ha perseguido a las poblaciones de civiles del país, ya que ha sido utilizada por los militares para sus intereses geoestratégicos y financieros. Por ejemplo, Balochistán, una provincia rica en minerales, ha visto una operación militar perpetua desde el 2006, justificada en nombre de la seguridad nacional contra los presuntos separatistas. Miles de personas han muerto y cientos han desaparecido. De manera similar, la región de FATA que bordea Afganistán ha presenciado numerosas operaciones militares y ataques dirigidos por drones, afianzando una guerra económica con miles de personas desplazadas. Las leyes draconianas antiterror también han sido usadas contra un movimiento de granjeros en el distrito de Okara, contra los trabajadores de la industria textil en la ciudad de Faisalabad y contra el activista socialista Baba Jan, quien permanece encarcelado por plantear exigencias de justicia social.
El colapso económico y las operaciones militares han creado un permanente estado de emergencia. Hoy, más de 135 000 pakistaníes están muriendo por la contaminación ambiental mientras que 40% de las muertes son causadas por enfermedades transmitidas por el agua. No sólo son las condiciones de producción, sino también el entramado de la reproducción de vida está bajo ataque. Y la respuesta del gobierno es imponer más austeridad, privatización, y para aquellos que resisten siempre está abierta la opción de las operaciones militares. Parafraseando a Giorgio Agamben, el Estado sólo puede pensar en manejar los efectos de la crisis en lugar de atender sus causas, abandonando a grandes sectores de la población a formas militarizadas de control social.
El aspecto positivo de nuestra era es la creciente movilización de grandes hileras de personas en todo el mundo contra este sistema en descomposición. Pakistán no puede permanecer inmune a esta ola de ira y ya ha sido testigo de movimientos que nos dan un rayo de esperanza para el futuro. La naturaleza militarizada del neoliberalismo ha significado que la primera ronda de resistencia ha venido de los “niños de la guerra” en la región de Balochistan y FATA.
En específico, el Pashtun Tahaffuz Movement (Movimiento de Seguridad Pastún) se convirtió en una campaña masiva por los derechos civiles en las regiones devastadas por la guerra, exigiendo el regreso de las personas desaparecidas y la rendición de cuentas de los oficiales militares involucrados en excesos contra las poblaciones. El movimiento se censuró en los medios y se enfrentó a la represión del gobierno. Sin embargo, el apoyo continúa creciendo, con personas de diferentes partes del país uniéndose para reclamar el derecho a la vida en una era de violencia estatal caprichosa y generalizada.
Del mismo modo, los médicos han comenzado una campaña de contacto masivo contra el plan de privatizar los hospitales. Muchos han sido despedidos de sus trabajos, pero el movimiento sigue atrayendo a trabajadores de la salud, enfermeras y un número creciente de activistas ambientales que se les ha unido. Las universidades también se han convertido en sitios importantes de resistencia contra los recortes presupuestales con algunas protestas pequeñas que han estallado en los campus contra la corrupción administrativa y los aumentos de tarifas. Los grupos estudiantiles anunciaron una marcha nacional el 29 de noviembre para recobrar las uniones de estudiantes y solicitaron a grupos internacionales que se solidaricen con su campaña.
Todavía estamos en un periodo que Gramsci alguna vez denominó “interregno”, en el cual es claro que el viejo mundo ha perdido su vitalidad y todavía estamos en la búsqueda de una hipótesis adecuada para nuestros tiempo. Con el lento desvanecimiento de la tesis del fin de la historia, debemos buscar crear un nuevo horizonte para medir nuestras propias acciones en el presente. Es la ausencia de este horizonte lo que ha paralizado los movimientos políticos de nuestros tiempos. Y es nuestra labor colectiva, de Chile a Pakistán, crear una hipótesis nueva que nos pueda reorientar hacia la construcción de un mundo más nuevo y mejor a partir de las ruinas de nuestro presente en deuda.