Este es un texto sobre lavar los trastes (aunque al principio no lo parezca y me tarde en llegar al tema)

Anaïs Abreu D'Argence

Las etimologías tienen un poder seductor. Borges incluyó, entre su breve lista de “Los justos”, a “el que descubre con placer una etimología”, y es fácil entender por qué: las etimologías son a menudo una forma de la revelación, como si conocerlas nos diera la llave a los secretos del idioma. Una etimología, sin embargo, no es la verdad. Cuando yo aprendí la palabra “verso”, entendí que se refería a cada una de las líneas de un poema, y que un poema era eso: un texto que no fluía de corrido, como la prosa, sino que tenía cesuras, espacios en blanco, los cuales alteraban su percepción, sobre todo sonora. No vi nunca, en “verso”, su etimología: cada uno de los surcos en un campo labrado. Cuando aprendí la palabra “texto”, no sabía que, en su origen, derivó de “tejido”. Lo que descubrimos tantas veces detrás de una etimología es, de hecho, una metáfora que sirvió para describir una realidad, desde entonces designada por ese nombre. En cierto sentido, el nombre —la metáfora— es la invención misma de esa realidad, o al menos cristaliza una manera de verla, y es por supuesto válido acudir a esas metáforas para redescubrir la realidad misma. Pero si yo no conozco las metáforas generatrices detrás de las palabras, eso no quiere decir que no sepa lo que significan verdaderamente. Porque la verdad no es patrimonio de nadie, ni siquiera del idioma. Para cada hablante, el significado de cada palabra es común a otros, pero también es íntimo. En esa intimidad y en esa comunión se encierra, no la verdad, sino la visión de mundo que estructura nuestra mente —y que a menudo percibimos como la verdad sin que lo sea.

Acaso una de las metáforas etimológicas más notables sea la de “trabajo”. Viene de “tripallium”, un instrumento de tortura, consistente en tres palos a los que se amarraba a quien padecería el suplicio. El amarre, por la posición de los palos, infligía ya sufrimiento, pero además había golpes y quemaduras que lastimaban el cuerpo indefenso. En algún punto de la historia, la comunidad hablante del protoespañol vio allí una metáfora para describir esas acciones que realizamos a cambio de nuestra subsistencia —y también para describir cualquier cosa difícil de hacer o soportar, aunque ese significado esté casi en desuso. Etimológicamente, decir “trabajo forzado” suena a pleonasmo, pues no pareciera caber en esa palabra la libertad: nadie es menos libre que el torturado. En contraste, la frase “disfruto mucho de mi trabajo” no hubiera tenido ningún sentido para aquella comunidad que forjó la metáfora, a no ser que el emisor fuera un masoquista extremo o estuviera haciendo una broma oscura. Y sin embargo, quien hoy dice esa misma frase, lo dice con sinceridad: para él o para ella, el trabajo ha dejado de ser una tortura, y se ha vuelto una especie de gozo. La palabra “trabajo”, hoy alejada de su etimología, permite esa inversión de 360º con respecto a su significado original. Y eso, por supuesto, es parte natural del andar de una lengua. Tiene que ser así para que la lengua se mantenga viva.

En la Edad Media, cuando la palabra “trabajo” fue acuñada, existía una división social tajante que definía quiénes tenían que trabajar y quiénes no. Jorge Manrique lo describe, sucinto, en dos versos: “los que viven por sus manos / y los ricos”. Los ricos: la alta nobleza o quienes ostentaban ciertos cargos eclesiásticos, por ejemplo. La nobleza no vivía de sus manos: trabajar era absolutamente incompatible con su configuración como estamento. A ellos, a la nobleza, les tocaban otras tareas, relacionadas con las supuestas protección y estabilidad de la vida en comunidad. A cambio de ello, recibían el fruto del trabajo hecho por otras manos. No parece que fuera un intercambio justo, pero tenían la fuerza suficiente para imponerlo como la única realidad posible. Tristemente, esas divisiones sociales, aunque han mutado, no se han abolido. No lo digo solamente porque las familias reales inglesa o española sigan viviendo sin haber necesitado trabajar un solo día, sino porque aun en los países sin monarquías, aquellos versos manriquianos tienen todavía pleno sentido: la riqueza se acumula entre las manos de aquellos que no viven de su fuerza de trabajo.

En su origen, pues, el trabajo, esa forma peculiar de tortura, sólo era desempeñado por una clase social. Lo que hacían los demás era otra cosa, pero no tripalliare. Con la ampliación de su significado, esa misma palabra ha venido a representar cosas muy disímiles: lo que yo hago aquí, pulsando teclas, sobre este escritorio de madera; lo que hace el carpintero que fabricó el escritorio; lo que hace el transportista que trajo la madera a la ciudad; lo que hacen los hombres que, montados en máquinas, talan los árboles de donde se obtuvo la madera. “Individuos que producen en sociedad, o sea la producción de los individuos socialmente determinada: éste es naturalmente el punto de partida.” Así empieza la Introducción general a la crítica de la economía política, de Karl Marx: en todo lo que poseemos, hay detrás una cadena de trabajo. Se trata de una reacción contra la fantasía opuesta: la del individuo como fuerza aislada y en competencia con sus pares.

Yo elegí este trabajo, con libertad. Y lo disfruto. Incluye escribir, pero sobre todo leer. Incluye también ser parte de una comunidad académica y artística, de cuyas interacciones devienen otras aristas de mi trabajo: corregir, editar, comentar textos ajenos; dar clases; participar en equipos que elaboran productos culturales de distintas índoles (libros, contenido digital, corpus de investigación filológica). A veces mi trabajo es cansado o frustrante; es siempre demandante. Pero me resulta gozoso al fin y al cabo.

Defiendo que el trabajo intelectual, si bien gozoso para mí, es un trabajo, y que sus productos son de una importancia crucial —no aquellos que salen de mis manos, sino de las de mi comunidad en conjunto. Y sin embargo, las pasmosas diferencias que tiene con otros trabajos socialmente determinados, ejercidos por quienes no tuvieron los mismos niveles de libertad que yo para elegirlos, me llenan siempre de incomodidad. A veces, sí, me parece que nombrarlos con la misma palabra es una injusticia: yo no vivo mi trabajo como una tortura, pero soy consciente de que eso es un privilegio de clase —aunque no debería serlo.

Si Marx dedicó su vida a definir las implicaciones sociales del trabajo y su división en clases, otro pensador alemán y judío describió sus efectos en nuestra psique. Hablo del Freud de Más allá del principio del placer. El “principio del placer” es la natural inclinación humana al gozo, siempre reprimida, según el fundador del psicoanálisis, por el “principio de realidad”: la realidad nos obliga a posponer el placer para cumplir con otras obligaciones, el trabajo y los imperativos morales a la cabeza. Visto así, el trabajo es aquello que muchas veces preferiríamos no hacer, pero que hacemos porque nuestra vida depende de ello. Lo que resulta de ese choque entre el placer y la realidad es la neurosis. Todos somos seres neuróticos, en mayor o menor medida, pues todos sufrimos alguna versión de ese choque en nuestra cotidianidad. En cuanto al trabajo, a veces incluso el más gozoso se vuelve una monserga, porque el deseo nos mueve en otras direcciones. No obstante, las diferencias de clase, género y raza determinan socialmente qué tanto podemos entregarnos al placer y qué tanto de nuestra vida dedicamos a las demandas urgentes de la supervivencia. Hay sin embargo un efecto paradójico: entre más se ha disfrutado del placer, menos tolerancia se tiene hacia lo no placentero.

Anaïs Abreu D’Argence

Aquí llego, por fin, al tema de este texto: los trastes sucios. Hace no mucho, hablaba con un amigo, quien me decía cómo uno de los momentos más altos de su día era el dedicarse a esa labor jabonosa y grasienta. “Mis mejores ideas las he tenido lavando trastes”. Desconozco si lo ha pensado así, pero yo veo, detrás de sus palabras, una continuación de cierta mística que relaciona la libertad de la mente con la ocupación concentrada pero automática del cuerpo —una forma de meditación—. En todo caso, sus palabras se me quedaron bien grabadas en la memoria, por sus propios méritos, pero también porque, con otro grupo de amigos, justo habíamos estado comentando con sorna lo cansino que resultaba ver a tantas y tantas personas quejarse de todos los trastes sucios que, con la vida en cuarentena, estaban teniendo que lavar. La pregunta obligada es “¿pues cómo vivían antes de la cuarentena?”, y la respuesta obligada es que alguien más, en su casa o en los restaurantes y fondas, lavaba sus trastes. No es que ahora ensucien más que antes: es que ahora los tienen que lavar con sus propias manos. Lo que resulta trágico es que ese cambio momentáneo de paradigma no lleva, por lo general, aparejada una reflexión más profunda sobre el origen de esa incomodidad: chiste tras chiste, meme tras meme, texto tras texto, la queja era la misma —y se quedaba en queja—.

Uno de los efectos principales de la producción en el sistema capitalista es que se rompen las relaciones sociales que explican el origen de los objetos. Difícilmente, cuando tomamos un plato en el fregadero nos preguntamos sobre la fuerza de trabajo que produjo ese plato, esa esponja, ese jabón. Tampoco sobre la fuerza de trabajo gracias a la cual tenemos agua corriente con sólo mover una palanca. Sucede lo mismo con el lavado de trastes, aunque no se trate de una actividad que produce objetos, sino un estado deseable de las cosas —su limpieza—: la fuerza de trabajo, sea familiar o empleada, que limpia las superficies de metal y de cerámica, de vidrio y de madera, de teflón y de plástico que nos permiten cocinar y alimentarnos es continuamente borrada, anulada, minimizada.

Cuando mi pareja y yo empezamos a vivir juntos, yo tenía 21 años, y nunca había vivido solo. Pasé de casa de mis padres, donde mi participación en las labores domésticas era mínima, a una casa que, en teoría, nos tocaba mantener limpia y funcional a mi pareja y a mí. Comenzó entonces un proceso de deconstrucción asistida, lleno de neurosis. Hice lo que muchos hombres: puse sobre los hombros de mi pareja el fatigoso trabajo de presionarme para cambiar mis modos —cosa que no le correspondía, claro está. Y es que yo en el fondo no quería barrer tanto, trapear tanto, lavar tanta ropa, colgarla, lavar trastes, y lo sufría. Mi trabajo en casa era satelital: yo ayudaba en lo que se me pedía, pero difícilmente tomaba la iniciativa. En mi egoísmo hedonista, me tardé en compartir de manera más justa las labores del hogar, en asumirlas como una responsabilidad compartida y en asumir también —y buscar formas de retribución— mis errores pasados. Y tampoco es que todo sea agua pasada: todavía a veces me descubro luchando conmigo mismo en esa materia (y en otras similares, obviamente).

Entender todo el trabajo que había detrás de una casa limpia fue también una revelación: años de haber habitado la limpieza sin procurarla activamente yo mismo habían puesto un velo (de confort, de indiferencia) frente a mis ojos. Claro que yo sabía qué manos de mujer habían mantenido limpia la casa de mis padres. Lo que sucede es que el trabajo que no hacemos parece siempre infinitamente más sencillo, rápido y banal de lo que es. Por otro lado, también perdemos la conciencia de lo que nuestro paso por el mundo implica. Un lugar común en las bromas sobre los trastes sucios es decir que “parecen reproducirse solos”. Ello es muestra de que, cuando estamos alejados de las tareas de limpieza que requerimos día con día, nos distanciamos también de nuestra propia suciedad inevitable, y por lo tanto de lo que implican en verdad esas tareas.

Sea como fuere, en el fondo los entiendo, porque yo también he estado allí: lavar trastes puede ser una joda. Pero si del encontronazo con esa realidad no sacamos algo más que la neurosis, seguiremos sin entender nuestra posición en el mundo. Y es que lo terrible es lo que no decimos: detrás de la queja, está la añoranza por ese tiempo pasado en que podíamos ejercer la explotación para no hacer lo que no queremos.

En su novela Los desposeídos, Ursula K. Le Guin plantea el choque entre dos visiones de mundo: la de un hombre proveniente de una sociedad que se describe a sí misma como anarquista, a pesar de sus contradicciones, y que se fundamenta en la repartición equitativa de bienes y trabajos, frente a la de otra civilización, rabiosamente capitalista. El hombre es Shevek. El cuerpo celeste del que es originario, Anarres, que es un satélite del planeta donde se encuentra Urras, la nación capitalista adonde llega a recibir un premio por sus contribuciones a la física teórica. Más de una vez en la novela, Shevek se ve en la necesidad de defender su mundo, frente a los cuestionamientos de los urrasti. En una de ellas, Shevek expone cómo todos los anarresti tienen que dedicarse por temporadas a los trabajos necesarios y rudos que aseguran la subsistencia de la sociedad en su conjunto: trabajos manuales, obreros, campesinos, de minería o de limpieza. El hombre que tiene en frente lo cuestiona, pues eso debe de implicar que tales trabajos fundamentales se desempeñen con muy poca eficiencia, dado que aquellos que los realizan son personas sin toda la experiencia necesaria, y que, cuando empiezan a desarrollarla, dejan de realizarlos. Shevek concede: sí, pero no podemos pedirle a nadie que dé su vida en pos de la eficiencia.

La utopía tiene que ser eso: la democratización absoluta de las tareas impostergables que sostienen nuestra vida, que es también la democratización del ocio y de la posibilidad de elegir en libertad a qué le dedicamos el resto de nuestra vida. Así, quizá, el trabajo terminaría por emanciparse de su pasado etimológico: para nadie una tortura, sino la certeza de que, aun en lo que no hacemos por un placer egoísta, podemos encontrar el gozo de construir en común un mundo más justo. Podemos, incluso, encontrar en ellos un espacio de meditación, como mi amigo, el monje del jabón y de la esponja. Y encontrar también placer en lo que hacemos por mantener en orden los espacios que habitamos.

Lo malo es que no queremos ni lavar los trastes.


emilianoalpas@gmail.com

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