Entre las izquierdas existe una disputa siempre inacabada, siempre polarizante, pero también desde hace mucho, soterrada. La controversia es teórica, en tanto se conciben y definen distintas formas de politicidad y organización social. Es estratégica, ya que implica direcciones divergentes de acción, organización y lucha. Y es política, porque agrupa en campos rivales a distintas izquierdas. Esa confrontación se nos ha presentado en los últimos años como el debate Estado-comunidad, o si se quiere, en la realidad latinoamericana reciente, como progresismo frente a autonomismo. 

Se trata de un desacuerdo que, mediado por descalificaciones, acusaciones, sectarismos,  pragmatismos y falacias, esconde en realidad dos modos distintos de lo político. Sostengo que esta división no es producto solamente de ideologías exacerbadas, sino de procesos y prácticas que nos interpelan si buscamos horizontes de transformación radical del mundo. Argumento, además, que esta división se inserta en trayectorias de fractura teóricas e históricas que siguen abiertas a debate. Escribo desde una posición claramente situada que piensa la crisis civilizatoria del sistema-mundo capitalista y de la biosfera como un llamado urgente a pensar la potencia y los límites de las alternativas existentes de manera no dogmática. 

  1. La doble crisis de la política estatal de las izquierdas

La era del Estado de bienestar no fue sólo una política económica de corte keynesiano, ni tampoco una política social redistributiva y protectora, sino una particular configuración política entre las clases trabajadoras, el Estado y el capital. Es decir, no fue fruto sólo de la voluntad política gubernativa, sino del modo de regulación constituido históricamente por la presión de la fuerza obrera organizada en sindicatos en Europa y Estados Unidos, por el control comunista gobernante en un tercio del planeta y por la rebeldía de los movimientos descolonizadores en el sur del mundo. Sólo a partir de la triple amenaza que implicaban dichas fuerzas, las élites aquí y allá, aceptaron, concedieron y construyeron un capitalismo reformado. El Estado oligárquico o liberal fue sustituido por el Estado interventor, cuya misión estabilizó la creciente insubordinación social provocada por las guerras mundiales, el anticolonialismo, las reivindicaciones obreras, la posibilidad de la revolución y el horizonte socialista. 

Las capacidades de regulación y contención del capital, por un lado, y redistribución y protección social, por el otro, se instalaron e institucionalizaron como fruto de una fuerza social global mundial y también de la capacidad de los bloques dominantes en cada nación, para constituir una nueva hegemonía que incorporó las demandas y necesidades de las clases subalternas. El Estado se volvió un poco más que un “comité al servicio de la burguesía”, y se complejizó como un entramado de estabilización entre clases y no sólo de dominación de clase. Pero como todo sabemos, esa era terminó, ya que esas fuerzas no existen más, abriendo la posibilidad del regreso del capital desatado y su expresión política gubernativa representada en el estado neoliberal.

El neoliberalismo más allá de las teorías es también un conjunto de medidas zigzagueantes –de ensayo y error– que empujó la clase política conservadora mundial hasta formar un consenso empresarial, político, económico e intelectual entre los más poderosos del orbe. Ese consenso podemos considerarlo una estrategia o programa, pero sobre todo un proceso fluctuante y contradictorio para alcanzar el libre mercado mundial a través de globalización, privatización, financiarización y reconfiguración del Estado. (Pineda, 2020) 

La transformación del Estado, hacia su conversión como garante, organizador, e impulsor del capital, sustrajo las decisiones más relevantes de la arena democrática. La lex mercatoria mundial es una camisa de fuerza para los gobiernos nacionales; las autonomías de los bancos centrales, una expropiación al poder ejecutivo de buena parte de la política económica; los tratados de libre comercio son acuerdos de sometimiento para las naciones menos poderosas; el capital financiero y los libres flujos de inversiones implican una fuerza descomunal, nunca antes vista, que cuenta con el poder para arrodillar al gobierno que decida confrontarlos. Este viraje sólo ha sido posible por la supremacía de los capitales y de las élites dominantes, así como por la debilidad de las fuerzas que antes les contenían. En el pasado esas élites estaban obligados a negociar la redistribución de la riqueza. Hoy no lo están más.

Es en esta trama de reglas de los más poderosos desde donde se desenvuelve la politicidad estatal. Cualquier gobierno debe gobernar desde la normatividad y racionalidad del libre mercado, a riesgo de ser asfixiado, boicoteado y derribado por las fuerzas del capital. Fue esa presión la que doblegó a Mitterrand en la década de 1980 y que sometió a Syriza en Grecia hace unos años. Y es precisamente esta condición estructural restrictiva la que puso en crisis a la política estatal. La política institucional se vuelve banal si lo que llamamos “economía” no está verdaderamente en discusión para su modificación. Es un cierre relativo del margen de acción gubernamental ante el orden del capital mundial y sus nodos imperialistas.

El terreno regulador y redistribuidor del Estado se ha reducido al máximo, aunque, por supuesto, nunca de manera absoluta. Es en ese pequeño margen desde donde los progresismos ejercen su propio modo de gobernanza, que, o se adapta al mandato mundial —gestionando con la mano izquierda la dominación—, o se tensa y combate algunas de esas reglas, —a riesgo de abrir la guerra con el capital y el imperialismo en condiciones de absoluta desventaja—. Así, lo político estatal queda reducido al arte de lo posible dentro de lo dado.

El cambio neoliberal, no sólo enajenó buena parte de las decisiones económicas, sino que erradicó el modo de dirimir el antagonismo de clase (sindicatos-empresas-estado) al consagrar la institucionalización del conflicto social a través de su mediación partidaria en la democracia liberal de manera no clasista. Dicha transformación es por supuesto también resultado del desfondamiento de los partidos de trabajadores y de la clásica polarización en alternativas partidarias de clase.  

Si el progresismo acepta el orden del capital desde arriba —a veces a regañadientes, a veces convencido de la falta de alternativas, en ocasiones combatiéndolo dentro de sus limitaciones—, al aceptar la racionalidad de la democracia liberal, se aleja del posible poder de los de abajo. Esto somete a una doble crisis a la estrategia política-estatal a pesar de que el progresismo es, en sí mismo, la promesa de la renovación y regeneración del Estado mismo.

  1. El Estado inacabado

Ante la ausencia de una teoría del Estado en Marx, la izquierda creyó leer una teoría universal del poder político en el leninismo. La izquierda radical abrazó por completo el modelo de partido único, dirigencia de vanguardia y planificación central, derivados de la revolución rusa. Pero al colapsar el socialismo real, la izquierda institucional y después el progresismo, huérfanas de un proyecto de transformación de las relaciones de poder y gubernativas, abandonaron la teorización de la transformación radical del Estado. 

Circunscritas al ámbito de la democracia liberal, en todo caso, se asume que una democracia participativa y mecanismos de democracia directa –referéndum, consulta, plebiscito– integran el modo de participación popular que la izquierda o el progresismo propone. Es el corralito político para las fuerzas populares aceptable para las élites y el liberalismo.

En el siglo XX se impuso la hegemonía del “comunismo de Estado”, es decir, la anulación del poder obrero y campesino sustituido por el partido único que hablaba en su nombre. En la Unión Soviética no gobernaron los soviets, sino un Estado burocrático, por encima de los trabajadores y sus órganos colectivos. El Estado de los trabajadores se volvió el enemigo de los obreros. (Laval, Dardot, 2017)

Frente al predominio del comunismo burocrático, siempre existió una izquierda subalterna, subterránea, que reivindicó el comunismo de los soviets: el poder organizado desde abajo para decidir sobre lo que se considera “económico”.  Esa tradición, de una izquierda heterodoxa, pasaba por Luxemburgo, Gramsci y Pannekoek quienes reivindicaron la potencia obrera como perspectiva de una sociedad gobernada por concejos de trabajadores. Fue Cornelius Castoriadis junto a Claude Lefort, desde la revista Socialismo o Barbarie (SoB) en Francia, quienes señalaron —al igual que tantos otros disidentes del socialismo real como Rudolf Bahro— una crítica radical al modelo de centralización del poder soviético.

Más allá de la crítica a un modelo autoritario que hoy no existe más —salvo en algunos lugares del planeta—, SoB acertó en superar el restringido horizonte socialista redistribuidor, para pensar al socialismo como actividad independiente y poder propio de los trabajadores mismos; como la capacidad de dirección y gestión colectiva de la producción en sus propios órganos, conceptualizado todo aquello alrededor de la noción que hoy sigue rondando entre nosotros: autonomía.

Esa mirada crítica no era una expresión delirante de una izquierda radical minoritaria, sino la teorización de muchas prácticas reales que existieron en los concejos obreros revolucionarios que, junto a experiencias de autogestión masiva —como en los casos de la Guerra civil española o la comuna campesina de Majnó, ambas con tendencias anarquizantes— y a la experiencia misma de la Comuna de París, mostraban prácticas del ejercicio gubernativo desarrolladas desde abajo. 

Esas formas de lo político desbordaron la democracia liberal, pusieron en cuestión la división entre lo político y lo económico y desafiaron desde experiencias reales la ley de hierro de Michels, que postula que todo lo organizativo derivará en oligarquías. La existencia misma de los concejos y de las comunas demostraba un ejercicio de poder plebeyo, rotativo, popular, de ejercicio directo y asambleario, como un modo otro de lo político. 

A la vez, estas experiencias mostraban claramente que el Estado es burgués o la democracia es liberal, no porque burgueses o liberales ocupen los puestos importantes, sino que el Estado es burgués por su forma: porque separa a gobernados de gobernantes, a lo político de lo económico y cancela toda posibilidad de autogobierno desde abajo. 

Una a una estas experiencias fueron cercenadas y destruidas por el fascismo, la contra-revolución, la guerra o el centralismo autoritario de la izquierda en el poder. Disueltas generalmente por la barbarie y derrotadas históricamente, fueron borradas de la memoria de la izquierda, que creía tener la receta de la revolución basada en la politicidad centrada en la vanguardia, en la gestión centralizada y en el culto al liderazgo.

Sin el modelo autoritario centralizador, olvidadas las experiencias de autogobierno y politicidad popular, la izquierda institucional fracturó la discusión y teorización política orientada hacia la construcción del poder desde abajo. Abrazó el liberalismo porque en la izquierda toda existe una visión fragmentaria de lo político, una teorización incompleta, una visión del Estado inacabada [1]. El horizonte regulatorio o de combate al mercado y al capital de la izquierda no tiene un correlato semejante de constitución de poder desde abajo.  Y esa incompletud tiende a dividir a la izquierda.

  1. La potencia comunal 

La forma comunidad siempre ha sido vista con sospecha y crítica desde las izquierdas. La comunidad históricamente ha estado cruzada por relaciones patriarcales y coloniales particulares que han justificado la descalificación comunitaria desde cierta perspectiva liberal. Por otro lado, la comunidad agraria fue vista por la izquierda prometeica, industrializadora y desarrollista como un resabio del pasado; una forma productiva destinada de manera inexorable a la desaparición. Pero aún más, la comunidad fue vista como una clase que no estaba en los planes de la historia para cambiar al mundo por su condición campesina. Es decir, en buena medida, durante mucho tiempo, se negó la politicidad comunal. 

La forma comunidad es un entramado de relaciones familiares e interfamiliares de trabajo, deber y autoridad para la reproducción de la vida; es el clivaje que permite otra forma de producción de riqueza social, de acceso y gestión a ella. A ese modo podemos llamarlo común, porque no es público-estatal, pero tampoco tiene la lógica privada-mercantil.

Las comunidades producen común, la mayoría de las veces sostenidas en ciertos modos de relación con lo que llamamos naturaleza. No son sólo forma de explotación de la tierra, sino un universo de saberes bioculturales, prácticas de intervención y apropiación, así como métodos para gobernar los bienes comunes naturales. Es decir, constituyen un metabolismo [2] socio-ecológico.

Todo es sostenido en formas de trabajo colectivas basadas en reciprocidad, compartición y cooperación. Es decir, un modo distinto al trabajo asalariado. Ese modo de hacer las cosas en común aparece idealizado porque no se entiende que lo comunal se vertebra por la obligación hacia lo colectivo, y que es una forma de poder que disciplina al beneficio egoísta de cada familia por separado. En otras palabras, es un modo de regulación que rechaza el beneficio privado a costa de lo común, un dispositivo de poder que bien puede ser opresivo o no.

El pensamiento socialista utópico de comunidades ideales de siglo XIX, así como las tendencias contemporáneas new age, cargadas de esoterismo y misticismo que folclorizan las relaciones comunales, han llenado también de escepticismo la noción misma de lo comunal. En la esfera comunitaria, se entretejen contradictoriamente, como en todo lo político, relaciones de poder, convencimiento, coerción, resistencia y lucha, cruzadas por lógicas patriarcal-coloniales, pero también, de vez en vez, proyectos de transformación de lo dado y horizontes de emancipación. Y son estos, anclados en la forma social que llamamos comunidad, los proyectos políticos que nos interesa destacar por su potencia emancipadora.

De la forma comunidad, entonces, se deriva una politicidad no estatal, no porque no se tengan relaciones y vínculos con el aparato y recursos estatales, sino porque existe una esfera política comunitaria más allá del Estado. Es una política que se basa en la direccionalidad y gobierno de lo social, una política de lo cotidiano, pero también un modo de ejercicio de poder del todo sobre las partes. Es una política que se encarga de los asuntos propios, que necesita autodirigir su propio trabajo colectivo, y al hacerlo emerge una esfera comunal de acción política autolimitada: el gobierno de sí mismos, en contraste con el gobierno sobre otros: la política estatal. Lo político comunitario es el campo de distintos modos de poder para reproducir la vida.  (Pineda, 2019) La comunidad es una de las formas posibles de la autonomía, que, junto al concejo o la comuna, representan las prácticas reales de poder popular que hasta ahora conocemos.

La autolimitación del gobierno de sí mismos es el centro de la crítica del progresismo y otras izquierdas. Se le piensa como un asunto secundario, de minorías étnicas y de poderes locales, que no afectan la gran política, representada en el Estado. Esa crítica soslaya que la comunidad es la unidad mínima de potenciales articulaciones intercomunales regionales, que muchas veces derivan en autoridades supracomunitarias y la base de la autonomía. El desdén por lo comunal, desconoce tanto la unidad de trabajo, deber y autoridad, como la potencia de su politicidad. 

Esa capacidad es la que explica la fuerza de los ejércitos de base comunal en el pasado en Centroamérica, Perú y Chiapas. Es la que nos ayuda a comprender la resistencia en defensa de la tierra y el territorio ante trasnacionales mineras. Esa politicidad comunal está en la base de las capacidades agroproductivas y en los sistemas de gestión del agua, bosques y otros bienes naturales. Y esa fuerza comunitaria, federada, constituye el enorme impulso de las rebeliones que se vivieron en Ecuador o Bolivia, la resistencia mapuche en Chile, y la base del autogobierno indígena en México, cuyo epicentro es evidentemente, el zapatismo.

La importancia de un horizonte comunitario-popular es precisamente la potencia que enlaza a esas comunidades contradictorias con los movimientos de politización que radicalizan su propia comunalidad, al llevarla hacia formas de autoridad, producción de lo común y regulación de bienes comunes naturales que son un modo del ejercicio de poder desde abajo.  Su importancia radica no en ser un modelo para replicar a escala nacional, sino en que demuestran en los hechos que una politicidad de otro orden es posible y, por tanto, obligan a repensar la forma y figura del Estado-nación. 

Es significativo que las izquierdas y progresismos evadan los aprendizajes de las otras formas de poder representadas en el zapatismo o en Rojava en Kurdiztán. La autonomía zapatista hace mucho que ha articulado verdaderas regiones autonómicas, que implican el ejercicio comunitario y municipal del poder y a una escala mayor en Juntas de Buen Gobierno;  representan el mayor experimento exitoso y duradero de otro modo de lo político. 

La revolución kurda, por otro lado, en el Este de Siria, ha establecido una confederación democrática, con prácticas feministas y ecologistas, de tolerancia religiosa y descentralización, que muestran una vez más que son posibles otros modos de regulación sociopolítica, basadas en la gente común. Ambas prácticas no-estatales deberían cuestionar los límites de lo dado, la democracia liberal y el horizonte de transformación del progresismo.

Cabe destacar aún más —por ser una iniciativa de carácter estatal— a los más de 25,000 consejos comunales en Venezuela. Estos órganos de poder popular —a pesar de las contradicciones de la revolución bolivariana— son la expresión de una problematización sobre el Estado y los modos del poder. Los Consejos del Poder Popular representaron en su momento una innovación para el autogobierno en las ciudades, en dirección hacia lo que el mismo Chávez llamó un Estado Comunal. Si bien esto parece un oxímoron, refleja la claridad de la izquierda venezolana de superar los límites de la forma Estado, que sin embargo ha tenido sus límites precisamente por la boliburguesía y la izquierda estadocéntrica del mismo régimen (Azzelini, 2021).

Estadocentrismo y autonomismo están tensados entre sí como polos sobre el ejercicio real del poder, como teoría del Estado y de la comunidad y como estrategia de transformación. El autonomismo, hoy, es una corriente y modo político no hegemónico que ha quedado generalmente al margen de la centralidad de los gobiernos progresistas. Gobiernos que en muchas ocasiones se sostienen precisamente por la necesidad —en una coyuntura de crisis capitalista— de un liderazgo personalista que aglutine a fuerzas y clases subalternas atomizadas que no pueden representarse a sí mismas (Zavaleta, 2006). Es decir, se trata de una forma de poder que el autonomismo rechaza por definición. La larga herencia de desencuentro y diferencia, entonces, tiene una expresión vigente basada en diferencias profundas e históricas que no son un tema menor: la organización y el ejercicio del poder que implican el horizonte de emancipación de los de abajo.

  1. Los límites de la comunidad y el Estado frente al capital

El optimismo del progresismo que postula la posibilidad de una regulación de los capitales que nos traiga de regreso al Estado de bienestar puede ser una ilusión coyuntural. Las distintas fracciones de empresarios y capital financiero, nacional y mundial, pueden aceptar —como lo hicieron en el pasado— ciertas restricciones aquí, algunas nacionalizaciones allá, un poco más de impuestos quizá. Pero el crecimiento infinito apalancado por la competencia y la acumulación, tarde o temprano necesita más, mucho más y, por tanto, menos restricciones y un mayor campo de expansión. Esa lógica incesante es la que produce la invasiva ocupación territorial que despoja a las comunidades, que sabotea a los gobiernos reguladores y que nos lleva al colapso ambiental y climático. 

Ante la pregunta ¿quién detendrá al capital?, el progresismo pareciera responder: el Estado regulador; mientras que el autonomismo pareciera decir: la resistencia desde abajo. Ambas parecen respuestas insatisfactorias. La teorización del Estado y la comunidad, como dije al inicio de este texto, es también un debate estratégico. 

Un modo otro de reproducción social es posible, y lo demuestran las experiencias del pasado y del presente que organizan la vida y el poder desde la comunidad y más allá de ella. Aún más, la crisis ambiental ha mostrado que necesitamos pensar el poder sobre la naturaleza y el gobierno de los bienes comunes naturales, donde las comunidades y sus metabolismos socio-ecológicos son indispensables para constituir modos de regulación bioregionales, que permitan mantener la reproducción de la vida humana y no humana. Es cierto, sin embargo, que estas experiencias reales y potenciales pueden languidecer frente a la violencia sistémica, aplastadas por poderes superiores, como lo han sido en el pasado. 

A su vez, la gestión centralizada de la sociedad a través del Estado se ha visto avivada por la necesaria dirección centralizada ante la pandemia para afrontar las catástrofes ambientales —que serán cada vez más frecuentes—, y ante la creciente necesidad de un disciplinamiento a través de la fuerza del capital fósil. Esto implicaría un ejercicio de poder que, pareciera, sólo puede ser implementado de manera inter-estatal para detener el cambio climático. (Malm, 2017). Ese papel, el de un “Leviatán climático” (Mann, Wainwright, 2018), pareciera ser una posibilidad plausible, ante la trayectoria hacia el colapso en la que estamos encaminados y donde las clases dominantes son ya muy conscientes de su necesidad. 

Pero la aceptación realista y pragmática de un poder centralizador no evita concluir que ese no es un camino de emancipación de los de abajo. Una política emancipadora —comunal o no—, sostengo, es aquella donde la gente sencilla y humilde aumenta su poder sobre el control efectivo de las decisiones que afectan sus propias vidas. Es la potencia desde abajo, que transforma a las clases subalternas en hombres y mujeres realizándose, siendo sujetos colectivos en otra forma de lo político. Es una política que tiene la certeza de que los de abajo son sujetos con potencia de cambio radical, y que son ellas y ellos quienes hacen la historia. Y es la reflexión sobre esos modos de lo político lo que nos permite pensar en nuevos caminos al mañana. 


Notas

[1] No soslayamos las tres concepciones que el marxismo desarrolló durante el siglo XX sobre el Estado, a saber, el Estado como instrumento (Lenin, Engels), como estructura (Althusser, Poulantzas), o bien la teoría de la derivación del Estado o teoría lógica del Estado (Alvater, Piccioto, Hirsch, Holloway). Pero salvo la primera, ninguna tuvo repercusión en los procesos y movimientos políticos reales. Es de destacar la concepción gramsciana del Estado ampliado y la hegemonía, pero eclipsada durante el siglo XX por el dogmatismo de Estado soviético stalinista.

[2] El concepto usado por Marx es metabolismo social, siendo una metáfora conceptual que implica formas de apropiación de la naturaleza, transformación, circulación, consumo y excreción. Sólo agregamos socio-ecológico para enfatizar la relación dinámica (metabólica) entre sociedad y naturaleza.


Referencias

Azzeli, Darío. (2021). “Comuna o nada. Socialismo comunero en Venezuela”. En Hopkins Alicia y César Enrique Pineda (comps.), “Pensar las autonomías. Experiencias de autogestión, poder popular y autonomía”, México: Bajo Tierra Ediciones.

Laval, Christian y Pierre Dardot. (2017). La sombra de octubre (1917-2017), Barcelona, Gedisa. 

Malm, Andreas. (2017).  Capital fósil. El auge del vapor y las raíces del calentamiento global. Madrid: Capitán Swing.

Mann, Geoff y Joel Wainwright. (2018). Leviatán climático. Una teoría de nuestro futuro planetario, España: Biblioteca Nueva.

Pineda, César E. (2019). “Comunidad, autonomía y emancipación”. En Makarán Gaya,  Pabel López y Juan Wahren (Coords.),  Vuelta a la autonomía. Debates y experiencias para la emancipación social desde América Latina. México- Argentina. Bajo Tierra Ediciones, CIALC-UNAM, Editorial El Colectivo, pp. 115-151. 

Pineda, César E. (2020). “Gobiernos progresistas y 4T: la peligrosa política del equilibrismo” en Revista Común.

Zavaleta, René. (2006). “Formas de operar el Estado en América Latina”. En Aguiluz Ibargüen, Maya y de los Ríos Méndez, Norma (coords.) René Zavaleta Mercado. Ensayos, testimonios y revisiones. México: CIDES, UMSA, pp. 33-54.