En su lugar

*

La escena es tristemente memorable. Luz María Dávila, madre de dos estudiantes asesinados en Villas de Salvárcar, logró interrumpir un acto oficial del entonces presidente Felipe Calderón Hinojosa y confrontarlo, a propósito de sus torpes declaraciones, desde el extranjero, cuando se dio a conocer la noticia de la masacre. En el ámbito literario es recordada por ser la materia de «La replicante», un poema de Cristina Rivera Garza, compuesto, con su estilo desapropiacionista, por frases de la autora, entretejidas con otras tomadas del periódico —algunas citas de la propia Dávila— o la obra de Ramón López Velarde, entre otras fuentes. (Aquí puede leerse.) Confieso que en el poema me resultaba un poco chocante la aparición del fraseo modernista lopezvelardiano —esa «fulmínea paradoja», ese «calosfrío ignoto»—, de su recargada adjetivación, transformado por la ficción en parte del discurso de la madre y entrelazado con sus palabras reales, con las palabras que, ajena en su dolor a cualquier preciosismo estético, pronunció con una fuerza y una dignidad que les otorgaban ya, al menos para mí, cierta belleza —la de un ethos difícil y necesario; la de todo acto performativo que sabe rasgar, con su certeza, los discursos del poder—. Sentía, pues, que la erudición que caracteriza a buena parte de la poesía de Rivera Garza sobraba aquí, y que el «Byagtor» y López Velarde rozaban con demasiada aspereza el resto del poema, tan potente y tan conversacional. Ahora pienso que esa impertinencia es uno más de los hallazgos del texto, pues da cuenta del encontronazo entre el mundo estético y libresco de la autora, ese que ha ido también forjando su manera de entender y percibir el mundo, y el mundo seco del dolor. Como tantas veces sucede con el arte, la incomodidad era también aquí para de su trama —y acaso, como tantas veces, hablaba más de mí, el receptor, de lo que ese encontronazo produce en mi propia vida, y no tanto del poema en sí mismo—. Sea como fuere, a 12 años de la masacre estudiantil de Ciudad Juárez, a 12 u 11 de la composición del poema —está publicado en un libro de 2011—, sus palabras y la celebridad creciente de Rivera Garza le han permitido cumplir su propósito, que es estético pero también político: ser un ingrediente activo de nuestra memoria. Lo digo a tono personal, porque fue por ella, por su poema, que volví a esa escena de nuestra historia reciente, pero imagino que será una experiencia compartida por muchos otros. Mi revisitación de la escena de 2010 estuvo mediada, también, por el repositorio de videos más grande de la web, donde podemos ver a esa mujer «bajita, de suéter azul», según la retrataba Sandra Rodríguez Nieto, autora de la nota citada por Rivera Garza, increpando, con desparpajo y desesperación, al presidente. De ahí este texto. 

*

Qué será que sintió 

Felipe Calderón Hinojosa

en esos dos minutos casi 

tres. 

La madre hablaba 

sola. Calderón asentía, repitiendo

“por supuesto;

por supuesto;

por supuesto…” 

(Margarita no lograba 

levantar la columna; 

tenía el rostro inclinado

y los ojos se fijaban en la madre 

como si le doliera saber que no podía

mirar hacia a otro lado.)

Qué será que sintió cuando la madre 

le exigía ponerse en sus zapatos,

cuando la madre le dijo mentiroso,

cuando la madre se quedó de pronto muda,

y se fue sin esperar una respuesta.

Qué será que sintió 

cuando, al principio,

hizo un gesto parsimonioso con la mano 

para que no la interrumpieran.

¿Para él ese gesto fue magnánimo?

¿Se arrepintió después cuando la madre

tomó entre sus dos labios las palabras 

que había dicho él de lejos 

sobre sus hijos, Marcos y José Luis, 

sobre otros hijos de otras madres, 

y las sorbió como un veneno que podía 

matarlos otra vez, y se las devolvió en esa ofrenda, 

no para el dios de los muertos, sino para los muertos? 

¿Era capaz de la vergüenza Felipe Calderón Hinojosa

(de sentirla, claro está)? ¿Habrá sentido un quiebre,

siquiera mínimo? ¿Habrá sentido ganas 

de llorar esa noche, o la siguiente, 

tal vez maniaco por la sed,

aunque fuera una lágrima tan sólo,

mientras Margarita dormía,

rodeada de los pinos en Los Pinos?

¿Dudaba alguna vez? ¿Sufría alguna 

vez por esos muertos, cuando se elevaban 

de los basurales, cuando lograban sacudirse 

su capullo de cifra, y se postraban en su cuarto

con grandes alas negras y polvosas?

A lo mejor le bastaba con tomar, 

una escoba, por ejemplo,

y echarlos a volar por la ventana, 

a los brazos de ese dios por el que se sabía 

arropado, y al que le suplicaba,

con palabras de otros, repetidas

con el mismo tonito cada vez, 

que supiera, magnánimo y piadoso,

perdonar sus errores

—los de quienes lo culpaban—. 

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