Hace 10 años, el 3 octubre del 2010, falleció el filósofo francés Claude Lefort. Autor de numerosas obras de filosofía política que, por fortuna, se han traducido al castellano (Las formas de la historia. Ensayos de antropología política; Ensayos sobre lo político; La invención democrática; La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político; El arte de escribir y lo político; y Maquiavelo. Lecturas de lo político), el pensamiento político de Lefort destaca, entre otras razones, por haber articulado filosóficamente las categorías de democracia y totalitarismo. Para el filósofo francés cofundador, junto con Cornelius Castoriadis, de la mítica revista Socialisme ou Barbarie (1948-1965), la democracia moderna no puede ser reducida a una forma de gobierno o de Estado o a un procedimiento para la toma de decisiones por parte de la mayoría de los ciudadanos, sino es, ante todo, una forma histórica de sociedad caracterizada por la disolución de los indicadores de la certeza, cuyo origen señala una mutación política de gran calado en la que el poder aparece como un lugar simbólicamente vacío que ninguna persona, camarilla o grupo puede legítimamente ocupar y personificar de forma permanente.

La sociedad totalitaria, tanto en su variante nacional-socialista como en su vertiente estalinista, se instituye precisamente a partir de la negación de los dispositivos simbólicos de la democracia, es decir, es el resultado de la inversión de sentido del régimen político que se constituyó a partir de la distinción radical entre el polo del poder, el polo de la ley y el polo del saber, y de la aceptación de la división social, el conflicto y la heterogeneidad social. En el fondo, lo que se observa en las sociedades totalitarias es una tentativa de secuestro, por parte del poder del Estado, de las leyes de la comunidad política y el conocimiento de los principios y fines últimos de la sociedad. Secuestro que se realiza mediante una cadena de identificación entre el Pueblo, el Proletariado, el Estado, el Partido y el famoso “Egócrata” retratado por Alexander Solzhenitsyn en su famoso Archipiélago Gulag (1973).

Varias influencias pueden identificarse en la filosofía política democrática lefortiana. En los Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1520) de Nicolás Maquiavelo, Lefort identifica un amor a la libertad de los débiles y un rechazo al deseo de dominación de los poderosos, que no aparecen por ningún lado en el pensamiento liberal no democrático. Del Discurso de la servidumbre voluntaria o el Contra Uno (1576) de Étienne de la Boétie recupera la imagen del Contra-Uno para ofrecerle carta de naturalidad a las figuras totalitarias del Pueblo-Uno y su contraparte el Poder-Uno. En La democracia en América (1835) de Alexis de Tocqueville, por su parte, nuestro autor rastrea la aventura del origen contingente e indeterminable de la sociedad democrática. Todas estas claves de lectura clásicas le sirven a Lefort para elaborar una filosofía política de la libertad o, si se prefiere, de la democracia como negación del totalitarismo, que tiene como punto de partida una nueva teoría de lo político, que no de la política. En clave lefortiana, recordemos, lo político no es un hecho social, una cosa material, un dato empírico, una conducta o una superestructura jurídico-política, sino es, ante todo, un espacio simbólico al cual debemos arrancarle su significado.

A fin de descifrar el significado de lo político en la modernidad, el también director de estudios emérito de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París (1975-1989) toma distancia crítica tanto de la ciencia política positivista como del marxismo dogmático de matriz estalinista de su tiempo y generación. Para el colaborador de Les Temps modernes, el significado de lo político no puede ser reducido a una teoría de las instituciones y partidos políticos —como supone la ciencia política positivista— ni puede ser disuelto en una filosofía de la historia y del sujeto de la historia cuya fuerza normativa ha acabado por determinar el sentido y las formas de la acción pública —como supone el marxismo—, sino lo político tiene, en cambio, un sentido instituyente que no puede agotarse en lo instituido.

Cuando el fantasma del Pueblo-Uno ronde el imaginario de una sociedad y la búsqueda interminable de la verdad sea sustituida por la Verdad (con mayúscula) revelada por Dios, las leyes de la Historia o la Naturaleza, en ese momento habría que volver a releer las lecciones democráticas de Claude Lefort. La democracia, ciertamente, no es una estación de paso necesaria rumbo a la terminal totalitaria. Las relaciones causa-efecto mecánicas pierden toda validez en el orden de lo simbólico. Pero esta forma de sociedad histórica frágil y contingente tampoco ha encontrado en el presente o encontrará en el futuro una vacuna eficaz contra el virus totalitario que siempre amenaza con contagiar al conjunto de la sociedad en momentos de crisis social o desafección política. La fragilidad de la democracia, por desgracia, es el signo de su propia tragedia.

En estos de tiempos de pandemia, restauraciones autoritarias y emergencia de liderazgos populistas de izquierda y de derecha que erosionan los cimientos de la sociedad democrática, al reducir la pluralidad social a la relación vertical, unidireccional y paternal entre el líder carismático y el pueblo en tanto unidad homogénea, valdría la pena recuperar y también reformular la filosofía democrática de Claude Lefort. Sería ese el mejor homenaje que podríamos ofrecerle al filósofo francés a 10 años de su despedida