En estos días UNICEF ha señalado que el confinamiento y las condiciones agravadas de precariedad generados por la pandemia agudizarán la violencia hacia niños y niñas, que en México ya tiene índices alarmantes. Los feminicidios de niñas y adolescentes, de comercio sexual y violencia hacia sus cuerpos no se detienen. ¿Cómo ha lidiado el Estado mexicano con la violencia hacia niños, niñas y adolescentes? ¿Qué posición ética ha tenido la prensa frente a la violencia hacia ellos? ¿Cuál ha sido nuestra relación con los niños y las niñas y las ideas sobre la relación con las edades y el género de los cuerpos? La historia de las infancias revela cómo los adultos nos hemos relacionado con niños, niñas y adolescentes, los largos e intrincados caminos que hemos transitado para alcanzar que su protección y cuidado sean obligatorios, para que se admita su participación y la importancia de sus voces y opiniones, para reconocerlos como sujetos de derecho y construir con ellos y con ellas relaciones más tolerantes, respetuosas y democráticas. Pero la historia también exhibe el lado peligroso, racista y excluyente de prácticas culturales e institucionales que reproducen las violencias contra las infancias, especialmente las de niñas y adolescentes. En este texto señalo algunas continuidades históricas de esta violencia en la que se entreteje el machismo con las políticas y acciones estatales y los medios de comunicación, en especial los dedicados a la nota roja.

Las fronteras entre pasado y presente se desvanecen cuando observamos cómo niños, niñas y adolescentes han sido cosificados, despojados de su libertad, vendidos, comprados, traficados, usados como generadores de ganancias monetarias, como satisfactores emocionales o sexuales. Sus cuerpos han sido y siguen siendo sometidos al poder aplastante de adultos que los despersonalizan, los convierten en objetos intercambiables e incluso desechables. El alto valor emocional que alcanzaron al comenzar el siglo XX, estudiado por la socióloga Viviana Zelizer, coexiste ahora con su alto valor comercial. Las niñas y adolescentes han sido un sector particularmente vulnerable al maltrato, el abuso y la violencia física y sexual. En este sector se ha expresado con más potencia la violencia y discriminación de género.

Como historiadora no diría nunca que el México de hoy es el mismo que el de ayer, pero sí que en las violencias hacia las infancias encuentro muchas continuidades entre el pasado y el presente. En el año 2019, por ejemplo, el periódico La Prensa publicó una nota sobre Monserrat, una mujer que se lanzó de un taxi en movimiento al ser víctima de un secuestro. Cuando leí el reportaje pensé en la semejanza que tenía esa historia con otra publicada por el mismo diario en 1930, casi noventa años antes. En ésta última se describía cómo una chica de 16 años se había lanzado del automóvil al que unos hombres la habían metido por la fuerza.[1] Poco después, en 1940, otra niña, de trece años, también repitió esa acción al ser secuestrada por un grupo de hombres a la salida de la escuela anexa a la Normal Superior, en San Cosme.[2] Entre estos tres casos diseminados en un siglo, y que muestran un continuum de violencia hacia las adolescentes, las autoridades aumentaron las sanciones penales para los secuestradores; se pasó de un castigo de 30 años de prisión a uno de 70 años, sin embargo, el aumento de las sanciones no ha sido la solución para detener la violencia sexual hacia niñas y adolescentes.

Las estructuras económicas, culturales, sociales, políticas e históricas tienen consecuencias directas sobre la infancia. En México hay una estructura histórica de cotidiana incapacidad de las autoridades para combatir las distintas violencias que sufren niños, niñas y adolescentes, y un descarado contubernio de los agentes del orden con los violentadores de la infancia. Y si todos actuamos bajo las circunstancias que nos son impuestas, no se puede pensar en que la resolución a los problemas de la infancia, la adolescencia o la juventud puede darse en esferas separadas, sino en la transformación de un conjunto de fuerzas macroestructurales.[3]

Un ejemplo de la imbricación de responsabilidades estatales, sociales e individuales se vio de manera clara en los elementos que rodearon el doloroso asesinato de Fátima. El 15 de febrero de 2020 México se vio sacudido por las notas que confirmaban el hallazgo del cuerpo de esa pequeña niña de siete años asesinada en Tulyehualco, al sur de la ciudad de México. El caso de Fátima acaparó la atención pública, fue objeto de conversación en redes sociales, de cuestionamientos al gobierno, de análisis de especialistas y se convirtió en otra evidencia más de los diversos niveles de responsabilidad del Estado mexicano en la violencia que viven hoy niñas, niños y adolescentes. La historia de Fátima fue otra de tantas en las que un hombre exigió a una niña como una ofrenda a su masculinidad para hacerla víctima de un sacrificio inefable. Quien le consiguió a la víctima fue una mujer que actuó bajo el dominio como lo hizo él, como lo hicieron también las y los funcionarios del Estado antes y después —de un patriarcado violento y criminal—. Sin lugar a duda los principales responsables del asesinato de Fátima fueron quienes ejecutaron el crimen, pero ¿acaso la responsabilidad criminal terminó ahí? ¿Cuántos funcionarios de distintos niveles facilitaron este crimen? ¿Cuántos fueron indolentes ante las acusaciones previas de maltrato infantil y las solicitudes de tutela que se habían hecho para proteger a Fátima? ¿Por qué no se atendieron las denuncias de violencia familiar bajo las cuales vivía la presunta asesina de Fátima? ¿Por qué no la ayudaron en su solicitud de auxilio ante un marido que había intentado quemarla en tres ocasiones? ¿Por qué las autoridades escolares entregaron a la niña a una desconocida, como si poco importara su vida? ¿Quiénes fueron los responsables en la tardanza para su búsqueda una vez que se denunció como desaparecida? ¿Frenó a los criminales el acrecentamiento de las sanciones penal que les corresponderían? Cada respuesta a estas preguntas es una lamentable muestra de cómo el Estado, sus instituciones y sus funcionarios fallaron en su labor.

El especialista en infancias Manfred Liebel ha llamado la atención sobre “el hecho de que en los barrios pobres de las ciudades latinoamericanas (por ejemplo, en Argentina, Paraguay, Honduras, Guatemala o México) o en áreas rurales con población predominantemente indígena, los niños y las niñas simplemente ‘desaparecen’ sin que las autoridades hagan un esfuerzo siquiera mínimo para descubrir la verdad [porque] de hecho, en ocasiones, las mismas autoridades están involucradas en estos sucesos.”[4] No es fortuito, por ejemplo, que en Ecatepec, uno de los municipios con mayor población en situación de pobreza en México, ser niña o adolescente sean una de las posiciones sociales más vulnerables. En México la situación descrita por Liebel es una constante, la vida de las víctimas aparece marcada muchas veces por la pobreza, el conflicto, el abuso, la explotación y la transgresión. Cuando pensamos en cuáles han sido las condiciones de posibilidad del secuestro infantil, por ejemplo, por qué no hemos sido capaces de acabar con él o de reducirlo, debemos pensar en la corrupción e ineficacia de las autoridades, pero también en que sigue predominando una concepción de la infancia asociada a la metáfora de los niños sacer —retomada de Giorgio Agamben por Eduardo Bustelo—, que identifica a los niños y las niñas en extrema pobreza como sujetos cuyas vidas pueden ser sacrificadas, despojadas de sentido y de valor político, como sujetos que pueden ser desechables sin consecuencias jurídicas. No sólo la edad y el género hacen más vulnerables a las niñas y las adolescentes, también su origen social.

Que en la historia de México el mayor número de desapariciones sea de niñas y adolescentes pobres, no quiere decir que los niños de sectores medios y altos no sean y hayan sido víctimas de secuestro. Existieron casos de secuestro de niños y adolescentes de clases medias y altas, algunos de ellos altamente mediáticos —como los de Fernando Bohigas (1945), Norma Granat (1951); o luego el de Silvia Vargas (2007) o Fernando Martí (2008)— que merecieron una altisonante indignación entre los periodistas, fueron casos a los que se les dedicó gran cobertura mediática e incitaron la exigencia de nuevos endurecimientos de las sanciones penales para los secuestradores. Nuestras actitudes hacia la violencia sobre la infancia también están determinadas por los imaginarios y las ideas en relación con la clase social a la que pertenecen las víctimas.

Por lo menos hasta los años sesenta del siglo XX, el secuestro infantil y los delitos adyacentes a este —como el rapto, el estupro, la violación y la “corrupción de menores”— fueron narrados como contingencias previsibles, a lo que Michael Foucault denominó las “vidas ínfimas” de los sectores populares, a quienes se concebía como predestinados a la fatalidad y el abuso. Usaré un ejemplo de 1932 para retratar esta concepción. Ese año un mecánico acusó ante la policía a un sastre de 22 años por llevarse a su hija de 15 años y hacer “uso de ella” —nótese el verbo relacionado con el abuso sexual y la cosificación de la víctima—. El abogado del victimario escribió un alegato en defensa de su cliente que decía: “El caso que nos ocupa es de los que no tienen gran trascendencia, cuando tiene como protagonistas a dos personas de la condición social como los que intervienen en estos delitos; y se tiene en cuenta el concepto que tales personas tienen de lo que es moral y sano, lo acontecido a la que se dice ofendida, es cosa común y corriente entre gentes de esa condición social.[5] Si se lee con atención, esta defensa expone nítidamente concepciones vinculantes entre género, clase social y edad, así como la manera en que se naturalizaban y legitimaban los actos de violencia sexual masculina adulta sobre los cuerpos de las niñas.

No ha sido fácil determinar cuándo en una cultura una niña deja de ocupar ese lugar para entrar en la siguiente categoría etaria. En la primera mitad del siglo XX México atendió los casos de abusos sexuales (una de las principales causas de secuestro de menores de edad) a través de un aparato jurídico que minimizaba la gravedad de los ataques sexuales a niñas y adolescentes, especialmente si estas eran mayores de 14 años. Las niñas de 14 años fueron consideradas por muchos años como mujeres “en edad de merecer” (otro eufemismo para defender el abuso sexual de los cuerpos infantiles femeninos como un premio o un castigo dado por los hombres). Como para sancionar los crímenes sexuales éstos debían ser “reconocidos” en el cuerpo de las niñas; eran los médicos, casi siempre varones, los que se encargaban de revisar, comprobar y anotar las características del himen de las niñas. Como en muchos casos era fisiológicamente imposible demostrar el abuso, y la voz de las niñas era menospreciada, buena parte de los agresores fueron puestos en libertad bajo el pago de módicas fianzas o con el compromiso de casarse con las víctimas. Recordemos que el matrimonio infantil en México se permitió todavía hasta el año 2019.

La violencia emocional, sexual y física hacia niñas y adolescentes obedece a las concepciones históricas que han predominado sobre los cuerpos infantiles, colocados generalmente en un estatus inferior por su tamaño, su debilidad física, su supuesta inocencia y pureza, su dependencia, pero especialmente por su supuesta incompletud en relación con el cuerpo adulto. Los niños y las niñas han sido entendidos como los carentes, los sin voz (infans), los que no han llegado a ser, los que todavía no alcanzan la plenitud del cuerpo de los adultos, los que se encuentran en vías de desarrollo emocional, físico, intelectual. Los cuerpos infantiles se han identificado con la precariedad, la fragilidad, la vulnerabilidad y la facilidad con la que pueden ser moldeados, usados, transgredidos, transportados, colonizados. Por todo esto, el cuerpo de los niños y las niñas aparece siempre como disponible: puede ser intervenido, capturado, conquistado, subyugado e incluso desechado después de su uso. Niños y niñas han sufrido una constante relación vertical, desigual y jerarquizada con el mundo adulto. No han podido escapar al significado cultural del tamaño de sus cuerpos.

Cuando las autoridades del Estado, los medios de comunicación y la ciudadanía no condena vehementemente esa relación de poder entre cuerpos en función de la edad, la clase, el género o el origen étnico, cuando no se emprenden campañas de concientización profundas en torno al respeto irrestricto que merecen los cuerpos infantiles, la violencia hacia esos cuerpos termina legitimándose y naturalizándose de manera cotidiana, tanto en el microespacio familiar, como en los espacios públicos.

La responsabilidad del Estado en poner freno a la violencia contra los cuerpos infantiles es compartida por los medios de comunicación. Resulta ilustrativo, por ejemplo, cómo en el mes de febrero de 2020, las mujeres mexicanas salieron organizadamente a las calles para protestar en contra de los feminicidios en México, y detuvieron su marcha frente a las instalaciones del periódico La Prensa. Ahí levantaron sus voces para impugnar la publicación de imágenes que ese periódico —el mismo que por décadas ha naturalizado y comercializado la violencia hacia los cuerpos femeninos adultos e infantiles— hizo sobre el reciente asesinato de Ingrid Escamilla. La comercialización y espectacularización de los feminicidios y de la violencia hacia las mujeres, adolescentes y niñas —que desde el feminismo Rita Segato ha interpretado como una pedagogía de la crueldad— tiene una larga historia en nuestro país. ¿Cuál es el compromiso ético que ha asumido la prensa frente a la violencia hacia los cuerpos femeninos?

A lo largo del siglo XX, la prensa mexicana se regodeó en presentar la información de los secuestros, raptos y abusos de niñas y adolescentes como si fueran increíbles hazañas de corte cinematográfico, utilizando adjetivos rimbombantes que capturaban la atención de los lectores, a quienes se les incitaba morbosamente a informarse de esos “audaces secuestros”. Innumerables titulares asociaron los secuestros de niñas y adolescentes, generalmente vinculados a su comercialización para la explotación sexual, con cuentos de hadas de la literatura infantil y romántica, reproduciendo arquetipos violentos de masculinidad, haciendo apología de la violencia de género y atizando fantasías masculinas. A los secuestradores se les asignaban motes de “tenorios”, “casanovas,” “audaces galanes,” o “Don Juanes de Barrio”, que raptaban a “guapas jovencitas,” “bellas chicas” u “obreritas”. Estos ejemplos son solo una muestra de la irresponsabilidad con la que han actuado muchos medios de comunicación en la naturalización y reproducción de la violencia hacia las niñas y hacia las adolescentes pero también del aprovechamiento y reproducción de la violencia con finalidades comerciales.

En México los avances y las luchas para la protección a la infancia y el reconocimiento de niños y niñas como sujetos de derecho coexisten con esas fuerzas políticas, sociales, económicas e históricas que actúan cotidianamente en contra de sus derechos a nivel micro y macro social. Se requieren transformaciones muy profundas en la actuación del poder policial, judicial, en las prácticas culturales, en la vida familiar y colectiva, en la forma de comunicar la violencia de los medios masivos, en la manera de afrontar las violencias en todos los espacios cotidianos. La pandemia que vivimos actualmente, ¿aparece como una posibilidad de construir otro mundo? Esa es la gran pregunta. Podríamos pensar que en ese otro mundo posible es urgente que los adultos construyamos relaciones con los niños, las niñas y adolescentes basadas en el respeto mutuo, en el cuidado del otro, en la democratización de la familia, en el que no entre el maltrato, los usos y los abusos de los cuerpos infantiles, en donde se eliminen las múltiples expresiones de la violencia. En el que los medios asuman una responsabilidad ética y política en la defensa de niños, niñas y adolescentes y dejen de ser cómplices de la comercialización de la violencia.


[1] “Joven que salta de un auto en que la raptaban”, La Prensa, México, 18 de diciembre de 1930, p. 2.

[2] “Colegiala raptada en la anexa a la normal por una partida de facinerosos ‘empaliacatados”, La Prensa, México, 11 de julio de 1940, p. 4.

[3] Qvortrup, Jens. 1999. Childhood and societal macrostructures; Childhood exclusion by default. Odense: Center for Kulturstudier, Medier og Formidling, p. 1.

[4] Liebel, Manfred. 2017. Latin American Childhoods: Racist Civilisation and Social Cleansing. Sociedad E Infancias; Vol. 1 (2017); 19-38. Ediciones Complutense, p. 34.

[5] Archivo General de la Nación, Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, caja 195, expediente. 1035, 1932.