En defensa del resentimiento

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Pocas palabras más usadas al discutir de política en los últimos años que “resentimiento”. Todas la hemos escuchado. Es innegable que el término tiene mala prensa. Desde hace algún tiempo, la invocación al resentimiento se ha convertido en una respuesta siempre lista contra quien denuncie cualquier tipo de injusticia: la “vieja confiable” con la que se pretende descalificar toda crítica al statu quo. Previsiblemente, “resentido” es un insulto común contra Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y sus simpatizantes. 

En el uso que le dan sus críticos, la palabra remite a una mezcla tóxica de envidia, rencor y deseos de venganza. Sin embargo, esta lectura es una interpretación limitada y prejuiciosa del resentimiento, una emoción cuyo valor puede demostrarse política y filosóficamente. Dedico las siguientes líneas a esbozar su defensa. En primer lugar, muestro cómo la crítica a emociones como el resentimiento forma parte de una estrategia que ha tratado de alejar de la vida pública a ciertas formas de hacer política y a poblaciones como los pobres y las mujeres. En segundo lugar, subrayo el papel fundamental que juega el resentimiento en la lucha contra las injusticias, descubriéndolas y expresándolas, especialmente cuando quienes lo experimentan son las personas más vulnerables. 

La crítica al resentimiento como mecanismo de exclusión

Como explica Emmy Eklundh, la forma más común de atacar al populismo es presentarlo como la manipulación de un pueblo demasiado emocional por parte de un demagogo. En este cuento hay un villano, el líder que se aprovecha de los sentimientos de la gente para alcanzar el poder, y una víctima, el pueblo que, presa de sus pasiones, es incapaz de distinguir lo que realmente le conviene. Detrás de esta narrativa tan común hay una idea simple pero peligrosa: las emociones no tienen cabida en el mundo de la política.

Este planteamiento no sólo es falso, sino que ha servido históricamente como una implacable herramienta de exclusión. Hoy como ayer, los medios de comunicación, centros de pensamiento y analistas que defienden al statu quo buscan distinguir entre unos ciudadanos “buenos” y “responsables” que votan siguiendo una opinión informada (que suele coincidir con la de esos mismos medios y analistas) y una muchedumbre “irracional” y “manipulada” que vota siguiendo lo que dictan sus entrañas. 

Quienes hacen esta distinción reproducen un mecanismo mediante el que históricamente se ha etiquetado a poblaciones enteras como “no aptas” para participar en el juego democrático por ser poco “racionales”. Esta estrategia de exclusión ha sido padecida por las mujeres a lo largo de casi toda la historia de la humanidad. Durante un largo tiempo fue aplicada también contra los “salvajes” que nacieron fuera de Europa. Hoy suele utilizarse para hacer a un lado a los jóvenes. Todos estos colectivos han sido juzgados como demasiado emocionales para entrar al mundo de la política: sus opiniones han sido vistas como menos valiosas que las de los “verdaderos” ciudadanos y, en ocasiones, como abiertas amenazas para la democracia.

En el recuento de la exclusión política a causa de las emociones son las mujeres las que se han llevado la peor parte. A lo largo de la historia, recuerda Eklundh, los defensores de la política “racional” se han referido a ellas como locas, histéricas y víctimas de sus hormonas. Lo anterior ha ocurrido incluso con las mujeres que, bajo cualquier parámetro, son exitosas. En la campaña por la presidencia de Estados Unidos de 2016, por ejemplo, no pocos cuestionaron la capacidad de Hillary Clinton para ser “comandante en jefe” y tomar decisiones sobre el uso de armas nucleares por el mero hecho de ser mujer y menstruar (a pesar de que la señora tenía entonces 68 años y resultaba poco probable que estuviera aún en edad reproductiva). 

Algo similar pasa hoy con los populistas en general y con quienes votaron o apoyan a AMLO. Su “enojo” y “resentimiento” son presentados por sus críticos como un supuesto peligro para México. Al igual que ha ocurrido en otros momentos de la historia, en nuestro país la crítica a las emociones se ha convertido en una forma sibilina de lanzar un ataque contra la democracia, la participación popular y la igualdad política.

En realidad, el problema no sólo es que la apelación a la “racionalidad” sea utilizada como una herramienta de exclusión, sino que su mismo concepto es problemático. Filósofos como Charles Mills han sostenido que nuestra idea de “racionalidad” está fundamentada en prejuicios raciales y de clase, y resulta inseparable de un contexto específico. Ni siquiera Kant pudo escapar de estos sesgos, como muestran sus opiniones sobre los negros y los indígenas americanos: “esclavos naturales” para el sabio de Königsberg. Hoy tomar a la racionalidad como algo neutral o políticamente aséptico es, por decir lo menos, ingenuo. Al igual que la idea de separar mente y cuerpo, pretender hacer una distinción tajante entre razón y emoción en política es ideología pura disfrazada de ciencia. La democracia requiere de ambas. Obviar este hecho sólo puede entenderse como una forma de intentar excluir ciertas posturas del juego democrático o de oponerse al cambio desde una posición de privilegio.

El valor del resentimiento en la lucha contra la injusticia

Podemos estar de acuerdo en que la crítica a las emociones suele ser una estrategia de exclusión. Queda por verse qué tiene de especial el resentimiento que amerite defenderlo. En este punto vuelve a ser útil la filosofía, desde donde se ha realizado una interesante reflexión que vincula al resentimiento con valores como la justicia, la práctica de hacer que las personas rindan cuentas (la famosa accountability) y el respeto por uno mismo.

Como argumenta Alice MacLachlan, cuando nos enfrentamos a lo que consideramos una injusticia, las personas sentimos una mezcla de emociones que van de la frustración a la furia. En este coctel, el enojo es frecuentemente el ingrediente principal. El resentimiento es un tipo específico de enojo. Uno que reacciona frente a un agravio diciendo: “esto es injusto”. Es, por lo tanto, una emoción vinculada a nuestra dignidad, un reclamo que nos afirma como merecedores de respeto. En este sentido, el primer argumento en defensa del resentimiento es que cumple una función moral: la de expresar una protesta contra lo que sentimos como la violación de un derecho. Reconocer el valor de esta emoción es una forma de posicionarse del lado de las víctimas que, tras sufrir algún hecho de violencia, muchas veces no tiene voz salvo para expresar su resentimiento. 

El resentimiento no es una emoción placentera. Se trata de un sentimiento con el que no es fácil empatizar. Quizá por eso es común que en el lenguaje común la búsqueda de la “reconciliación” parezca siempre una mejor respuesta ante los agravios que la expresión del enojo. El problema está en que, en contextos de injusticias estructurales, no tomar en cuenta el resentimiento de las víctimas equivale a empujarlas a dar carpetazo a sus reclamos y seguir con su vida como si nada hubiera pasado. Por el contrario, validar su resentimiento es una forma de no rehuir las conversaciones incómodas que la vida en común demanda, pero que nuestra aversión al conflicto nos impide comenzar.

Como integrantes de una comunidad, nuestro sentido de lo que es justo está vinculado a factores tan variados como la distribución de la riqueza y el prestigio, la seguridad y la representación. La ruptura de cualquiera de estas expectativas puede llevarnos al resentimiento. Es comprensible que, en un entorno plagado de injusticias como el nuestro, los resentimientos surjan por razones de diversa índole: políticas, económicas y sociales. También que se apilen unos sobre otros.

En este tipo de casos, las injusticias pueden perpetuarse porque quienes las sufren carecen del lenguaje para articular su agravio en términos morales. En estas situaciones el resentimiento cumple otro importante papel, no ya en la expresión de protesta contra la injusticia sino en el descubrimiento de las injusticias como tales. La teórica feminista Carol Gilligan se ha referido a la “rabia” como la emoción política por excelencia: un “predictor” de la injusticia, de la opresión y del mal trato. La “pista” de que hay algo mal en nuestro entorno. Como tal, nos alerta de un problema que existe en el horizonte (vago, incierto) antes de que podamos siquiera identificarlo. Lo mismo ocurre con el resentimiento, que actúa como indicador de un problema social que aún no reconocemos como un agravio.

Desde luego, hay espacio para que las cosas no salgan bien. Nuestro resentimiento puede ser producto de una interpretación errónea de los hechos, el blanco de nuestro enojo puede estar mal dirigido y el grado de culpabilidad que le atribuimos puede ser desproporcionado. Con todo, incluso en los resentimientos aparentemente menos legítimos suele haber mensajes valiosos. El trabajo de MacLachlan muestra que el problema de pensar en resentimientos “razonables” y “no razonables” es que este procedimiento tenderá a descartar el enojo de los más vulnerables, precisamente aquellos cuyos intereses tienen menos probabilidad de estar representados en nuestras instituciones, nuestras costumbres y nuestros códigos morales.

El verdadero peligro del resentimiento

No hay que tenerle miedo al resentimiento. Tampoco hay que rechazarlo. Se trata de una herramienta de expresión y descubrimiento particularmente útil en la lucha contra la injusticia. Por el contrario, lo que es preciso es reconocer su existencia, valorar su función social y sobre todo encauzarlo, de modo que se traduzca en leyes y políticas que corrijan los agravios y respondan a los reclamos de quienes lo padecen, especialmente cuando son los más desfavorecidos.

El resentimiento no es la causa de nuestros males, sino un síntoma que nos ayuda a identificarlos. Contrario a lo que se piensa, tampoco es una emoción inventada por la izquierda. Más que incitar el resentimiento, una agenda progresista es nuestra mejor apuesta para poder gestionarlo. No con reconciliaciones forzosas ni llamados huecos a la unidad, sino haciendo frente a las injusticias que producen este enojo. Lo que sí aviva el resentimiento es, paradójicamente, lo que hoy hacen sus críticos: desestimar las razones para experimentarlo, negarle a quienes lo sienten la dignidad que reclaman y boicotear cualquier tímido esfuerzo para atender a sus causas, llámese aumento al salario mínimo, organización de una consulta o constitucionalización de derechos.

Ahí quizá radique el verdadero peligro del resentimiento: en esas críticas que, a fuerza de deslegitimarlo, alimentan la rabia sin ofrecerle salida, como si quisieran volverse una profecía autocumplida.

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