
Crónica
Analiese Richard
El día 6 de diciembre del 2022, se decidió la última contienda de las elecciones intermedias en Estados Unidos que se llevó a cabo el 8 de noviembre. En una segunda vuelta, los votantes del estado sureño de Georgia —territorio republicano de largo antaño que ahora se encuentra en disputa— eligieron al demócrata Ralph Warnock para representarlos en el Senado. Activista social y pastor de una iglesia protestante de Atlanta, Warnock venció a Herschel Walker, exjugador de futbol americano apadrinado por Donald Trump, cuya campaña estuvo marcada por múltiples acusaciones de violencia de género y abuso sexual. Como académica interesada en la democracia y los movimientos sociales, y originaria del sur estadounidense, seguí esta contienda de cerca.
La victoria de Warnock sobre Walker fue interpretada por muchos como el fin definitivo del sueño republicano de crear una “Ola Roja” que llevaría a Trump de nuevo a la Casa Blanca en 2024, fortaleciendo así un partido cada vez más fraccionado. En su discurso de cierre de campaña para los Demócratas, el Presidente Biden llamó al público a votar para salvar el proceso democrático en el país ante los ataques republicanos a instituciones electorales. “Sabemos en nuestros huesos,” dijo, “que la democracia misma está en peligro.” Pero la ola roja nunca rompió y, tras algunos reacomodos de último momento, los Republicanos ganaron una mayoría precaria en la Cámara de Representantes mientras el Senado quedó en manos de los Demócratas, pero con poco margen.
En su mayoría, la prensa se limitó a debatir cómo cada partido había capturado la preferencia de sus votantes. Por ejemplo, se reportó que los jovenes —preocupados por el derecho al aborto y el futuro incierto de la economía— habían rescatado las elecciones para los Demócratas, pues este sector social que habitualmente omite participar en las elecciones intermedias salió a votar en grandes números, sobre todo en zonas urbanas. En particular, la gran mayoría de mujeres jóvenes y solteras votó por candidatos Demócratas, por lo que varios Republicanos declararon públicamente que habría que promover el matrimonio temprano. Algunos atribuyeron la falta de apoyo juvenil hacia los Republicanos al “woke syndrome”, despreciando la creciente propensidad de éstos para admitir y cuestionar las raíces colonialistas y sexistas del país y sus legados en el presente. Otros se centraron en la evidente falta de “calidad” de los candidatos apadrinados por Trump. El caso de Walker fue especialmente notable en ese sentido.
Georgia es un estado clave para el 2024, gracias en parte a un cambio demográfico que da a votantes afroamericanos y de otras minorías una clara ventaja en zonas urbanas. Se trata de poblaciones que tradicionalmente votan Demócrata. Deseoso de jalar al voto afroamericano, y con muy poca idea de las verdaderas prioridades de los votantes más allá del color de su piel, Trump colocó a un candidato que hizo desplante tras desplante. Pronunció un discurso, en los días finales de su campaña, en el que debatía de manera muy sincera si sería mejor convertirse en vampiro o en hombre lobo. Era finales de octubre, la temporada de Halloween, pero aún así lo dejó en ridículo.
En este debate mediático sobre las preferencias de los votantes de distintos sectores de la sociedad norteamericana quedaron de lado elementos estructurales y coyunturales que evolucionan y convergen sobre escalas de tiempo mucho más largas que las de un solo ciclo electoral. Al mismo tiempo que Estados Unidos es una democracia, es un superpoder militar con pretensiones imperialistas. A lo largo de mi vida, el presupuesto federal ha sido reconfigurado por el Congreso y el Ejecutivo, reduciendo la inversión en programas sociales, educativos e infraestructurales para fondear guerras sin fin en todo el mundo (muchas relacionadas con el control del petróleo y otros recursos estratégicos) y para expandir el sistema carcelario dentro del país. Mientras, un discurso de crisis constante, de peligros inminentes que acechan la casa por dentro y por fuera, ha pretendido unir a la nación. Sin embargo, ese mismo discurso opaca los peligros estructurales acumulados que resultan de esta fundamental contradicción. Otros peligros —la creciente desigualdad, el cambio climático, la precariedad de los sistemas de salud y de la educación, la proliferación de armas y de grupos terroristas de supremacía blanca— se acumulan sin atenderse.
En el caso de estas elecciones, más que entusiasmo por los Demócratas como tal, lo que observé fue una angustiada ambivalencia de muchas personas que salieron a votar por ellos. Se resumió en un poema que circulaba en redes sociales progresistas poco antes de las elecciones, La votación como extinguidor de incendios, escrito por Kyle Tran Myhre, artista hiphop y poeta slam de Minneapolis, donde el asesinato de George Floyd, un ciudadano afroamericano, a manos de tres policias en la primavera del 2020 desató protestas nacionales en contra del racismo institucional y la violencia policiaca.
Cuando la casa embrujada se incendie:
un momento de indecisión.
Después de todo, la casa fue construida con huesos y
sangre y con malas intenciones.
A todos los que entran en ella les apodera
un sentimiento de temor, una maldad
que tal vez solo puede purgarse con fuego.
Es difícil resistir la tentación de dejar que las llamas la consumen.
Pero luego me acuerdo:
hay niños adentro.
(traducción mía)
En el estado sureño de Luisiana, donde yo crecí, las casas embrujadas o casas de espantos son parte tradicional de las celebraciones de Halloween. Se reviste algún espacio —como una bodega o el gimnasio de una escuela— como una choza decaída con telarañas de algodón por doquier, luz tenue y sonidos grabados. Rechina una puerta vieja, el viento chifla por una ventana rota, ruge el loup-garou, el hombre lobo de las leyendas acadianas. Los espectadores entran guiados por voluntarios disfrazados. En cada rincón hay un nuevo horror para experimentar, como la clásica sala con ataúd desde donde brinca un vampiro cuando los visitantes se acercan. Cuando tenía 8 años ayudé a escenificar una cocina de brujas para la gran casa de la kermés de mi escuela. Me acuerdo como en total oscuridad la guía retaba a los visitantes a tocar una guisado de “ojos” (uvas en aceite) o meter sus manos en una olla de “sesos” (espaguetis sobrecocidos). Actualmente uno de mis antiguos compañeros de clase, con ayuda de voluntarios, arma una casa embrujada cada Halloween, para recabar fondos para ayudar a sus vecinos a pagar deudas médicas. Luisiana es uno de los estados más pobres, una “zona de sacrificio” de contaminación y corrupción petrolera que compite con Mississippi para el último lugar en los rankings del sistema educativo y de salud. Sin embargo, en mi pueblito todos arremeten contra los que “aceptan regalías del gobierno”. ¿Nos hemos habituado al sonido del aire que serpentea por los agujeros cada vez más grandes?
Recuerdo también la desolación que sentí al mirar las noticias de la elección de Trump desde la Ciudad de México, hace seis años, sensación que se mezcló con las náuseas de los primeros meses de un embarazo. Tratando de consolarme, varios amigos estadounidenses insistieron que no me preocupara, que cuatro años eran pocos y que las instituciones y la Constitución eran fuertes. Trump se esforzó por hacer el máximo daño posible, con su retórica fascista que incitó a actos de violencia espectaculares y cotidianos, su desprecio por la vida del planeta y de la mayoría de sus habitantes, y su trivialidad egocéntrica. Pero mucho del daño ya estaba hecho. En esos cuatro años creo que muchos estadounidenses empezaron a hablar en términos distintos del pésimo estado de la casa en la que habíamos crecido. Está en peligro, sí. Pero sus cimientos fueron construidos con huesos y sangre y malas intenciones para empezar. Y muchos de nosotros nos habíamos quedado frente a la puerta o solo entrábamos en condiciones precarias para hacer la limpieza.
En esta elección intermedia no hubo ola de cambio, sino punto muerto. Los distritos electorales de tradición demócrata —ahora republicanos— fueron, en su mayoría, territorios sujetos a campañas coordinadas de manipulación del voto a largo plazo. A la reconfiguración de los distritos para “diluir” el voto de minorías (“gerrymandering”, una estrategia empleada desde tiempos de la Reconstrucción tras la Guerra Civil para evitar la elección de representantes afroamericanos en los distritos sureños), se agregaron otras tácticas como la eliminación estratégica de casillas electorales, la restricción de horarios electorales y la reducción del voto por correo. Grupos armados intimidaron a votantes y destrozaron buzones para el depósito de votos por correo. Eso aunado a la anterior campaña de parte de Trump y muchos de sus partidarios para anular la elección del 2020, intimidando a oficiales electorales y al propio Congreso con una combinación de violencia y demandas legales.
Y es que, ante el impasse partidario en el Congreso, muchas de las luchas políticas más importantes en Estados Unidos ahora se persiguen mediante demandas legales o actos ejecutivos. Esto tiene el efecto de concentrar cada vez más poder en el presidente y en la Suprema Corte. Cuando Trump logró colocar tres jueces en la Suprema Corte, quitó una piedra muy grande del camino a grupos de extrema derecha quienes impulsaron durante décadas paquetes de legislación estatal y estrategias de litigio con la finalidad de revertir garantías legales contra la discriminación y a favor de la igualdad social. Las recientes decisiones de la corte que dan reversa al derecho federal al aborto y a los derechos territoriales de naciones indígenas, asi como la inminente amenaza contra el reconocimiento del matrimonio igualitario, revierten derechos básicos que aseguran a las personas vivir una vida libre, otorgando el poder a los estados para imponer las restricciones que quieran. El resultado es la re-legalización y la re-legitimación de formas de subordinación política, social y económica que costaron décadas de lucha atenuar, si no acabar. Intentos inacabados a la reconstrucción de cimientos mal armados desde el principio.
La democracia estadounidense está en peligro, dice Biden. Y sí que lo está. Hay agujeros en el piso, goteras en el techo, las vigas están casi vencidas. No solo está en juego la integridad del sistema electoral, sino también los derechos fundamentales y las condiciones de vida de sus habitantes, ciudadanos y no-ciudadanos. Pero en el Congreso también el discurso de crisis constante ha reemplazado los grandes proyectos que pretenden construir un país más igualitario y justo, dentro y fuera de sus fronteras. Pienso que los jóvenes y las mujeres y los residentes de áreas urbanas salimos a votar por los Demócratas, no necesariamente porque ellos lograron convencernos que pueden construir un futuro mejor desde Washington. No lo hicimos porque añoramos la casa de los espantos. Lo hicimos porque hay niños adentro.