El 14 de enero del 2020 se dio a conocer en redes sociales la intención de la Fiscalía General de la República de proponer al Poder Legislativo Federal una iniciativa de reformas normativas que transforma de manera toral al sistema de justicia penal mexicano.
En el momento en que escribo estas líneas está por cumplirse la fecha fatal señalada por el Fiscal General (1º de febrero del 2020) para presentar formalmente su propuesta, aunque por las recientes noticias pareciera que esa fecha no necesariamente significará la formalización de la iniciativa. Este anuncio fue precedido de la circulación de las propuestas y de la intención que en ellas se contiene.
El mundo jurídico mexicano se despertó con esa noticia aquel día y ha reaccionado unánimemente en contra de esa reforma integral. Eso ocurre por varias razones que ahora trataré de explicar.
Se pretende reformar la Ley Nacional de Ejecución Penal, la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, la Ley Nacional del Sistema Integral de Justicia para Adolescentes, y crear un Código Penal Nacional, una Ley Orgánica de la Fiscalía General de la República, un Código Nacional de Procedimientos Penales y una Ley Nacional de Cultura y Justicia Cívica. Sin embargo, es la propuesta de reforma y adiciones a varios artículos de la Constitución federal la que nos permite leer sintéticamente la intención de esta mega reforma.
Me explico. En el año 2008 se publicó una reforma constitucional muy importante al sistema penal mexicano que introdujo los principios y reglas torales de un sistema penal de tipo acusatorio. Algo extraño, puesto que en principio la Constitución debiera concentrarse en establecer los principios generales que rigen al sistema político mexicano y a garantizar los derechos fundamentales de las personas que habitamos este país. Sin embargo, los mexicanos solemos insertar en el texto constitucional cualquier normativa que se pretenda que adquiera el más alto rango de observancia.
La introducción de esos principios daba un giro a nuestro sistema de justicia para abandonar un sistema básicamente inquisitivo, basado en el ejercicio de un alto poder del Ministerio Público en la etapa de investigación, en la escasa supervisión de sus actuaciones por parte de los órganos jurisdiccionales, en la secrecía de las investigaciones ligada con la imposibilidad de defensa por parte del investigado, en la poca o nula intervención de la víctima en la defensa de sus derechos e intereses, en el imperio del expediente escrito fuera del cual ninguna verdad era posible, en la falta de cercanía de los jueces hacia los justiciables, y en el largo y sinuoso camino de la justicia, traducido en años de litigio y poca efectividad.
La promesa del nuevo sistema de justicia penal giraba en torno a la oralidad, a la división de funciones judiciales para que un Juez de Control vigilase las actuaciones del Ministerio Público —específicamente aquellas que de manera inminente sean violatorias de derechos fundamentales—; otro Juez de oralidad juzgará sobre la responsabilidad penal y un tercer juzgador regulará la ejecución de las penas. Este tercer juez releva a la administración de los centros de reclusión de esa amplia potestad de reducir las penas o ampliarlas, bajo criterios no jurisdiccionales sino administrativos en muchas ocasiones estigmatizantes de los reclusos.
Otro gran cambio fue la agilidad del proceso, y la presencia del juez y su obligada interacción con las partes en el juicio, de manera que no sólo tuviese oportunidad de crearse un criterio inmediato, sino de que las partes se sintieran atendidas y entendidas por quienes las va a juzgar. Estas reglas interactúan de manera transversal con la publicidad del juicio, que permite no sólo a las partes enterarse de todo cuanto en él ocurre y poder ejercer su derecho a la defensa, como para que la sociedad en general juzgue la actuación jurisdiccional. Esta posibilidad ciudadana es la única vía para poder legitimar el trabajo de los juzgadores, en un contexto democrático.
En suma, el acusatorio es un sistema que pretender ser altamente garantista y protector de los derechos fundamentales de víctimas y procesados. Aspira también a establecer balances del ejercicio de poder del órgano persecutor de la justicia, es decir, del Ministerio Público, para reducir la brecha de violación a los derechos de las personas que son investigadas y procesadas.
Vale decir que cuando se publicó esta reforma garantista en nuestra Constitución, también se reforzó el sistema de persecución de los delitos relacionados con la delincuencia organizada. Es decir, para los delitos “ordinarios”, garantías; para los delitos del crimen organizado, “el mayor peso de la ley”. ¿Qué significaba eso? La convivencia esquizofrénica en nuestra Constitución de dos sistemas de justicia opuestos, inconciliables: el acusatorio para la delincuencia común y el inquisitivo reservado para los delincuentes organizados.
Después de la reforma de 2008, México transitó por ocho años de preparación para la implementación de dicho sistema. Hubo que hacer grandes modificaciones, no sólo en las estructuras de las instituciones de procuración y administración de justicia, sino en la formación del personal que iba a ejecutarlo.
Implicó un gran cambio de paradigmas en el ejercicio profesional del abogado, del fiscal y del juez. También del agente del Ministerio Público, de la policía investigadora y de los peritos. Las competencias de cada uno tuvo que girar, porque nadie estaba habituado a argumentar oralmente en un contradictorio público. Porque el juez solía resolver los asuntos en la tranquilidad y privacidad de su despacho, casi siempre con la ayuda integral de un secretario que le propusiera la resolución. Porque el agente del Ministerio Público solía resolver el asunto prácticamente en la investigación y usando recursos muy cuestionables en materia de respeto a los derechos fundamentales. Porque las obligaciones de los policías eran mínimas en el sistema anterior, y ahora debían ser capaces de tomar declaraciones debidamente, realizar detenciones bajo el marco de la ley, preservar el lugar de los hechos, iniciar y/o seguir la cadena de custodia y así.
Finalmente, el perito pasó a tener un papel protagónico. Antes era un simple auxiliar cuya tarea bastaba con la rendición de un dictamen por escrito y la eventual ratificación del mismo. Con suerte, asistía a una junta de peritos. Hoy la prueba pericial ha pasado a tener un papel muy importante en los procesos penales. Su integración en seguimiento de la cadena de custodia es esencial, su formación profesional tiene que estar acreditada, sus metodologías protocolizadas y su habilidad para defender en juicio oral su dictamen tiene que ser absoluta.
Podría seguir explicando las bondades del sistema penal acusatorio, pero una vez que en 2016 se cumplió el plazo para su total implementación en toda la República, ¿qué evaluación se tiene de su funcionamiento? Con independencia de que cada una de las instituciones de procuración y administración de justicia esté haciendo lo propio para contestar esta pregunta, la percepción general de la sociedad no es alentadora. Resulta una obviedad afirmar que la ciudadanía hoy día no confía en el sistema de justicia penal mexicano en ninguno de sus niveles e instancias.
¿Qué hacer para contrarrestar este camino? La reforma constitucional y legal que se propone no puede ser la solución.
En primer lugar, la reforma constitucional que se comenta propone la desaparición de la figura del Juez de Control. Ese juez que se introdujo en el sistema precisamente para controlar la constitucionalidad y legalidad de las actuaciones del Ministerio Público y que en ese sentido es el contrapeso de cualquier acción investigativa invasiva de los derechos fundamentales. Además, ese Juez tiene el encargo de decidir sobre las soluciones alternas que permiten la economía en la resolución de las controversias penales.
Otra propuesta es la generalización de la aplicación del arraigo como medida de investigación. Esta propuesta es verdaderamente una violación a los principios fundamentales de presunción de inocencia y de seguridad jurídica.
El arraigo es una medida cautelar que se introdujo en el sistema mexicano de manera excepcional. Se trata de la posibilidad de privar de la libertad a una persona que es investigada por delitos relacionados con la delincuencia organizada, mientras precisamente se desarrolla la investigación. Es decir, el agente del Ministerio Público aún no cuenta con elementos suficientes para imputar la comisión del o de los delitos de delincuencia organizada, pero requiere que no se fugue mientras reúne esos elementos. Esto significa que una persona a quien se relaciona en una investigación de delitos delincuencia organizada es susceptible de ser privada de su libertad sólo por un mero señalamiento, sin que se cuente con elemento suficientes para que previamente se le haya vinculado a un proceso. El estándar probatorio es prácticamente nulo para someter a una persona a esta medida.
Si bien se requiere de autorización de un Juez (por cierto, de Control) el arraigo es evidentemente inconvencional. Viola, en principio, el artículo 7º de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que prohíbe la detención o encarcelamiento arbitrario y establece el derecho de toda persona detenida de ser llevada sin demora ante un juez para ser juzgada en un plazo razonable o ser puesta en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso.
La manera en que el Estado mexicano solucionó esa crítica de inconvencionalidad fue insertando en el texto constitucional la figura del arraigo para casos de delincuencia organizada. Pues bien, esta figura aberrante a los derechos de las personas se quiere ahora generalizar para ser aplicable en todos los casos. ¿Es eso necesario? ¿La autoridad ministerial no cuenta con otras medidas para solucionar su eficiencia investigativa? [1]
Otro medida a destacar es la ampliación de los supuestos en que pueden intervenirse las comunicaciones privadas como medida de investigación de los delitos. Actualmente nuestra Constitución prohíbe que esa medida se emplee en materia electoral y fiscal; pues bien, la propuesta es ampliar la medida para aplicarse también en estas áreas.
Otro principio que se piensa modificar es el plazo para retener a una persona. El artículo 16 constitucional establece que nadie puede ser retenido por el Ministerio Público por más de 48 horas sin que se le ponga a disposición de una autoridad judicial. El plazo podría duplicarse por decisión de la autoridad en delitos de delincuencia organizada, corrupción u otros de “relevancia social”. Esta disposición abre la puerta para que casi cualquier hecho objeto de investigación de lugar a que una persona sea retenida por el Ministerio Público, sin ser puesta a disposición de un juez, hasta por 96 horas, de manera general.
Sobre este delicado tema de plazos de detención, se propone eliminar el de 72 horas que es el límite máximo en que una persona puede estar detenida ante una autoridad judicial sin que se justifique esa detención; esto deja en la autoridad judicial la decisión arbitraria sobre el tema.
Una reforma toral es la eliminación del Auto de Vinculación a Proceso, que es la resolución en que el Juez de Control determina si una persona debe ser puesta en libertad o no, si se le sigue un juicio o no, si se le impone una medida cautelar para asegurar que se sustraiga de la justicia o proteger a las víctimas, entre otras cuestiones. La propuesta de eliminar del texto constitucional esta figura no es algo menor. No se trata solo de un cambio de denominación a las resoluciones, sino de que el cambio es un anuncio de la extinción del sistema, porque el Auto de Vinculación a Proceso es uno de los pilares del juicio. Marca el inicio formal del proceso y es el acto central de control de constitucionalidad y legalidad de la actuación del Ministerio Público hasta ese momento.
Luego, para seguir en la tónica inquisitiva de esta propuesta, también se pretende generalizar una medida altamente restrictiva del derecho a la defensa, que consiste en que al imputado sólo se le permita conocer los datos “relacionados con la imputación” que consten en el proceso. Este es un uso que impera en los procesos de delincuencia organizada, pero no en lo general. Se ha justificado porque en investigaciones tan amplias y complejas como son las de grupos delincuenciales organizados, no se quiere dar a conocer a los imputados todo el contenido de la misma, sino sólo el que le concierne. Pues bien, parece que esta medida se pretende extender para todo imputado en México, lo que posibilitaría al Ministerio Público reservar buena parte de sus investigaciones y sólo permitir al imputado lo que él considere que le concierne saber. Esa es una medida arbitraria y altamente restrictiva del derecho de defensa.
En el afán restrictivo de derechos fundamentales, también se propone eliminar la intervención judicial en aspectos esenciales de la ejecución de sentencias. Vuelve la administración penitenciaria a regir los traslados.
Y para cerrar este comentario —y no así el asombro que nos provoca la temeridad de la propuesta de reforma—, se pretenden crear las figuras de Jueces y Magistrados especializados en materia de responsabilidad penal que conozcan de delitos cometidos por Jueces y Magistrados del Poder Judicial de la Federación en la resolución o conocimiento de procesos penales federales. Estos jueces y magistrados especiales serían designados por el Senado de la República, a partir de una terna presentada por el Presidente. Mayor injerencia entre poderes e invasión de facultades pareciera no ser posible. Se trata de una pretensión que significa una absoluta violación en el ejercicio jurisdiccional que en sí mismo debe encontrarse libre de cualquier presión política.
Sobre este punto se deben tener en cuenta varios temas. El primero es que la designación de jueces no debe ser política. Los jueces federales (con excepción de los Ministros) cumplen con un servicio de carrera que garantiza su expertise judicial y deben aprobar una serie de evaluaciones que garantizan sus conocimientos y un debido ejercicio profesional. Entre los principios que rigen a la actuación judicial se encuentra el de independencia, y eso significa la no sujeción a otros poderes; el que sea un poder distinto el que designe a estos jueces no especializados, sino especiales para juzgar a otros jueces en materia penal, significa una flagrante violación al principio de independencia judicial.
Como decía, estos jueces serían no especializados, sino especiales. De ese tipo de jueces prohibidos en la Constitución en el artículo 13 constitucional, por tratarse de tribunales creados ad hoc para juzgar en procedimientos concretos con una manipulación orgánica o funcional. No se justifica en nuestros sistema jurídico la creación de este tipo de tribunales, cuando ya existen otros con competencia generalizada para conocer de delitos federales.
Aún más evidente es la injerencia que se desprende de la propuesta de reforma cuando se establece que la vigilancia y disciplina de estos juzgados especiales, estará a cargo del Senado de la República.
¿En qué se traduce esta propuesta de reforma constitucional y sus correlativas reformas legales? En una evidente vuelta al sistema de justicia penal acusatorio que tiene pretensiones garantistas.
Si lo que se pretende es redirigir las bases normativas para fortalecer la investigación de los delitos en México, la solución no es recrudecer las medidas de investigación ni poner más en peligro al respeto de los derechos fundamentales de las personas sujetas a investigación y luego a procesamiento. Este tipo de medidas se traducen en lo que en la teoría penal se ha denominado el “Derecho Penal del Enemigo”[2], que se traduce en la persecución del enemigo del Estado a costa de sus derechos fundamentales. Ese tipo de medidas han demostrado su alta ineficacia.
Lo que se requiere no es cambiar la Constitución (una vez más) ni las leyes. Lo que se requiere es instrumentar vigilancia del actuar constitucional; rendición de cuentas en todos los niveles del sistema de seguridad, procuración y administración de justicia; aplicación efectiva de la ley y aplicación de instrumentos de evaluación del sistema penal acusatorio en vías de su mejora, no de su extinción.
[1] La figura del arraigo ha sido altamente cuestionada por estudios en materia de derechos fundamentales. Se suma a esa crítica el señalamiento de que la condición de arraigo posibilita otras graves violaciones de derechos del imputado, como es la tortura, debido a los limitados controles legales y una muy cuestionada revisión judicial en su aplicación. (Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los derechos humanos, Informe ante el Comité contra la Tortura con motivo de la revisión del 5º y 6º informes periódicos de México, 2012)
[2] El concepto del Derecho Penal del Enemigo, se acuñó frente al del Derecho Penal del Ciudadano, para dar sentido a dos ideales contrapuestos. Uno persecutor y otro garantista del gobernado. (Jakobs, Günter y Cancio Meliá, Manuel. Derecho penal del enemigo, Cuadernos Civitas, Madrid, 2003)