Es difícil encontrar las posibilidades políticas del silencio, sobre todo en las épocas predominantemente discursivas que vivimos hoy. Las recomendaciones sanitarias de distancia social y aislamiento han encausado muchas de las acciones que requerían nuestros cuerpos en espacios públicos frente a meros actos de habla. Si hace seis meses una misa o un examen profesional se celebraban en pequeñas congregaciones, en las que el rito se sostenía en la presencia de las personas y la repetición de gestos aprendidos tradicionalmente, hoy las costuras ficcionales de la solemnidad se muestran en las pantallas de los ordenadores.

Conozco a más de una persona que se graduó “en Pandemia”, con una camisa planchada y el pelo relamido frente a la cámara y un pantalón de piyama y pantuflas por debajo del escritorio. La magia de la presencia se ha disuelto parcialmente en las reuniones virtuales, y la distancia de los amigos que viven lejos ahora se parece a la de los que viven cerca: todos estamos a la espera de reunirnos “cuando esto pase”, aunque algunos ya aceptaron que las nuevas formas de socialización se harán costumbre antes de que la pandemia llegue a su fin.

A veces yo me cuento entre esas personas. Pero otras, reclamo tener paciencia y encontrar un equilibrio en adaptarse a dinámicas novedosas sin normalizarlas por completo. Me niego a renunciar, por decir algo, al disfrute del vaporazo que te recibe al entrar a una fiesta numerosa en un departamento pequeño o al olor a mantequilla de las salas de cine. Espero retomar esas actividades. Si me apresuran también quiero volver a sentir la victoria breve de cuando logras entrar a un vagón de metro llenísimo.

Entre los aspectos de mi vida anterior que me urge recuperar está, desde luego, el de la acción política presencial. Hasta ahora el silencio de la escucha ha sido mi manera de participar en los debates más acalorados que han inundado los programas de noticias y los paneles de discusión. Cómo jerarquizarlos, los que vienen a mi mente con urgencia son aquellos relacionados con el caso Lozoya, con la hidroeléctrica contra la que luchó Samir Flores y con la toma de la CNDH.

No es lo mismo estar callada como señal de ausencia, que estar callada en el turno de la escucha. Lo difícil ha sido que esa escucha constituya un acto político en un momento de predominante virtualidad, donde la forma más activa de oír parece ser la que replica los mensajes y crea la ilusión de que otros, a su vez, los escuchen. Me parece que es una ilusión porque los algoritmos de las redes sociales funcionan creando circuitos de información cerrados, en los que el mismo mensaje puede aparecer decenas de veces en el muro. Eso crea la ficción de que “todo el mundo” está hablando de lo mismo, compartiendo incluso una demostración similar de afectos: indignación, tristeza, rabia, angustia… Hasta donde he podido ver normalmente el espectro de las pasiones catalizadas por las redes sociales tiene que ver con el dolor y el desencanto. Quizá ésa sea de las más amargas contradicciones de esas plataformas públicas: un mensaje puede ser viral velozmente, pero la mayoría de las veces tendrá que sacrificar la esperanza o la alegría para ganar en efectividad.

A raíz del confinamiento sanitario el espacio narrativo de las redes sociales se reforzó como ágora de la acción política; aunque desde luego hay personas que siguen “poniendo el cuerpo” en el sentido más concreto de la frase, para continuar sus luchas. Evoco, por ejemplo, las imágenes del enfrentamiento de los estudiantes de la normal rural de Tiripetío, Michoacán, contra elementos de las fuerzas públicas el pasado 11 de septiembre.

Ante la anulación de mi cuerpo en los viejos modos de ejercer política concreta, por la vulnerabilidad potencial adquirida en la pandemia, decidí como estrategia temporal el silencio de quien escucha. Entro a Twitter sin afán de participación activa; leo y documento lo que me llega por Telegram y Whats sin replicarlo o comentarlo; dejo que mis amigos disciernan por Zoom quiénes son los buenos y quiénes los malos; asisto a charlas y paneles cuando la transmisión en vivo ya concluyó. Desde ahí he podido aprender a observar los ritmos y los compases de las discusiones por redes sociales. Tengo, por primera vez, la oportunidad de contemplar el presente y ponerle pausa cuando necesito adentrarme en una idea. Entreveo una pedagogía del silencio como forma de preservar la esperanza en medio de un relato apocalíptico dominante.

Callarse permite que otros hablen y que sus palabras no caigan en el vacío: es uno de los pasos tácitos de la memoria compartida que permite la continuidad de los relatos. Si todos nos dedicáramos a narrar o a discutir, pronto el cansancio y la saturación terminarían por impedir la recuperación de nuestra capacidad de modificar el porvenir.

Mi búsqueda actual por formas no verbales de la acción política tiene que ver con dejarme conmover por lo imprevisto y recuperar cierta extrañeza ante la realidad. Esto es relevante a escala comunitaria porque sin la sorpresa y el asombro se cierran las posibilidades de resistencia y la lucha se vuelve repetitiva e infértil. La imaginación se cansa de cargar el peso de la lógica y una mente sin imaginación con dificultad tiene espacio para el futuro. Y, por tanto, lo cede a manos ajenas. Creo que eso puede pasar cuando las personas envejecen tristes: su imaginación oprimida por las obligaciones racionales de la adultez desvanece la multitud de futuros posibles y los deja en manos ajenas. De ahí el pesimismo deprimente que se refugia en una visión unitaria de “cómo deberían hacerse las cosas”, sin arriesgarse a habitar la incomprensión generosa de que no sabe bien hacia dónde va el barco pero desea estar a bordo.

Antes existía la posibilidad de estar-ahí sin necesariamente haber tomado una postura previa frente a cualquier tensión social, pero ahora eso implica correr riesgos de salud que no todos podemos costear. La única puerta al alcance para seguir participando de esa vida pública es discursiva y gracias a esa dimensión verbal es posible identificarse como el emisor o el receptor de los mensajes en el circuito de la comunicación. Tomar el turno de quien escucha implica aprender a mantener la boca cerrada pero los oídos abiertos: alimentar un espíritu imaginativo y reapropiarse de la narración del futuro, preservar la posibilidad del reencantamiento ritual del mundo.