A El Salvador rara vez se incluye dentro del listado de gobiernos progresistas que conformaron la “marea rosada” que pasó por el continente a inicios del siglo presente. Pero en el año 2009, la izquierda salvadoreña tomó el poder. Veintinueve años después de la formalización de una guerra civil que dejó unos 75,000 muertos y 10,000 desparecidos, 17 años después de la firma de los Acuerdos de Paz que desmilitarizaron al Estado y sentaron las bases para una nueva institucionalidad liberal, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) había pasado por un complejo y conflictivo proceso de desmovilización y transición para ganar las elecciones presidenciales, entrando al Estado como primer gobierno de izquierda de la joven democracia salvadoreña. 

Una década después, la presidencia es ocupada por un joven populista autoritario, Nayib Bukele, y el FMLN se encuentra en su posición electoral más débil desde su lanzamiento a la política electoral. Para la izquierda, estudiar a Bukele como demagogo narcisista es menos interesante que analizar las condiciones y decisiones que lo produjo. En este sentido, su ascenso se puede entender desde la derrota de la derecha tradicional salvadoreña, así como de la izquierda, cuyo instrumento histórico ha sido el FMLN. 

La victoria del FMLN en 2009 fue producto de la crisis global del orden neoliberal. Fue un rechazo a 20 años de reestructuración y desigualdad, de migración y violencia, y una afirmación colectiva de la esperanza. La victoria de Bukele es producto de esta misma crisis, que hoy se ha extendido al propio liberalismo como institución política, la cual ha demostrado su incapacidad a nivel global de enfrentar las crisis civilizatorias que nos envuelven. Pero es una respuesta negativa, desde el odio y el miedo. Si la izquierda salvadoreña proponía, en algún momento, un horizonte posneoliberal, Bukele sueña con un régimen preliberal. 

 

El FMLN 

A lo largo de dos períodos de gestión, el FMLN logró impulsar importantes programas sociales, proyectos de infraestructura, y reformas democráticas. El Frente avanzó en el reconocimiento e inclusión de grupos históricamente marginados como los pueblos originarios, la población LGBTI, y personas con discapacidades; implementó legislación importante en materia de la , contra la violencia contra la mujer y para la protección de la niñez; construyó un sistema de acceso a la información pública y garantizó el sufragio universal a través de un sistema del voto residencial y en el exterior. Recurrió a la asesoría cubana para implementar una reforma nacional de salud enfocada en la prevención, instalando Equipos Comunitarios de Salud en las comunidades más remotas del país, así como para lanzar el Programa Nacional de Alfabetización, que redujo el analfabetismo adulta por la mitad a lo largo de su vigencia. Afirmó la gratuidad de la educación pública y contrató a pequeñas empresas locales para fabricar y entregar uniformes, zapatos, y útiles escolares gratuitos a todos los estudiantes del sistema público a nivel nacional. Fomentó la recuperación de la agricultura nacional, contratando cooperativas para cultivar semillas criollas de granos básicos entregadas de manera gratuita a pequeños agricultores. A nivel internacional, el FMLN cultivó relaciones con Cuba y el bloque anti-neoliberal del Sur. 

La gestión del Frente también estuvo marcada por decepciones. En términos más inmediatos, el escándalo provocado por la investigación y judicialización del ex-presidente Mauricio Funes (2009-2014) por actos de corrupción hizo daños irreparables a la imagen del partido. Pero otros factores también contribuyeron al progresivo desgaste del FMLN en el poder. Sus gobiernos terminaron recurriendo a la vieja y fracasada política represiva de mano dura, sin poder reducir el poder de las pandillas, y las estructuras de la pequeña economía dependiente permanecieron orientadas hacia la exportación de migrantes y manufacturas de maquiladora para Estados Unidos, con pocas acciones para contrarrestar los privilegios del capital extranjero y sus socios nacionales oligárquicos. A nivel interno, la dirigencia orientó cada vez más atención y recursos hacia la administración del aparato del Estado, a costa del trabajo de base. 

El golpe de estado en Honduras, ocurrido días después de la toma de posesión de Funes en junio de 2009, marcó un límite firme para las ambiciones de la izquierda en el poder. Desde sus bastiones en la Corte Suprema de Justicia y la Asamblea Legislativa, la derecha nacional procuró desfinanciar al Estado y obstruir las más modestas reformas redistributivas. Utilizó, además, su monopolio de los medios de comunicación para montar una campaña constante de desprestigio contra el gobierno. Desde la Embajada, Estados Unidos presionó para limitar los alcances de la agenda de la izquierda. Para la elección del excomandante Salvador Sánchez Cerén en 2014, la crisis económica ya se manifestaba en el continente con la caída de los precios de las commodities. El FMLN se encontraba con cada vez menos aliados internacionales y fuentes de cooperación y financiamiento externos. A lo largo del segundo período, el FMLN estaba cada vez más a la defensiva. En 2019, perdieron los comicios presidenciales en primera vuelta.

La entrada del Frente al Estado fue posibilitada por alianzas con grupos económicos y actores políticos oportunistas, algunos de los cuales inevitablemente lo traicionaron. Este pragmatismo electoral, exitoso en el corto plazo, también incidió en su eventual derrota. La alianza estratégica con Funes, periodista progresista que nunca fue militante del FMLN y que terminó exiliado en Nicaragua, es un caso ilustrativo (dejemos para otro día el tema de la judicialización selectiva y politizada de los expresidentes). También el pacto con GANA, pequeño partido de derecha que ayudó al Frente superar la oposición de ARENA en la Asamblea en momentos determinados, a cambio de puestos estratégicos en su gobierno. La carrera política de Nayib Bukele nace de otra de tales alianzas.

 

Ilustración: Robolgo.

 

El hijo pródigo

Nayib es hijo de Armando Bukele (fallecido en 2015), notable intelectual, fundador de la comunidad musulmana salvadoreña y líder empresarial de una amplia familia burguesa de origen palestino. Armando Bukele, también financista del Frente, facilitó la entrada de su hijo a la política tras haber abandonado sus estudios de licenciatura en derecho y fracasar en los negocios. Así, en 2012, a los 31 años y sin haber militado anteriormente en el partido, Nayib Bukele fue electo alcalde por el FMLN de Nuevo Cuscatlán, un pequeño suburbio de la capital. 

El paso del joven Bukele por una empresa de publicidad de su familia parece haberle proporcionado herramientas útiles. Siendo alcalde de Nuevo Cuscatlán, Bukele preparó una marca independiente, adoptando el color cian en lugar del rojo de su partido. En 2015, cuando fue elegido por el FMLN como candidato para recuperar la alcaldía capitalina de San Salvador, en ese momento ocupada por el partido ARENA, Bukele emprendió una campaña juvenil y energética, saturando las redes sociales con el hashtag #TeamNayib y con banderas azules. Ganó la elección, pero pronto las tensiones con la dirigencia de su partido se manifestaron. Bukele era ambicioso e indisciplinado, poco dispuesto a seguir la línea partidaria y muy cercano al sector privado. El conflicto estalló a finales de 2017, cuando quedó claro que el partido no lo iba a proponer como candidato a la presidencia para las elecciones de 2019. Finalmente fue expulsado del partido por el Tribunal de Ética del FMLN. Muchos votantes del Frente lo siguieron. 

Fuera del FMLN, el tiempo para inscribirse en los comicios como candidato independiente había expirado. Bukele entonces intentó fundar su propio partido, Nuevas Ideas, pero tampoco logró inscribirlo a tiempo. Determinado a lanzar su candidatura, la solución que encontró fue la de inscribirse como candidato de GANA, partido minoritario de la derecha formado por diputados disidentes de ARENA. 

Aquí vale destacar que el ascenso de Bukele también fue producto de la ruptura y fragmentación interna de la derecha salvadoreña que devino después de la derrota de ARENA, en particular al interior de la burguesía oligárquica que había gobernado sin interrupciones desde 1989. Sin el acceso libre a los fondos del Estado para repartirse entre sí, los intereses capitalistas reunidos en ARENA pronto entraron en contradicción. Una facción, liderada por el expresidente Tony Saca (2004-2009) —actualmente encarcelado por delitos de corrupción— abandonó a ARENA para constituir, en enero de 2010, la Gran Alianza Nacional (GANA).

Pese a ser candidato de GANA, Bukele no se declaró candidato de la derecha. Emprendió una campaña mesiánica con un discurso populista posideológico. Recurriendo al imaginario evangélico, se posicionó como salvador frente una “clase política” decadente y corrupta.  Apostó por el desencanto y evitó propuestas concretas, calificando a los partidos políticos y la Asamblea Legislativa como instituciones podridas y desfasadas y proponiendo una ruptura con “los mismos de siempre”. Recurrió a su propia red opaca de medios digitales privados para diseminar desinformación y propaganda. Con su gorrita colocada al revés y sus calcetines coloridos, Bukele se vendió como un joven irreverente y no-ortodoxo, listo para catapultar el país al siglo XXI.    

 

Presidente Bukele

En su discurso de toma de posesión el primero de junio de 2019, el presidente Bukele proclamó que el país había “pasado la página de la posguerra”. Con esto, buscaba obviar las deudas pendientes del conflicto y asignar al basurero de la historia tanto a ARENA como al FMLN. Era el “fin de la historia” salvadoreña. 

Pero, como suele suceder, la historia tiene su propio modo de imponerse, y el gobierno de Bukele pronto asumió un rastro demasiado conocido. Bukele llenó su gabinete de familiares, amigos del colegio y estafadores oportunistas. Las pocas promeses de campaña —una comisión internacional contra la corrupción, un aeropuerto en el oriente del país, un tren— no se han cumplido. Su gestión se ha caracterizado por la improvisación y la corrupción, el autoritarismo y el militarismo. El Salvador atraviesa una crisis constitucional constante. 

El presidente se ha dedicado a desmantelar los programas sociales y la institucionalidad democrática construida por el FMLN. Entre las víctimas del nuevo gobierno, o por eliminación o desfinanciamiento y abandono, están las Secretarías de Transparencia, Planificación, e Inclusión Social; el programa de Ciudad Mujer; el programa de reparaciones para víctimas del conflicto armado; los Equipos de Salud Familiar; el Sistema Nacional de Protección Civil —cuyo desmantelamiento resultó en más de una docena de muertes durante la Tormenta Tropical Amanda— y el Instituto de Acceso a Información Pública. También expulsó al cuerpo diplomático venezolano del país, y, a pesar de un acercamiento temprano con la cooperación China, se ha mostrado ansioso cómplice del imperialismo norteamericano en la región. 

A falta de obras, el gobierno ha invertido cantidades históricas en publicidad. Bukele gobierna a través de Twitter, donde apuesta al espectáculo y la polémica para dominar la agenda mediática y cultivar el culto a su personalidad. Ahora, además de sus medios digitales privados, también cuenta con el canal de televisión nacional y un nuevo periódico estatal —el Diario El Salvador— para difundir su propaganda y posicionar su partido, Nuevas Ideas, frente a las próximas elecciones municipales y legislativas de 2021. Por otra parte, sus notorios ataques contra medios investigativos independientes han provocado fuertes denuncias internacionales

El verdadero carácter del presidente se hizo evidente a escala mundial el 9 de febrero de 2020, cuando el mandatario ocupó la Asamblea Legislativa con las Fuerzas Armadas para exigir la aprobación de un préstamo. La militarización, tendencia de largo aliento en la política salvadoreña de la posguerra, ha alcanzado nuevas alturas bajo el gobierno de Bukele. La exaltación de los cuerpos de seguridad, junto con la deshumanización y satanización de las pandillas, sirven como ejes del discurso nacionalista y reaccionario del presidente. Evidencia de ello son las notorias imágenes oficiales de represalias contra la población pandilleril encarcelada, así como las de policías y soldados arrodillados en oración. El cinismo de esta estrategia —la dramática reducción de la tasa de homicidios, tan celebrada por el presidente, fue resultado de un pacto con el liderazgo encarcelado de las pandillas— no la hace menos peligroso en un país cuyas Fuerzas Armadas recién protagonizaban una sangrienta dictadura militar. 

Todos los vicios de la gestión de Bukele —el militarismo, la corrupción, los conflictos entre poderes— encontraron expresión en la crisis de COVID-19 en el país. El gobierno optó por una respuesta militarizada e improvisada, repleta de detenciones arbitrarias y violaciones constitucionales. El cierre de fronteras dejó a miles de salvadoreños varados por meses en el exterior —salvo las personas que entraron por deportación de Estados Unidos, por supuesto—, mientras que miles más fueron recluidos en “centros de contención” improvisados y antihigiénicos. Bukele procuró imponer un Estado de excepción por decreto, provocando una prolongada crisis constitucional y conflictos tanto con la Asamblea Legislativa como con la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Mientras tanto, su gabinete aprovechó el régimen de emergencia para realizar adquisiciones directas con empresas de sus familiares. El gobierno se endeudó por más de $3 mil millones de dólares para enfrentar la pandemia —la deuda pública salvadoreña hoy representa el 90% del PIB— pero la construcción del “hospital más grande de América Latina” prometido por el presidente en marzo todavía no se ha completado. Sin la cooperación de los demás poderes para extender el Estado de excepción nacional, el presidente ha impuesto “cercos sanitarios-militares” itinerantes, como pequeños estados de sitio arbitrarios. La escala de la pandemia en el país es desconocida, ya que los datos oficiales de casos comprobados del virus han sido reservados por el gobierno desde junio. 

 

El futuro

El de Bukele es un proyecto mafioso nacido de los elementos más oportunistas de los partidos tradicionales. Representa una fracción burguesa menor que hoy quiere aprovechar de su posición en el Estado para disputarse con los grupos capitalistas mayores. Ese clan espera tomar la Asamblea Legislativa con su partido Nuevas Ideas en 2021, y así superar la oposición tanto de la derecha histórica como de la izquierda. Aunque las encuestas indican cierto desgaste del presidente a lo largo de la pandemia, también sugieren que podría lograr una fuerte presencia parlamentaria en los comicios de febrero. Las dimensiones de sus ambiciones aún no se han revelado, pero su vicepresidente ya lidera un proceso de propuesta de reformas constitucionales que podrían contemplar un camino a la reelección.

Bukele ya no coquetea con la juventud progresista ni los intelectuales liberales. Abraza cada vez más a su base evangélica. En una entrevista reciente con Jacobin América Latina, el líder social brasileño Gilherme Boulos señaló que el “espacio que las iglesias neopentecostales ocuparon progresivamente –siendo una parte de ellas, no todas, instrumentos de un proyecto político atrasado y conservador– es un espacio que la izquierda, los movimientos sociales y los partidos dejaron vacío”. En El Salvador, las iglesias evangélicas y las pandillas son cada vez más las instituciones predominantes en los territorios de las mayorías trabajadoras. 

A diferencia de su homólogo brasileño, Bukele disfraza su proyecto de antipolítica. Y a diferencia de otras figuras de la ultraderecha como JOH, su gobierno todavía cuenta con un amplio respaldo popular. Por su desprecio a la institucionalidad liberal, su uso de redes sociales, nepotismo e instinto mediático, se le ha tildado como un Trump salvadoreño. Lo que no se puede dudar es que Bukele se sitúa dentro de la ola regional de reacción contra los procesos progresistas e izquierdistas, y que su ofensiva ha sido muy efectiva. 

Frente a la reciente derrota de Trump, Bukele ha contratado una nueva firma de lobby para lavar su imagen en Washington. A nivel nacional, empero, el presidente salvadoreño mantiene firme su curso. La ola de reacción hoy está dando algunos indicios de retroceso en otras partes de la región, pero en El Salvador la política mesiánica de Bukele aún domina. 

La derecha salvadoreña está fragmentada y conflictuada, con nuevas propuestas emergentes desde el centro hasta las expresiones más recalcitrantes. La izquierda, empero, sólo cuenta con un instrumento electoral. Como oposición, el FMLN ha quedado reducido a un mínimo histórico en la Asamblea Legislativa sin control tampoco de alcaldías claves. En vez de recuperar el trabajo territorial, el partido parece haber dirigido sus esfuerzos al ámbito parlamentario, en el que, si bien puede ejercer un papel estratégico de oposición al gobierno de Bukele, no ha logrado restaurar su imagen en la imaginación popular como agente legítimo del cambio. La izquierda salvadoreña se encuentra a la deriva, el horizonte de emancipación desdibujado.  

En el pequeño país centroamericano, los gobiernos democráticos han sido una efímera excepción en un largo desfile de regímenes militares. Más que el fin de la historia, Bukele aspira a su regresión. Sin duda, constituye la amenaza más grave a la frágil institucionalidad democrática salvadoreña desde la firma de los Acuerdos de Paz, pero también amenaza la posibilidad de imaginar otras democracias, más profundas e igualitarias que la (neo)liberal. Y es esa imaginación la que tiene que recuperar la izquierda, si quiere disputarse las masas con Bukele.