El republicanismo demócrata de Joe Biden

Hace un par de meses, cuando el proceso electoral estadounidense atravesaba por uno de sus momentos de mayor tensión, a causa del relevo que se suscitó entre la administración saliente de Donald Trump y la entrante de Joe Biden, en este mismo espacio (Orozco, 2020a; 2021a) hicimos públicos un par de análisis en los que se defendía la idea de fondo de que las similitudes entre ambos personajes, en este preciso momento de la historia, son más y mucho más agudas que las distancias que los separan. Dada la envergadura de la crisis por la cual atraviesa la cultura estadounidense, sin embargo, tesis así, dentro de amplios espectros de la izquierda fueron combatidas porque lo importante en ese momento era optar por el menor de los males: y ese mal menor, para esas izquierdas, era Biden venciendo a Trump.

Y es que, en efecto, a diferencia de Trump, por ejemplo, el actual presidente de Estados Unidos enarbola un discurso más conciliador. Por oposición a Trump, además, Biden es respetuoso de las formas cortesanas y solemnes de hacer política, muy tradicionales de la cultura política de ese país, tan hostil a figuras externas al statu quo. Dentro y fuera de Estados Unidos, rasgos así de simples parecían ser indicios suficientes de que una presidencia con Joe Biden significaría, por donde se lo viera, un cambio de dirección radical respecto de los daños que ya para ese entonces había causado la administración de Donald Trump. 

En teoría, bastaba con observar sus propuestas sobre medio ambiente (regresar al Protocolo de París), sobre migración (suspender las deportaciones masivas y detener el hostigamiento a la comunidad latina en el país) o acerca de la paridad política de género (seleccionando a una mujer como su vicepresidenta) para que esa izquierda que de la noche a la mañana militó en favor de la victoria de Biden se terminase de convencerse de que él era una suerte de antítesis al fundamentalismo trumpista.

Tal fue la potencia ideológica que tuvo esa narrativa inclusive fuera de Estados Unidos que, en el plano internacional, al vencer Biden en el proceso electoral, en Occidente (sobre todo en los refinados círculos de la intelectualidad y la comentocracia) se celebró su triunfo a la voz de: ¡Estados Unidos está de vuelta! Al parecer, en esas narrativas —que poco a poco se fueron reafirmando como dominantes en los distintos imaginarios colectivos nacionales de Occidente, a fuerza de financiamiento privado— poco importó cuestionarse si en verdad alguna vez se había ido, o si sólo eran las formas las que habían cambiado entre el 2016 y el 2020.

Es decir, ahí, en la víspera de los festejos por la derrota demócrata del fundamentalismo trumpista, poco o nada relevante fue el poner en perspectiva que no sólo los republicanos declaran guerras por todas partes, alrededor del mundo, cuando los intereses del Estado estadounidense se ven amenazados o bloqueados por alguna fuerza gubernamental, empresarial o popular opositora. Tampoco pareció ser relevante reconocer la historia de golpes de Estado que los propios demócratas han construido, intervención sobre intervención, también para hacer valer el excepcionalismo estadounidense en aquellas regiones del mundo que consideran sus áreas de influencia naturales. 

A pesar de que las pruebas documentales que indican lo contrario son sólidas y abundantes, a esas izquierdas que, dentro y fuera de Estados Unidos, en los años recientes hicieron de Biden la antítesis radical del fundamentalismo trumpista, parece haberles importado muy poco que, en materia de política exterior, republicanos y demócratas suelen compartir más puntos en común que diferencias.  Esto a pesar de que en el plano discursivo los republicanos no justifican sus actos de hostilidad en contra de otras naciones valiéndose de y escudándose detrás del uso de conceptos como seguridad internacional, paz o estabilidad, mientras que los demócratas sí.

Tres ejemplos que en este momento lo demuestran, y que ilustran con creces que las diferencias políticas que aplican en el desarrollo de la política doméstica estadounidense no se traducen, en automático, en distinciones, rupturas y/o distancias entre demócratas y republicanos en el plano internacional se hallan en: i) la disputa tecnológica con China, ii) el asedio a Cuba y, iii) la intervención armada en Afganistán.

Sobre la disputa hegemónica con China y la importancia que dentro de ella tienen los desarrollos y las aplicaciones científicas y tecnológicas, por ejemplo, lo que queda claro es que Biden mantiene un perfil mucho más discreto que el que personificaba Trump sobre esta problemática. Y es que, aunque como con Trump, el tema de China se mantiene presente como una prioridad en la agenda y en las intervenciones discursivas que ofrece la administración Biden en público, la virulencia y las referencias despectivas (a menudo raciales) que dominaban el discurrir de Trump han sido abandonadas, para dar paso a fórmulas mucho más refinadas de plantear el quid de la cuestión. Las formas, en este sentido, han cambiado de muchos modos, pero el contenido sigue siendo el mismo. De ello da cuenta, por ejemplo, la firmeza con la que Biden ha sostenido la tesis trumpista de que el SARS-CoV-2, causante de la enfermedad Covid-19, fue un experimento chino de laboratorio liberado al resto del mundo para afianzar el domino global de la potencia asiática. 

Biden ya no le nombra el virus chino, como hacía Trump, pero no por ello ha quitado el dedo del renglón y ha desistido de comprobar que Trump tenía razón. De hecho, lo cierto es todo lo contrario, pues desde que tomó posesión del cargo, Biden ha presionado a los servicios de inteligencia estadounidenses para que estos lleven a cabo investigaciones que conduzcan a demostrar que el Covid-19 o bien es una conspiración china o bien un acto de guerra (o de terrorismo) biológico (lo cual no implica la tesis de la conspiración, pero sí la del uso de agentes patógenos para combatir a enemigos determinados sin recurrir a prácticas de guerra convencional) (Orozco, 2020b).

Los recientes acontecimientos en Cuba son otro caso que ejemplifica de manera bastante clara cómo la perspectiva del demócrata Joe Biden no únicamente no representa una ruptura respecto de la política exterior que Trump sostuvo acerca de la isla, su gobierno y su población, sino que, antes bien, supone una suerte de radicalización de aquello que su antecesor quiso llevar a la práctica. Y es que, en efecto, aunque en los tiempos de campaña electoral Biden defendió la normalización de la relación bilateral con Cuba (algo que sus bases sociales vieron con buenos ojos, pensando que ello significaba retomar las cosas en donde Barack Obama —de quien fue vicepresidente— las había dejado en 2016), lo que la comunidad internacional ha presenciado en los últimos tres o cuatro meses ha sido una sistemática y cada vez más aguda hostilidad en contra del gobierno y del sistema político cubano. 

Aunque es verdad que las protestas sociales de los últimos meses en la isla también responden a causales endógenas, como el agotamiento de ciertas tendencias seguidas por el régimen revolucionario desde su instauración, a mediados del siglo XX; y tensiones coyunturales, entre las que se encuentran, en primera instancia, los estragos causados por las medidas de contención y mitigación del SARS-Cov-2 (pero potenciadas por el bloqueo); esas dinámicas no son excluyentes de las respuestas y los usos que el gobierno estadounidense ha dado a la crisis política cubana para hacer valer su agenda en la isla. Aquí, otra vez, como en el caso de China, Biden sostiene un perfil mucho más discreto que el que personificó Trump durante su mandato. Y, sin embargo, a pesar de que el discurso oficial del gobierno anglosajón ya no se presenta tan vociferante y virulento como si lo hizo entre 2016 y 2020, sobre el terreno, en los actos en los que se materializan las directrices de la política exterior estadounidense, la realidad contradice a las palabras (Orozco, 2021b). 

Afganistán, por su parte, cierra el círculo. Y lo hace, quizá, de una manera en que ningún otro caso puede hacerlo. Piénsese, para no ir tan lejos, en el argumento central a partir del cual la administración actual optó por retirar a las fuerzas armadas estadounidenses del territorio afgano, al cual invadió hace dos décadas: la decisión final fue negociada por la presidencia de Donald Trump con el Talibán afgano. Pacto de caballeros del cual se desprendió una fecha límite para la retirada de las tropas estadounidenses (el 1° de mayo del 2021) y, por lo tanto, ¡un compromiso de Estado!

Vistas las cosas desde la distancia, en apariencia, el que exista continuidad entre una presidencia republicana y una demócrata, en este caso, no tendría que ser un acto condenable en y por mismo, toda vez que implica la retirada de tropas de una de las guerras que los propios gobiernos estadounidenses desataron y sostuvieron por espacio de dos décadas. Sin embargo, y a pesar de que en los medios de comunicación tradicionales y en las redes sociales lo más relevante del caso ha sido el cuestionar la forma tan poco ordenada en la que se está haciendo la retirada (y no el someter a escrutinio el significado y las implicaciones de la retirada en sí misma), acá los dos aspectos interesantes de dicha continuidad entre ambas políticas exteriores son, por un lado, sus efectos y significados en el marco de la reorganización de los intereses estadounidenses en América Latina, Oriente Medio y Asia Central; y, por el otro, la responsabilidad ética del propio Biden en la balcanización de Afganistán.

Sobre el primer punto, dos cosas que es importante no pasar por alto son: a) los impactos que la salida de Estados Unidos de Afganistán tendrá en América Latina, habida cuenta de que, en esta región, los gobiernos y las fuerzas populares de izquierda no únicamente no han quedado aniquiladas luego de que en los últimos años se recompusieran y fortaleciesen el conservadurismo y la extrema derecha en diversos Estados (Argentina, Colombia, Chile, Ecuador, Bolivia, Brasil, Uruguay), sino que, por lo contrario, han encontrado nuevas maneras de sostenerse y ganar impulso; b) la función estratégica que cumpliría un gobierno afgano, controlado por el Talibán, para bloquear los proyectos comerciales, de infraestructura y energéticos en los cuales Rusia y China están apostando su fortalecimiento futuro como potencias regionales, tanto en su relación bilateral como en el marco de sus respectivas influencias en Asia Central, Oriente Medio y una parte importante de Europa (y ello, a pesar de que esos proyectos no crucen por el territorio afgano). 

Acerca de la responsabilidad ética (y política) del ahora presidente estadounidense en la balcanización de Afganistán, algunas de las cosas que no se deben olvidar son sus posturas en defensa no únicamente de la invasión del país, desde el primer lustro de los años 2000, sino, sobre todo, de la función reconstructora que debía de tener la ocupación permanente de Afganistán por parte de las tropas y los capitales estadounidenses. Y es que, en efecto, a pesar de que desde abril del presente año no ha dejado de insistir en que la guerra en contra del pueblo afgano fue una operación, desde el comienzo, sumamente acotada, que no tenía otro propósito que el de eliminar a Osama bin-Laden y al grupo terrorista que lo apoyó en la comisión de los atentados del 11-S del 2001, la realidad es que la trayectoria política de Biden como senador (en donde también se desempeñó como Presidente del Comité de Relaciones Exteriores) demuestra otra cosa.

En efecto, ya en la víspera de la retirada de las tropas y el cuerpo diplomático estadounidense, en las primeras semanas de agosto, Biden expresó en una entrevista pública: «our mission in Afghanistan was never supposed to have been nation-building. It was never supposed to be creating a unified, centralized democracy» (Solomon, 2021). Y, sin embargo, en toda su trayectoria anterior, la postura que Biden sostuvo fue siempre la contraria. De hecho, toda su actividad en el Senado fue la de articular la guerra alrededor de la necesidad de reconstruir a Afganistán, económica, política y culturalmente. Así, por ejemplo, en el año 2002, cuando en el Senado estadounidense se estaban negociando las primeras leyes orientadas a una reconstrucción multimillonaria de Afganistán luego de la guerra, Biden sentenció: 

After World War II, America used its soldiers as peacekeepers and its dollars as peacebuilders. This may have been the wisest investment of the past century: We turned our most bitter foes into our staunchest allies […]. But if we’re going to talk about a new Marshall Plan, we should be willing to back up our words with deeds. The original Marshall Plan cost $90 billion in today’s dollars. Our total pledge for Afghan reconstruction is less than 1 percent of that, and we’ve only delivered a fraction of this pledge (Solomon, 2021).

Que Biden comparase la reconstrucción de Europa, a través del Plan Marshall, con la reconstrucción de Afganistán, luego de la invasión estadounidense, para justificar tanto la ocupación militar como la penetración de los capitales en el país centroasiático, tan pronto como el año 2002, no es ni un hecho aislado ni una casualidad. Esa postura la sostuvo el ahora presidente de Estados Unidos durante su estancia en el Senado y fue particularmente combativo en su Comité de Relaciones Exteriores para negociar y aprobar las leyes que se requerían para echar a andar esa reconstrucción y la supuesta democratización de la sociedad afgana. Toda la empresa militar estadounidense en contra del pueblo afgano, de hecho, se basó en esas dos premisas, en tanto que, en la lógica belicista de la administración de George. W. Bush, era la occidentalización de Afganistán la condición mínima requerida para evitar un nuevo evento como el ocurrido el 11-S en los años por venir.

Que ahora Biden, como presidente de Estados Unidos, salga a la palestra pública a justificar la retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán insistiendo en que ni la democratización ni la reconstrucción del Estado y la sociedad afganos fueron, nunca, objetivos de guerra, no únicamente le da otra dimensión preguntas éticas fundamentales como: ¿la guerra y la ocupación de toda una nación eran el menor de los males de cara al objetivo de deshacerse del Osama bin-Laden?, ¿en verdad se justifica la destrucción causada a todo un pueblo por el objetivo de capturar o asesinar a un grupo minoritario de terroristas?, ¿no existían otros caminos para conseguir los mismos objetivos y sin que su consecución implicase la balcanización de todo un Estado y una cultura? Además de ello, pone en cuestión los fundamentos y los motivantes de la totalidad de reordenamientos geopolíticos internacionales y de diseños imperiales globales que se gestaron, articularon y pusieron en marcha a partir de las guerras en contra de Irak y Afganistán, a principios del siglo.

¿Habría que concluir, derivado de las consideraciones anteriores, que, para distanciarse de la política exterior de Donald Trump, en el caso de Afganistán, Biden debió de optar por sostener la ocupación estadounidense del país? Por supuesto que no. En última instancia, lo que tendría que estarse discutiendo como el problema fundamental sobre dicha retirada tendría que ser, antes bien, la historia misma de esa guerra y las consecuencias que de ella se desprendieron, para ambas naciones, para ambas regiones (América y Asia Central-Oriente Medio) y para el resto del mundo (en el marco, por ejemplo, de la guerra global contra el terrorismo y los ejercicios de poder y de violencia que de allí emanaron).

Pero además, habría que pensar en toda su radicalidad las consecuencias que tiene el que diversas corrientes de izquierda al interior de Estados Unidos, pero en otras latitudes del planeta también, tiene la exigencia de mantener la ocupación (militar y empresarial) estadounidense de la sociedad afgana. Y es que, si algo ha trascendido en la discusión pública que desencadenaron las imágenes de la partida estadounidense en las últimas semanas ese algo es que ya se extiende, como polvorín en llamas, la perversa narrativa que justifica y legitima una guerra de agresión y dos décadas de ocupación estadounidense del país centroasiático, sólo porque en esos años se logró occidentalizar, relativamente, a la cultura política y a las instituciones estatales afganas.

Sin duda, apoyar la violencia del régimen talibán sólo como una manifestación de sentimientos antiestadounidenses es un absurdo total. Sin embargo, no es ni menos trágico ni menos absurdo (y peligroso) caer en la trampa de defender las incursiones militares estadounidenses, sus guerras de agresión y sus ocupaciones permanentes como vías legítimas (justas y moralmente correctas) de conseguir, en cualquier parte del mundo, mayores márgenes de acción y participación social en materia de derechos civiles y políticos. 

Las izquierdas del mundo no pueden permitirse defender la ocupación militar estadounidense en Afganistán (o en cualquier otra parte del mundo) partiendo de la premisa de que traen aparejadas mayores libertades civiles y políticas en donde incursionan. Es sumamente peligroso para la autodeterminación, para la igualdad jurídica y la soberanía de los Estados periféricos (como los latinoamericanos) hacer de las intervenciones geopolíticas y del imperialismo occidental los garantes de cualquier atisbo de sociedad democrática y justa. Esa defensa está tan saturada de moralina que no permite observar los riesgos que implica no solo para Afganistán, sino para el resto del mundo el hacer del excepcionalismo estadounidense el garante de la libertad, la democracia y la justicia social.

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