Existe una hipótesis ya muy ajada sobre el bandazo estratégico que supuestamente diera la política marxista a partir del segundo tercio del siglo XX. De acuerdo con un punto de vista conservador que se ha desarrollado desde la década de los ochenta en Estados Unidos, el fracaso ideológico de la “lucha de clases” habría conducido a la necesidad de buscar otro campo de batalla para la acción revolucionaria. Así, el marxismo —de la mano de Gramsci, Lukács y la Escuela de Frankfurt— habría tenido que decantarse por el estudio de la “superestructura”, es decir, de la dimensión cultural adosada a la reproducción social. En esta medida, el antiguo antagonismo entre la clase proletaria y la capitalista tuvo que ser entonces reformulado en los términos de un antagonismo cultural entre las reivindicaciones políticas de diversas minorías (feministas, personas racializadas o discriminadas por su identidad sexual) y unos supuestos valores fundamentales de la civilización Occidental (democracia, racionalidad, libre mercado…). Por lo demás, el éxito de este giro estratégico podría reconocerse en la hegemonía que el marxismo ejerce en la agenda política de cada una de estas reivindicaciones minoritarias. Finalmente, la expresión última de tal hegemonía no sería otra que el avance de la infame corrección política de izquierda. A la realización efectiva de este giro estratégico se refiere, pues, el término marxismo cultural: “Political Correctness is cultural Marxism. It is Marxism translated from economic into cultural terms”, decía Bill Lind.

La hipótesis ha sido sostenida por académicos como William S. Lind, Michael Minnicino y Jordan Peterson, y no pocos críticos de ella, sobre todo Jérôme Jamin, la han registrado como nada más que una teoría conspiranoide de derechas. Sin embargo, Michael Enoch, un defensor de la hipótesis del marxismo cultural ha hecho una objeción que parece razonable: no se trata de una teoría conspirativa, pues no supone de ningún modo la implementación de un plan elaborado en un búnker por un puñado de marxistas, ni mucho menos. La teoría (que Enoch presenta en tono más racional como una hipótesis) se refiere simplemente al hecho de que el marxismo ha influido efectivamente en la ideología de distintos movimientos sociales, sobre todo desde la década de los sesenta. Dicho de otro modo, la influencia masiva del marxismo no sería efecto de un plan, sino el resultado de la coincidencia de distintos brotes políticos en los que simplemente el marxismo ha prendido.

El carácter marxista de estos brotes suele reconocerse en un número reducido de rasgos por lo demás sumamente vagos y equívocos: el igualitarismo radical, la prelación de la colectividad respecto del individuo, la dramatización de los conflictos sociales como una pugna entre opresores y oprimidos, etcétera. Son éstos rasgos que, supuestamente, delatan objetivos políticos que no serían ya perseguidos por la vía de una revolución proletaria violenta que buscara hacerse con los medios de producción. De acuerdo con la hipótesis del marxismo cultural, tales objetivos tendrían que ser ahora alcanzados primordialmente en la lucha cultural e ideológica. Así, en la medida en que la corrección política pretendería imponer el uso de ciertas palabras y proscribir el de otras, funcionaría en este sentido como instrumento del adoctrinamiento ideológico.

Detrás de la corrección política se presume cierto resentimiento, el resentimiento de quienes se perciben a sí mismos como oprimidos simplemente por encontrarse en los estratos más bajos de la jerarquía social. Este resentimiento, dicen los teóricos conservadores, se racionaliza moralmente en el prejuicio de que los oprimidos, en cuanto tales, son a priori simple y llanamente buenos. La masa resentida busca, en consecuencia, la igualación de todos, la supresión de toda jerarquía y, en esa misma medida, la neutralización de la individualidad. Este espíritu resulta, entonces, tan totalitario como los mecanismos por los cuales pretende realizarse: la reglamentación autoritaria del lenguaje y la persecución de la disidencia. 

Sin embargo, columnistas como Moira Weigel, Adrián Chávez o Jason Wilson han polemizado con este planteamiento defendiendo la hipótesis de que ni la “corrección política” ni el “marxismo cultural” existen, es decir, que se trata de términos carentes de contenido o que se refieren a un objeto inexistente. Esto se debería a que la lucha de las minorías por el reconocimiento de sus derechos no persigue coartar la libertad de expresión ni, mucho menos, se sigue del desarrollo de un punto de vista propiamente marxista. La pugna contra el lenguaje discriminatorio (racista, sexista, homofóbico o transfóbico) o contra las dinámicas de abuso de poder (el acoso sexual o laboral) pretende, muy al contrario, denunciar el autoritarismo que persiste en una sociedad que se autoproclama democrática. Si el marxismo guarda alguna relación con estas manifestaciones, tal relación no puede reconocerse, sin embargo, en esa búsqueda de reconocimiento. Unas de las principales pretensiones del marxismo es, en cambio, la supresión del proceso de explotación y, en esa medida, la supresión de la escisión de la sociedad en clases. Sin este rasgo esencial, la asociación entre el marxismo y las reivindicaciones de las minorías se antoja no menos que arbitraria.

La acusación de totalitarismo por parte de los que defienden la existencia del marxismo cultural y de la corrección política (una acusación, por lo demás, sostenida de manera común por muchas corrientes de ultraderecha) dice basarse en el conocimiento de que, en la sociedad democrática, no existen ni discriminación ni explotación, al menos no de manera estructural, es decir, que existen sólo como anomalías incongruentes con los valores que articulan la estructura de la sociedad occidental. Así, en la medida en que las reivindicaciones progresistas se desenvuelven por fuera de las instituciones, cuestionan de facto los principios en los que dichas instituciones se fundamentan. Esto supone, sin embargo, que las instituciones funcionan según esos principios y que esos principios son, en efecto, democráticos. Tal idealidad es, para los autores conservadores, una realidad efectiva. Y esta certeza tiene que quedar fuera de cuestión, de modo que las etiquetas marxismo cultural y corrección política sirven para evitar o proscribir de antemano cualquier cuestionamiento objetivo sobre la forma de la reproducción social, de una manera análoga a como, por ejemplo, las etiquetas moralismo y victimismo sirven para descalificar de antemano la crítica estructural del feminismo de la dominación, sin que con ello se decida nada sobre la verdad o falsedad de su planteamiento.

Corrección política y marxismo cultural son estereotipos, representaciones generales que permiten dar por conocido un objeto sin necesidad de abrirse realmente a él. Según Moira Weigel, estos términos son exónimos, es decir, términos que sirven para referirse a lo otro disimulando proximidad y experiencia efectiva. De acuerdo con la teoría de la Escuela de Frankfurt acerca de la psicología de la personalidad autoritaria, el estereotipo funciona como mecanismo de racionalización de impulsos agresivos en contra de las minorías y es, en este sentido, un instrumento de suyo autoritario. Sorprende, en este sentido, la insistencia de un autor como Slavoj Žižek —que se proclama de izquierda— en el uso exónimo del término corrección política. Si es cierto que este término proviene de la cultura de izquierda, el uso que ésta hacía del mismo era, muy al contrario, endónimo, es decir, permitía denunciar —no sin cierta ironía— posiciones un poco demasiado dogmáticas respecto de la doctrina de la propia organización política. Es éste el uso verdaderamente crítico del término, un uso que busca remover el velo dogmático y fomentar la discusión razonada del asunto; que busca, en suma, ir a la cosa misma.

Los apologetas del estado de las cosas son, por supuesto, plenamente libres de hablar de marxismo cultural y de corrección política, sobre todo en la medida en que esa libertad agudiza su ceguera e impotencia política.