¿Qué queda de un producto artesano local que se ha fabricado a miles de kilómetros? No es una pregunta retórica, pues gran parte de los alebrijes, las guadalupes y hasta los chiles mexicanos vienen de China. Y lo mismo podríamos decir de los sombreros vueltiaos colombianos, la cuchillería albaceteña de España o las muñecas de alpaca peruanas. Si una pieza es replicable, siempre encontraremos una manera de precarizar su producción. Y desde luego, proteger los resultados en lugar de los procesos puede suponer la rápida destrucción de este patrimonio popular.
La noción de industrias creativas o, como también se las reconoce, de economía naranja no deja de mostrarnos fisuras e inconsistencias que la hacen discutible. Su promesa es imaginaria y poco convincente. Necesitamos volver a revisar los fundamentos en los que se basa. Todo indica que en muchos lugares está operando como las demás industrias extractivistas: sacan la riqueza sin miramientos destruyendo el ecosistema que las sostenía.
Por otra parte, las industrias creativas sólo se detienen ante lo que puede alcanzar un valor en el mercado, ignorando los muchos artesanados que reclaman las distintas formas de alimentarnos, curarnos o divertirnos. La idea de rentabilidad introduce la competición y escinde el mundo local entre los que tienen éxito y los perdedores. Una minoría saca ventaja de un estilo de vida que, progresivamente, destruye el entorno social.
Cuidar de la comunidad nos obliga a tomar en cuenta otras dimensiones del problema distintas a las que nos impone la necesidad de conectar con las reglas del mercado. Este texto está escrito para imaginar otras maneras de acercarnos a este frágil ecosistema. No vamos a conformarnos con evocar recuerdos nostálgicos, piezas pintorescas, maestros virtuosos y talleres recónditos. Lo que nos interesa de esos mundos es su condición de respuestas situadas y de capacidades movilizadas.
Nos emocionan las artesanías, pero no podemos dejar de verlas como parte de algo en red y que existe porque otras muchas dimensiones de la vida local también fueron infraestructuradas de manera experimental, colectiva y práctica. Hablamos de un mundo que artefactualizó la manera de morir, de narrar y de cantar, sin olvidar los modos de cultivar, regar, destilar, fermentar o conservar, como tampoco debemos desdeñar la relación con las otras especies vivas y seres de relación, como los pájaros, los ríos o los bosques. Todas y todos forman parte del mismo mundo y la alienación de cualquier de ellas amenaza el ecosistema que las sostiene.
Patrimonios antipáticos
La palabra patrimonio siempre acaba adquiriendo un tono reverencial. Es un término que suele reservarse para hablar de cosas importantes. Está constituido por todo eso que queremos legar a nuestros descendientes y que, cuando calificamos de público, preservamos del mercado. El patrimonio era un concepto vinculado a lo excepcional, lo excelente o lo extraordinario. Los objetos patrimonializados eran tratados como tesoros, custodiados por expertos, registrados como únicos, mostrados con dignidad y reunidos en palacios.
Todo lo conectado con el patrimonio era, de alguna manera, distinguido respecto a lo ordinario, lo utilitario o lo abundante. Ir de museos entonces sigue siendo una manera de reconciliarnos con nuestra condición de humanos y de olvidar momentáneamente nuestra naturaleza subordinada, ignorante o invisible. Los museos entonces, más que un muestrario de destrezas exquisitas, operan como un espacio de cuidados, un lugar dónde reconocerse parte de una estirpe admirable.
Las industrias culturales, vinculadas al turismo y más recientemente a la educación y el ocio, se empeñan en presentarnos estos objetos en una pasarela que enseña lo que nunca seremos, más que lo que merecemos ser. Los museos se han venido transformando en espacios más indescifrables y grandilocuentes que abiertos y afectivos, aun cuando cada día invierten más en comunicación, extensión y publicidad.
No es extraño que mucha gente mire esos objetos como si fueran de otro mundo o hablaran un lenguaje incomprensible. Son objetos, en definitiva, que no nos conciernen, no nos requieren y no nos buscan. Están situados en otro universo lingüístico y experiencial. Sólo nos necesitan como espectadores. Representan en su conjunto una oferta bulímica, exagerada y superflua. No es raro entonces que surjan por todas partes propuestas más cercanas y que, desde hace ya algunas décadas, hablemos de las artesanías y los paisajes como de cosas que merecen más atención.
Culturas de la artesanía y patrimonios empáticos
Las artesanías son un mundo conectado a la experiencia cotidiana. Y no dedicaremos más de una línea para explicar que pueden llegar a ser expresión de habilidades que no sólo nos conmueven, sino que entendemos. Los bordados, los pasteles, los sombreros, los vestidos y los grabados son parte de ese universo secular, anónimo y festivo. Siempre hubo en nuestro entorno quien sabía hacer primores, letrillas o aliños, como también algunas personas que los practicaban de forma más virtuosa. Todos tenemos en casa alguna pieza que conservamos como testimonio de algo que valió la pena ser vivido. A veces las tenemos guardadas para las grandes ocasiones, y se trata de cosas que las abuelas siempre encuentran la forma de hacérselas llegar a sus nietas. Les traspasan un objeto, pero sobre todo un mundo.
Hay muchas cosas que podríamos decir sobre las culturas artesanas, pero no queremos aburrir por exhaustivos. Hay tres características, sin embargo, en las que nos detendremos con brevedad: son expresión del trabajo bien hecho, son la respuesta a una necesidad y son testimonio de una riqueza invisible.
Un buen artesano entiende los materiales que maneja y siempre busca la manera de sacarles mejor partido, de hacerles decir cosas distintas, de componer otras formas o de dialogar con nuevos acabados. Un artesano nunca siente que se repite porque cada día es distinto y en cada movimiento puede emerger alguna singularidad, tanto en los materiales o procedimientos como en los mercados o visitantes. Hacerlo bien es lo normal. Es expresión de la necesidad por lo fiable, por lo que merece confianza y, en definitiva, por todo lo que nos constituye como comunidad. Una artesanía es un don que crea un nosotros basado en la fiabilidad de nuestras prácticas.
Los artesanos viven de su trabajo lo que es tanto como decir que atienden una necesidad que genera un mercado de bienes y servicios. Las cosas bien acabadas tienen que ser funcionales y, de alguna manera, cada objeto que se ofrece no sólo es útil, sino que también mejora el mundo de las capacidades individuales. Son objetos que ensanchan el universo de la sensorialidad, multiplican nuestras posibilidades y hacen más confortable nuestra existencia. Hablamos de objetos que, bellos o no, baratos o no, populares o no, tienen mucha política: nos dicen lo que podemos o no podemos hacer. Y eso significa que siempre podemos pedirles que hagan más cosas o que las hagan de otra manera.
Los artesanos entonces son una muestra de las capacidades socializadas por una comunidad: operan como un muestrario de lo mejor de nosotros mismos y son la expresión más viva de una riqueza invisible. Si algún vecino del pueblo hace algo con particular virtuosismo es lógico que su fama se extienda por la comarca y que obtenga un reconocimiento notable. Hablamos de gentes que saben de semillas, setas, fermentos, destilaciones, plantas medicinales, dulces o conservas, entre otras muchas cosas. Hablamos de una verdadera riqueza oculta de los territorios.
Visto con atención, todas estas formas de hacer comunidad, mejorar las condiciones de vida y crear una riqueza socializada pueden ser consideradas como una trama de pequeñas infraestructuras distribuidas que sostienen y alimentan el mundo que simultáneamente las crea. Sostienen el mundo que las crea. Es difícil hablar de sociabilidad sin referirnos a las infraestructuras que la hacen posible. No se entiende la comunidad si separamos lo humano de lo técnico. Y es que, en efecto, estamos hablando de formas relacionales que han sido infraestructuradas. En el extremo, son la manera de infraestructurar los cuidados.
No podemos abandonar esta línea argumental sin dedicar unas líneas a la música, los cantos, los cuentos, los rezos, los rituales, las fiestas, los símbolos, los duelos, los espíritus o los santos. No hace falta dedicar muchas líneas a reclamar su importancia. Los académicos le llaman patrimonio inmaterial y es verdad que todas esas formas de encontrarse en el espacio público configuran una trama de dispositivos capaces de regular los tiempos y los ritmos para unas relaciones de producción de naturaleza más afectiva que funcional. O, dicho con otras palabras, nos referimos a eventos cuyo propósito es reproductivo y, en consecuencia, nos dan la oportunidad de actualizar vínculos, fortalecer tratos y revisar trazas.
Hablamos de procesos reproductivos porque los productivos son obvios. Los artesanos viven de los objetos que venden y en las fiestas la gente come, bebe o viste de forma especial. Hay un mercado de escala reducida que facilita el flujo de cosas y una redistribución equilibrada de bienes. Siempre hubo ese mercado para las producciones o prácticas singulares que ahora llamamos industrias creativas. El tema del tamaño de ese mercado no es asunto menor porque cuando la escala crece también se incrementa el riesgo de que haya procesos de acumulación de riqueza que amenacen a la comunidad por incrementar las desigualdades, fomentar la competición y facilitar las economías rentistas.
Lo invisible, lo inaudito y lo intangible
Es normal que abunde la gente que quiera proteger este mundo que apenas hemos esbozado. Es frecuente escuchar gentes hablando con emoción del capital relacional que crean y movilizan estas prácticas artesanales. No es raro entonces que pensemos en ellas como si fueran un patrimonio. Incluso no faltan los museos que tratan de ponerlas en valor. Tiene mucho sentido que las personas se sientan orgullosas de lo que sucede en su ciudad y hacen sus vecinos. Tanto que, como ya se dijo, ahora le llamamos patrimonio. Y al hacerlo, dejamos de reservar esta palabra para lo elitista y se la asignamos también a lo popular.
Al calificar algo de patrimonio no sólo decimos que es muy valioso, sino que también lo inscribimos en una categoría administrativa que subordina este mundo a decisiones que se tomarán en despachos de expertos en derecho, cultura y economía local. De alguna manera, esos valores de los que hablábamos son parcialmente expropiados y convertidos en un asunto público y, en consecuencia, regulado. Nada es gratis, y tampoco que se le otorgue a estos mundos locales, artesanales y populares la condición de bien patrimonial protegido.
No está claro lo que se protege o debe ser protegido. Todo apunta a los productos y eso implica que estaríamos hablando de cosas que, desde luego, no pueden venir de China, como por desgracia es cada día más frecuente. Pero, además de las producciones, también se habla de la pureza de los procedimientos. Y cuando hablamos de pureza y de origen certificado aparecen nuevos actores y toda su parafernalia de dispositivos de depuración, siempre dispuestos a dividir el mundo entre los que cumplen la normativa y los que deben ser excluidos por su naturaleza bastarda, híbrida o turbia.
Todo indica, sin embargo, que lo que protegemos amenaza lo más valioso. Lo que tiene valor (administrativo) destruye lo (antropológicamente) valioso. Es absurdo que para proteger la producción artesanal tengamos que destruir el estilo de vida artesanal. Es increíble que para impulsar la creatividad tengamos que destruir su modo de existencia. Es como si fueran incompatibles la condición de artesano y de creativo. Y tal vez lo sean, porque si eres creativo vives del y para el resultado: vives por los resultados. De ahí que un creativo haga secretos los procedimientos, presuma logros y se inserte en un mercado.
No hay creatividad situada. La creatividad local puede ser un estorbo si reclama una atención más allá de lo folclórico, lo simple y lo pintoresco. Se puede ser creativo con independencia del lugar donde intervienes. Tus producciones se validan en el mercado: el mercado es la instancia suprema. El mercado dice qué tan buenos son tus diseños y cuánto se aprecia tu creatividad. Tenemos todo el derecho a problematizar la propia noción de creatividad. Y seguramente la necesidad.
Si la creatividad no es situada, requerimos otra palabra para nombrar este vínculo entre lo propio y lo apropiado. Si la creatividad no tiene que ver con el despliegue de los materiales, los saberes y las prácticas locales, si es una función individual, localizada en una cabeza y no en un territorio y está organizada alrededor de un mercado y no para una comunidad, entonces la creatividad es otro jinete del apocalipsis.
Deberíamos hablar de inventiva local, o algo parecido. La forma en la que lo nombremos es menos importante que reconocer la necesidad de darle vida con palabras a otro modo de existencia distinto al que nos propone la maquinaria abstracta de la creatividad. Y antes que desplegar una inteligencia de los límites, las esencias o las autenticidades (espacios con denominación de origen), disponemos de otra alternativa que consiste en imaginar formas de proteger lo propio, lo nuestro o lo identitario, favoreciendo todo aquello que muestre cierta capacidad para resistir la escalabilidad o, en otros términos, para ser capturado por el mercado.
Hablar de artesanías nos obligó a hablar de un ecosistema sutil y de prácticas que en su conjunto sostenían una forma de vida. Un modo de relacionarnos tejido con hilos imperceptibles, dicho mediante susurros y movilizado con gestos efímeros. Todo muy frágil, aunque fuera secular. Un mundo que sólo percibimos como importante cuando está amenazado y cercano a su desaparición. Son ésas las circunstancias que nos enseñan a valorar nuestra dependencia de lo común o, en otras palabras, de esa trama singular construida entre todos que infraestructura los cuidados sin olvidar los resultados.
Patrimonial, tradicional, comunal
No es correcta la frecuente asociación entre los adjetivos patrimonial y tradicional, antiguo y, con frecuencia, anticuado. Las prácticas populares tuvieron un origen asociado a usos, materiales o formas de organización generalmente innovadoras. No sólo son la respuesta a una necesidad, sino también la adaptación de la respuesta a las condiciones locales de producción. Se trata de soluciones situadas, nacidas de la interacción entre quienes diseñan y quienes las utilizan.
Son propuestas coproducidas que reclaman capacidad de escucha, pero también una inteligencia del lugar y de sus habitantes capaz de ofrecer soluciones, puede que provisionales, pero tienen que ser verdaderamente funcionales. Encajan sin estridencias en nuestra actual visión de lo que llamamos innovación. No nacieron antiguas, sino vanguardistas. Muy probablemente fueran apaños bricoleurs, pero lograron ensamblar materiales, prácticas o recursos de una manera inesperada y quizás brillante. Podríamos ver estas artesanías como manifestación de las nuevas tecnologías.
Algunas prácticas de entonces, tradicionales en su modo de producción, pueden ser muy innovadoras en el nuestro. Lo que allí se hace de forma redundante podría en otro lugar ser una solución radical. Hablamos, por ejemplo, de modos de usar el agua, fertilizar la tierra, gestionar semillas, conservar alimentos o hibridar plantas, como también del empleo de distintos materiales para hacer las mismas cosas o de maneras particulares de resolver conflictos, educar a los niños, cuidar a los bebés, abordar enfermedades, tratar la diversidad o favorecer la convivialidad. Vistos de esa manera, lo que para muchos pudiera parecer antiguo para otros se nos revelaría como innovador.
Los maestros artesanos no serían los responsables de transmitir entre generaciones un saber, otrora innovador. Ahora queremos explorar la posibilidad de que sean actores de vanguardia, gentes capaces de dar respuestas a necesidades por venir. Para algunos, como hemos insinuado en el párrafo anterior, ya las tienen. Y eso es inspirador porque nos remite a una relación con la tradición que no es nostálgica, pintoresquista o conservadora. Podríamos imaginar escenarios donde fueran los actores locales quienes hicieran evolucionar las demandas locales sin ignorar las exigencias externas, para que unas y otras se encuentren en un espacio que fuera de producción y también experimental. ¿Qué les impide a los artesanos de hoy comportarse como los artesanos de entonces y, echando mano de lo que tengan a su alcance, ensamblar las cosas de tal manera que logren un resultado satisfactorio?
Detengámonos en este punto. Muchas veces he visto talleres en los que sus maestros se esforzaban en mostrarme la calidad, belleza u originalidad de sus productos. Pero mi interés estaba más centrado en los procedimientos que en los resultados. Me atraía más la aguja o la máquina con la que cosían que el bolso que se me enseñaba. En otra ocasión visitando un taller de xilografía, me mostraron folletos de cordel primorosamente acabados, pero mi interés se dirigía a las temáticas que abordaban y a la maquinaria de grabado. En todos los casos comprobé que las máquinas habían venido del extranjero y que en su día fueron objetos vanguardistas de deseo.
Así vamos a cerrar un argumento fácil de resumir: queríamos mostrar el vínculo entre patrimonios populares y nuevas tecnologías. En origen, al menos, los productos que hoy se venden como artesanías estuvieron doblemente vinculados a soluciones vanguardistas: primero, porque fueron ensamblajes innovadores y, segundo, porque incorporaron saberes externos de punta. Podríamos haber ensanchado la casuística, pero no nos ha parecido necesario para aclarar nuestra posición: mostrar lo artesanal como el epítome de lo tradicional es una posición tan legítima como vincularlo a lo más innovador.
Llevemos este argumento al límite. Podemos imaginar a este colectivo genéricamente asociado a la categoría de industrias creativas como el grupo de actores a quien podríamos encomendar el futuro productivo del territorio según los valores comunitaristas que tan sabiamente supieron administrar en el pasado. Nada nos impide ensayar un ensamblaje con lo mejor de ambos mundos. Nada nos impide desear un mundo menos individualista, competitivo, despilfarrador, financiarizado o desigual, y que sea compatible con el uso de las nuevas tecnologías o el diseño más innovador. Nada nos lo impide porque fue así como actuaron quienes crearon esas artesanías que hoy se venden como objetos tradicionales, arraigados y típicos. Objetos que se venden a los turistas y que, en consecuencia, han cambiado de sector productivo, pues empezaron siendo soluciones creativas a problemas locales y terminan siendo propuestas decorativas para satisfacer ansias consumistas.
Su actual acomodamiento constituye una doble traición a su origen situado, comunitario e innovador, pues ahora sirven para sostener el mundo de lo superfluo, lo consumista y lo turistificado. Llamar patrimonio a todo esto es una banalización interesada de un mundo que en realidad está cerca de desaparecer, ya sea porque los turistas no llegan, ya sea porque se cansan de comprar cosas que ya tienen. La frivolidad, la creatividad y la curiosidad son cualidades que mueven el mundo y merecen ser protegidas, pero debemos estar alertas frente a todo lo que amenace la vida en común, ya sea porque exagera la importancia de la originalidad o la rentabilidad, ya sea porque rinde culto desmesurado a lo tradicional y canónico.
Criar mundos, dar existencia
Volvamos a la creatividad entendida como una manera de activar la inteligencia colectiva orientada a la búsqueda de respuestas prácticas. Hasta bien entrado el siglo XX, crear y criar, ambas derivadas del vocablo latino creare, tenían sentidos intercambiables, aunque siempre se asoció la palabra crear a eso que sólo Dios podía hacer, mientras que criar era algo que estaba al alcance de todos los humanos. La creatividad, en todo caso, era principalmente una cualidad de científicos y un término que apenas salía del mundo académico antes de la década de 1980. Desde finales del siglo XX se subraya la condición de producción original en detrimento de la de producción cabal. Crear, bajo esta línea, es propio de personas extraordinarias, mientras que criar es lo propio de las gentes del común.
Criar algo es acompañar la existencia de cosas que de alguna manera infraestructuran los cuidados o, dicho de otra manera, dar existencia a cosas funcionales para necesidades colectivas. Una práctica artesanal sobrevive cuando se asienta y entrelaza con el resto de las otras prácticas que juntas constituyen un mundo habitable, por ser (auto)sostenible. No hay manera de hablar de esos mundos sin que aparezca ubicua la noción de territorio y con ella las de cultura local y de prácticas situadas.
No importa cómo lo expresemos, siempre late por detrás, más o menos invisible, la comunidad que se constituye mediante ritos, protocolos, normas y relatos. Sin duda los objetos que crearon, como las técnicas y herramientas con las que los criaron, no son un asunto menor. Son las respuestas que encontraron para sus necesidades. Son las soluciones que garantizan la vida en común. Y así, además de propuestas funcionales, también son expresión del estilo de vida que autorizan o promueven. Marcan los límites del mundo que crean, crían también una multiplicidad de interacciones posibles. Los objetos criados y las técnicas creadas tienen mucha política.
Las buenas respuestas son importantes y, hasta no hace mucho, eran preferibles a las originales. Nada tenemos contra la originalidad, salvo cuando se utiliza como excusa para justificar el secreto, para estimular la competición o para legitimar la desigualdad. Anteponer un valor a otros posibles es una decisión con muchas implicaciones. La creatividad en el sentido de originalidad es el jinete naranja del apocalipsis.
Foto de cabecera: Lucy Nieto, vía Flickr.