Hasta hace unas pocas semanas, es decir, hasta antes de comenzaran las revueltas y las balas en América Latina y en otras regiones del planeta, el movimiento feminista era prácticamente la única voz capaz de congregar encuentros multitudinarios en las grandes plazas del mundo. La fuerza y la contundencia de esta nueva ola del feminismo son indiscutibles. Con ella no sólo se han recolocado en la agenda pública discusiones relacionadas con el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo y la salud reproductiva o la explotación del trabajo doméstico, sino que además se han sumado las consignas y abordajes que derivan en nuevas problemáticas. Uno de esos matices distintivos se ha expresado en la urgencia por denunciar la violencia en contra de las mujeres, sintetizada en frases de una gran contundencia mediática como el “Se non ora quando?” (Si no ahora, ¿cuándo?) de las italianas en 2011, el “Ni una menos” en Argentina en 2015 –cuyo origen es el lema utilizado por Susana Chávez en 1995 para denunciar los feminicidios en Ciudad Juárez–, reactualizado con el #VivasNosQueremos de 2017, el arrollador #MeToo en el mismo año (Rodríguez 2018) , que se replicó en decenas de países con versiones como #BalanceTonPorc (Denuncia a tu cerdo) o #MoiAussi, en la traducción francófona del #YoTambién, y su versión mexicana en 2018, hasta la más reciente en México con el #NoMeCuidanMeViolan.

La resonancia y la masividad de las denuncias son ejemplares sobre la capacidad de reconocimiento y articulación que nos otorgan actualmente las redes sociales, sin las que resulta impensable el efecto cascada que ellas han posibilitado para el crecimiento del feminismo de estos años, con el consecuente rasgo de masividad que ha adquirido en tan poco tiempo. Sin embargo, habría que pensar también en la forma en la que sus usos han determinado la construcción del discurso y la agencia política de las mujeres que se han sumado al feminismo, sus debates e intervenciones políticas. Así, por ejemplo, el escrache—que se ha vuelto una práctica generalizada para evidenciar y encarar a un o una acusada de haber cometido violencia de género, y cuyo origen es claramente reconocible entre los mecanismos de acción directa que utilizaron los activistas en Argentina para enfrentar a los acusados de haber participado en la dictadura— supone un principio semejante al utilizado en las redes: concentrarse en la denuncia y el escarnio público. Otra práctica similar que ha tomado los muros, además del convencional grafiti o la creación de murales, han sido los tendederos o muros de denuncia. Las paredes de la ignominia comenzaron a aparecer en las aulas universitarias en México alrededor de 2016, desde entonces se han incrementado y replicado de múltiples formas.

La denuncia pública como mecanismo de coerción para la atención y la consecuente impartición de justicia ha cimbrado, en mayor o menor medida, todas las conciencias. Sin embargo, para el caso de los espacios universitarios y de las mujeres que se han organizado en torno a estas acciones, se suman algunos factores que son propios de las dinámicas sociales al interior de las comunidades académicas. Así, por ejemplo, aunque en México hay una larga historia de lucha de miles de mujeres en espacios públicos en torno a la impartición de justicia de cara al feminicidio o la violencia de género —en la defensa de los derechos humanos o al interior de muchas organizaciones políticas, por ejemplo—, el feminismo, como movimiento social, nunca antes había tenido la fuerza que ha cobrado en los últimos años entre las universitarias. 

Como suele suceder con el sector estudiantil movilizado, las demandas sociales han dinamizado la organización entre las estudiantes al tiempo que éstas han engrosado de manera contundente la capacidad de convocatoria de la causa feminista. El movimiento estudiantil, en todas sus versiones, sin embargo, contiene una serie de contradicciones que le son constitutivas. Por un lado, es una escuela de formación política excepcional, puesto que las universidades de suyo congregan, en torno a un espacio de apertura, a sujetos de extracciones sociales diversas, con capitales culturales y sociales también distintos —este sigue siendo uno de los grandes logros de las universidades públicas en México—; sujetos que repentinamente entran en contacto y que en momentos de efervescencia política aprenden mecanismos y estrategias organizativas que las y los convierten, quizá por primera vez, en agentes políticos con clara conciencia de serlo. El lado anverso de esto es su volatilidad. Los estudiantes, en el mejor de los casos, sólo pasan unos años en la universidad y, paulatinamente, se integran al mundo laboral. La historia del movimiento estudiantil en México muestra cómo es que, si en esos años no se construyen proyectos de organización colectiva que trasciendan los espacios académicos, la experiencia acumulada se dispersa y difícilmente se transmite de una generación a otra. A esto hay que agregar la compleja estructura institucional de las universidades y los sectores que las componen de manera permanente: académicos y trabajadores. Si tomamos el caso de la UNAM, es claro que a las tensiones que provoca la organización estudiantil desde siempre se debe sumar la complejidad de una institución de tal envergadura. Un sindicato corporativo, una población académica mayoritariamente explotada y dividida, y una estructura interna que eterniza las jerarquías y los juegos de poder, en detrimento de la vida democrática y la transparencia en la toma de decisiones, son algunos de sus problemas más evidentes.

En este escenario, la emergencia del feminismo como movimiento estudiantil enfrenta múltiples retos. Algunos de ellos han salido a la luz en las últimas semanas para el caso de la UNAM. El primero es lograr una reforma importante y sustancial en el manejo de las denuncias en las instancias que la misma universidad ha creado. Para ello se requiere una clara voluntad política que, a partir de un ejercicio adecuado y justo de las denuncias, prevenga la acumulación de tanto descontento. Sin embargo, llegar a este punto ante las claras resistencias de las autoridades centrales, no parece una solución que vaya a construirse de forma inmediata. El segundo es un problema que acompaña a toda forma de lucha social: sostener la capacidad de la propia fuerza organizativa a modo que resista más allá de las decisiones tácticas. Y, en este caso, dada su constitución, hay que observar que no estamos ante un movimiento masivo como lo fue la Huelga del 99 o el #YoSoy132, por lo que su capacidad de acción es limitada. Además, hay que reconocer que el movimiento estudiantil no sólo se construye hacia adentro sino que depende también de su capacidad de interpelación hacia afuera, tanto de los universitarios como de la ciudadanía en general. 

El tercer gran reto, que quizá sea el más importante, es trascender la unidireccionalidad de los muros, los hashtags y los escraches. Todas estas son formas de denuncia que desenmascaran la normalidad, pero que contradictoriamente son armas en las que prolifera la indeterminación, lo cual impide también la clara confrontación del movimiento, en tanto tal, con la impartición de justicia. Dicho de otra manera, si la denuncia anónima en los muros de las universidades y en los celulares trasciende el encierro de los claustros o el aislamiento detrás de la pantalla—más allá de las marchas— para constituir una demanda de justicia al Estado mexicano abierta y masiva, entonces encararemos el mayor problema al que se enfrentan las mujeres al momento de pedir justicia ante una agresión. Sin eso, ni las mejores formas de organización colectiva están a salvo de la violencia que aqueja a las mujeres de todo nuestro país.