El espejo de la infancia. Cómo recuperar la palabra después de la violencia de Estado

Recuerdo las conversaciones con Paloma acerca del silencio. El silencio que se extendía en la mesa de la cocina, casi palpable de lo denso que era. De cómo los niños se enfrentaron a él: aprendieron a no hacerle algunas preguntas a sus padres (como “¿a dónde te llevaron?”, “¿qué te hicieron?”, “¿por qué en ciertas fechas te pones triste?”, “¿qué significa esa canción?”). Se dieron cuenta de que esas preguntas los desarmaban, los ponían llorosos, los desalojaban de la palabra. Era el Chile de la época de la dictadura, y los padres de esos niños no sabían explicar lo que les había sucedido.

Para proteger a sus padres, los niños aprendieron a no preguntar. Participaron del silencio que se extendía como una cobija, intentando proteger la herida abierta resultado de la violencia de Estado. Y así, no sólo heredaron una falta de relato respecto de lo ocurrido en esos años aciagos. También heredaron la imposibilidad de poner su propia experiencia en palabras.

En El libro de la risa y el olvido, Milán Kundera se maravilló de que hubiera una misma palabra para nombrar cosas distintas. Hay risas que hacen daño y risas que alegran. También hay silencios que resguardan la dignidad y silencios que enferman porque están enfermos. En aquellos años el silencio crecía en las casas y se iba volviendo denso. De esa experiencia nació el deseo de construir, un día, un espacio que sirviera para que las generaciones pudieran encontrarse de nuevo. Un espacio para restaurar el derecho a la palabra, para curar al silencio y para volver a hilar el lazo que sostiene a las generaciones y que la guerra trata de romper.

Recuerdo la primera vez que conocí a los hijos de Germán y Paloma. La más pequeña tenía dos años; el mayor tenía cuatro. En él reconocía gestos del papá de Germán, mi papá, que había muerto en México sin conocer a nuestros niños: una manera de reír y de quedarse callado que me emocionaba y sorprendía. ¿Cómo es posible la transmisión entre personas que no crecen juntas?

Recuerdo que la niña más pequeña estaba entonces empezando a hablar: una de sus primeras palabras fue “¡no!”, y repetía esa palabra, poderosa y alegre, como si empuñara una espada. Corría jubilosa mientras gritaba “¡no!” a la derecha y la izquierda. La usaba para defenderse de su hermano mayor. Para alejar las cosas que no quería. Para decirnos que estaba allí. Recuerdo un dibujo de la familia en donde aparecía yo: había dos mujeres tomadas de la mano, una pequeña y la otra grande. Yo le pregunté a mi sobrina si la pequeña era ella, y me explicó que era al revés. Ella era la grande y llevaba de la mano a su mamá. La recuerdo correr, mientras gritaba “¡soy fuerte!”, y yo volaba aviones de madera junto a su hermano mayor.

Y recuerdo cómo la presencia de esos niños nos enseñó a preguntar desde otro lugar sobre lo que habían sido aquellos años ominosos. La contemplación de su fuerza y de su astucia, de su infinita capacidad para imaginar y resistir. La manera en que sus juegos y sus aburrimientos nos hicieron regresar a la experiencia de nuestra propia infancia, y también, a preguntar por nuestra propia felicidad. Recuerdo que emergieron preguntas abiertas que tenían que ver con el pasado lo mismo que con el presente: ¿cuál será la historia que contaremos de la guerra? ¿Cómo fue posible la emergencia de la vida a la mitad de la muerte? ¿Qué dejaremos en herencia a aquellos que, después de nosotros, se preocuparán por un mundo mejor y defenderán la vida?

Recuerdo que comenzaron a emerger las memorias de las otras formas de hacer política – otros sentidos del comunismo y el socialismo–, que habían permitido sostener la vida y transmitir el cariño. Las formas de cuidado inventadas por la generación de los padres de Paloma y Germán. Formas alternativas de maternar y paternar. Un desacuerdo sutil que crecía entre los sobrevivientes y sus hijos: el deseo de no sólo hablar de la guerra, sino también de la fuerza que se había transmitido; de dar cuenta de ese arte de la felicidad construido colectivamente desde el cual se enfrentó la violencia.

Paloma entonces decidió construir una convocatoria colectiva. Lanzó en Internet un sitio llamado “Infancia en Dictadura” e invitó a las personas que hubieran sido niños en esa época a mandar los objetos que atesoraban, las fotografías y las canciones. Y una cantidad sorprendente de personas comenzó a mandar sus recuerdos. Se movilizaron los archivos personales de los niños coleccionistas que habían guardado papeles prohibidos. Los adultos que habían sido niños dejaron aparecer los archivos de cuando eran niños. Emergieron los contornos de un continente olvidado: el testimonio colectivo de esos niños que habían contemplado y esperado, reflexionado y apuntado. Los niños siempre han estado allí.

Paloma y su equipo convirtieron las redes sociales en un lugar que funcionaba como un espejo: recibían lo que se enviaba para mandarlo de nuevo; ayudaban a que quienes hablaban se escucharan a sí mismos. Entonces comenzó a emerger un relato de los años de la violencia de Estado que no sólo daba cuenta de la intensidad de esa violencia, sino también de los gestos sutiles con los que los niños enfrentaron el terror y la tristeza. Otra noción de la política. Relatos que llamaban a relatos: una persona contaba algo, y la otra respondía con una historia parecida.

Para curar las palabras henchidas con ese silencio ominoso, era necesario devolver una mirada distinta respecto de lo que esos años habían sido. Pero esa nueva mirada no puede ser la obra individual de una persona. Sólo puede nacer de una pregunta abierta elaborada colectivamente. ¿Cómo fue posible la emergencia de la vida a la mitad de la muerte? ¿Cuál será la historia que contaremos de la guerra? ¿Qué heredaremos al porvenir? En esas preguntas el pasado guarda una dimensión de promesa y enigma que permite pensar futuros distintos a nuestro presente.

Infancia en Dictadura se convirtió en un proyecto enorme al que se fueron sumando más personas. En abril de 2016 se inauguró una exposición en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. El museo se convirtió en un espacio que permitió que las generaciones se encontrasen. El silencio comenzó a curarse. La palabra comenzó a circular. Los niños de esta época se encontraron con sus padres, devenidos niños. Los viejos vieron su historia en el espejo del relato de sus hijos, y entonces emergieron sonrisas que aliviaron el llanto.

Hoy, que recuerdo estas cosas, me pregunto por cómo en México también estamos recuperando la palabra y construyendo un relato alternativo de la guerra que se abre al futuro para ser heredado como promesa. Y en esa tarea intergeneracional, que compete a las guerras del pasado lo mismo que a las guerras del futuro, me pregunto por las maneras en que la experiencia de Infancia en Dictadura pueden ayudar a fortalecer las experiencias de México.

El 17 de julio a las 5 de la tarde, en el Teatro el Milagro (Milán 24, Col. Juárez), se presentará el catálogo de la exposición Infancia / dictadura. Testigos y actores (1973-1990), y se abrirá un espacio de reflexión con periodistas, artistas, defensores de derechos humanos y público interesado en la construcción de paz y justicia. Este texto constituye una invitación para asistir a esa reunión.

 

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