En los últimos tiempos parece haberse popularizado la idea de que las personas trans somos omnipotentes y perversas aunque algo torpes y sin entendimiento político. Digo esto porque se ha vuelto moneda de cambio el hablar de un supuesto lobby trans que poseería recursos infinitos, conexiones hasta en los cielos y agendas ocultas que incluyen toda suerte de escenarios perversos. Sin embargo, en nuestra aparente estrechez de miras, se nos habría olvidado incluir en nuestra indetenible agenda demandas tan obvias como el trabajo digno, la no discriminación y el derecho a una vida libre de violencia. Curioso lobby trans sería el nuestro que pudiéndolo todo elige sin embargo el ostracismo mientras persigue objetivos absurdos propios de una mala película de ciencia ficción o terror. Parecería que queremos construir una suerte de Cybertron trans por el puro gusto de hacerlo y sin que importe mucho el hecho de que toda esa energía debiera usarse en cosas más urgentes como el hacer justiciables nuestros derechos humanos.

Pero estos son tiempos francamente inéditos en los que aseveraciones como las que describo con tono burlón son sin embargo sostenidas públicamente por personas que pretenden hacerlas pasar como reflexiones sesudas, profundas y urgentes. No sorprende, por tanto, que nos encontremos de pronto con afirmaciones como la que recientemente realizó Gabriel Quadri al asegurar que las personas trans –agrupadas desde luego en ese omnipotente pero garrafalmente torpe lobby trans– tenemos la intención de reducir a las mujeres a una especie más “de entre decenas de caprichosas y extravagantes expresiones de la sexualidad”. El comentario sería gracioso si no fuera porque parece a todas luces haber sido dicho con seriedad. Yo, por ejemplo, me preguntaba si con esto Quadri quiere dar a entender que “las mujeres” nunca podrán tener una sexualidad “caprichosa y extravagante”. Pobres de mis amigas cisgénero si Quadri tiene razón pues entonces están absoluta y trágicamente condenadas a vivir una sexualidad convencional, mediana e inmutable. Pobres.

En cualquier caso, más allá de que este político ha hecho una defensa del status quo sexual que por misteriosas razones busca ser leída como radicalidad transgresora, hay algo que vale la pena señalar y que está presente en los comentarios de Quadri. Me refiero concretamente a la sensación de vértigo histórico que parece transmitir cuando avizora un futuro tan futurista que no puede sino generar miedo, extrañamiento y un deseo de retornar a los inexistentes buenos tiempos de ese pasado patriarcal que, sin embargo, ofrecía certezas, seguridades y estabilidad. Ofrecía la certeza de que el binarismo estaría allí, la seguridad de que se vigilaría y castigaría cualquier posible transgresión, restableciendo así ese mundo estable con hombres y mujeres y nada más. 

Este punto lo digo con profunda seriedad y quisiera poder discutirlo con calma y fuera de una coyuntura como la que vivimos. Empero, en la coyuntura estamos y es innegable que toda esta polémica que rodea la mayor visibilidad que hoy tenemos las personas trans y no binarias no va a simplemente desvanecerse en el aire. La polémica, nos guste o no, nos va a acompañar por algún tiempo y lo único que nos queda es tratar de hacerle frente con argumentos y paciencia, mucha paciencia. 

Vuelvo al punto del vértigo histórico porque me parece que, en efecto, mucho del rechazo a las identidades trans proviene de una sensación de que la historia de los cuerpos es –o había sido hasta ahora– inmutable y que sobre esa base estable se habían construido diagnósticos y proyectos acerca de las injusticias vividas y de los modos en los que podríamos corregirlas. A la luz de esto es que la aparente crisis en la estabilidad del cuerpo sexuado resultaría por ende amenazante pues socavaría los cimientos mismos de las ideas de justicia que se han ido construyendo y que, se nos dice, requieren de una frontera clara entre unos y otras. Dicha crisis de estabilidad nos arrojaría así a una pregunta que quizás no queremos siquiera plantearnos, a saber, ¿cómo se construye una justicia duradera si las corporalidades y subjetividades son transitorias y evanescentes? Ante esa pregunta a más de una persona le dará vértigo y quizás busque refugio en la idea de que la historia, al menos la historia del cuerpo sexuado, es ahistórica porque al final los cuerpos siempre han sido los mismos y eso ha sido una verdad pancultural y transhistórica.

Desafortunadamente, ese relato acerca de la estabilidad histórica del cuerpo sexuado no parece sostenible. Ello por tres motivos. Primero, porque si nos atenemos a lo que nos dicen las historiografías del cuerpo sexuado, entonces no es verdad que cada cultura haya concebido, representado o habitado al cuerpo sexuado de la misma manera. Trabajos pioneros como los de Thomas Laqueur son hoy bien conocidos y se ha vuelto un lugar común su narrativa acerca de un modelo unisexual propio de la tradición hipocrático-galénica que eventualmente se vio desplazado por un modelo bisexual, mucho más funcionalista, que se habría vuelto hegemónico en los últimos tres siglos. 

Segundo, hoy en día sabemos que hay una historia del cuerpo sexuado que revela distintas representaciones y formas de intervenirlo y habitarlo. Pero también sabemos que la historia misma del cuerpo sexuado, como toda historia, es revisable. A modo de ejemplo, la historiadora Leah DeVun ha mostrado que la narrativa del propio Laqueur estaba incompleta y que el modelo unisexual de la tradición hipocrático-galénica convivió con modelos aristotélicos mucho mas binaristas pero sin que se les pueda equiparar con el modelo bisexual de corte funcionalista de nuestra época. Esto es, allí donde el sentido común quiere ver un cuerpo despojado de historicidad hay, sin embargo, justo lo contrario.

Tercero, tal historicidad no debería ser sorpresiva. Su inexistencia, es decir, la radical ahistoricidad del cuerpo, habría requerido que dos tesis muy concretas fueran ciertas. Por un lado, que el cuerpo fuera epistémicamente transparente para quienes lo estudian (y para quienes lo habitan). Por otro, que los criterios de clasificación entre las fronteras de los sexos fueran ellas mismas inmutables. Quizás si la primera tesis hubiese sido cierta la segunda lo habría sido también. Empero, como cualquier persona sabe, nuestro cuerpo y su estructura causal no nos es transparente. Y, si bien no nos es del todo opaco, sí podríamos decir que no se nos revela trivialmente. Saber, por ejemplo, cómo funciona un cuerpo o por qué duele o por qué ha fallado requiere de un enorme esfuerzo. Requiere también de conocimientos y elementos materiales para intervenir y estudiar el cuerpo. 

Es a causa de lo anterior el que hay tal cosa como una historia del cuerpo sexuado. Su falta de transparencia ha propiciado diversos modelos para comprenderlo y en función de los saberes y culturas materiales de una época es que se le ha comprendido y habitado de diversas maneras. Subrayo esto último porque no es menor: la forma en la que se habita un cuerpo se ve afectada por el modo en el que se le comprende y la forma en la que se le puede o no intervenir. Sería precisamente por esto que el cuerpo exhibe una historicidad para nada trivial.

Aquí cabría decir que estamos en pañales en lo que respecta a la historia del cuerpo sexuado. En parte porque para un enorme sector de la población –incluida una parte de la intelectualidad– el cuerpo no es siquiera concebido como un objeto potencialmente histórico. En parte también porque los pocos estudios que hay han privilegiado a las grandes tradiciones de los saberes médicos de Occidente. Hasta donde sé son escasos los trabajos al interior de los estudios de Ciencia y Género que han siquiera contemplado la posibilidad de un abordaje decolonial de la historia del cuerpo sexuado. Podríamos especular acerca de las razones aunque hay algunas que ya conocemos. Por ejemplo, Miranda Stockett ha señalado que hay un sesgo en la antropología y en la arqueología de Mesoamérica que ha llevado a que se asuma que toda cultura en esta región necesariamente tiene una visión binarista y complementarista en lo que al cuerpo sexuado se refiere; estos dos atributos –la binariedad y la complementariedad– muy seguramente son efectos de las descripciones coloniales que se han hecho de estas culturas y no hallazgos empíricos reales. 

El punto que busco hacer en realidad es bastante sencillo y mucho le debe a la labor de las historiadoras de la ciencia. Pienso así en Mary Ritter Beard cuando, hace ya más de un siglo, nos invitaba a sospechar de aquella lectura de la historia de la ciencia en la que encontrábamos únicamente varones. Ella tuvo la claridad de reconocer que la ausencia de mujeres en las narrativas históricas no necesariamente obedecía a la inexistencia de científicas sino a un sesgo sexista que las había dejado de lado. Gracias a historiadoras como ella aprendimos que esa aparente verdad última y transhistórica que sostenía que sólo los hombres habían hecho ciencia era meramente un espejismo producto de un sesgo. 

Muy seguramente algo parecido ocurre ahora cuando leemos la historia como si evidenciara la estabilidad de las subjetividades y las formas de habitar el cuerpo sexuado. Pero esa aparente historia de estabilidad puede ser meramente un espejismo, un artefacto producido por la colonialidad del saber, ya que finalmente la historia del cuerpo que solemos narrar deja fuera las muchas formas en las que diversas culturas han comprendido y habitado al cuerpo sexuado. Vale la pena reiterarlo, la colonialidad del saber produce una colonialidad del ser en parte al colocar a ciertos cuerpos como meras contingencias recientes, “caprichosas y excéntricas”, mientras que a otros cuerpos los naturaliza al hacerlos aparecer como entidades que, de tan estables, no tienen historia. Unos cuerpos son un capricho, otros son naturaleza. 

Quiero señalar, para ir concluyendo este breve ensayo, que la historicidad del cuerpo no es únicamente una historia de saberes y representaciones. He enfatizado que es también una historia del cuerpo habitado, del cuerpo que se experimenta materialmente. Hay de este modo una doble cara, ya que hay un aspecto semiótico y hay otro aspecto material. Incluso en la actualidad ello es así, ya que a ciertas partes del cuerpo se les carga de semiosis, se les reviste de significación, y se les vuelve fundamentales en la inteligibilidad y categorización de un cuerpo. Pero esa dimensión semiótica no emana de la materialidad, no le es inmanente. Exhibe también un devenir que termina por exceder al ámbito de los significados, pues estos eventualmente se articulan en prácticas y entornos materiales que afectan al cuerpo en su totalidad.

Finalmente, hay que repetirlo también. Lo que un cuerpo puede hacer depende de su contexto. Los entornos culturales y materiales de los cuerpos implican la creación y la destrucción de ciertas capacidades. Y eso se traduce en que la materialidad misma del cuerpo está embebida en los devenires de la historia. Todo esto puede, en efecto, producirnos un vértigo profundo del que quizás algunas personas busquen escapar al refugiarse en narrativas naturalizantes. Pero, como hemos visto, estas narrativas las más de las veces ocultan la complejidad histórica, refuerzan sesgos y mantienen el status quo. En algún punto tendremos que tomarnos en serio la posibilidad de que la justicia que habrá que construirse, y que esperamos sea duradera, requiere el dejar de suponer que las subjetividades y los cuerpos son ajenos a la historia.