El crimen más grande

La mal llamada guerra contra el narco, declarada por Felipe Calderón en 2007, transformó radicalmente a la sociedad mexicana y es uno de los procesos más determinantes en la historia de nuestro país. Los datos son irrefutables, basta con observar el número de homicidios anuales entre 1990 y 2019 para constatar su impacto. La tendencia a la baja de homicidios que se mantuvo en México a lo largo de la segunda mitad del siglo XX continuó durante los noventa y los primeros años de los dos mil hasta llegar a su punto más bajo, precisamente, en 2007. Ese año –el año con el menor número de homicidios desde que se lleva un registro oficial– el presidente de la República inició una guerra civil que desató una violencia sin precedentes. Esta guerra ha marcado la vida de todas las personas que habitan o transitan por nuestro país de entonces a la fecha. Las condiciones en las que fue declarada, la forma en que se llevó a cabo y sus funestos resultados son conocidos por todos, no obstante, me gustaría llamar la atención sobre algunas cuestiones de estos tres elementos para dimensionar, en conjunto, su trascendencia.

Fuente: Elaborada por el autor con datos del INEGI.
 

En cuanto a las condiciones de su declaración, lo primero que hay que destacar es que Calderón nunca habló de hacer una guerra durante su campaña. Quienes votaron por él lo hicieron sin saber que a unos cuantos días de llegar a la presidencia ejecutaría una decisión autoritaria y unilateral que determinaría el desarrollo de su sexenio y de los que le han seguido. Y aún más importante: Calderón no ganó las elecciones del 2006 mediante un proceso limpio o democrático. El temor de que un candidato autoritario e intransigente, que representaba un “peligro para México”, llegara a la presidencia llevó a buena parte de las élites intelectuales, políticas y empresariales a cerrar filas con el panista. Las últimas dos no repararon en recurrir a prácticas ilegales. La movilización de sindicatos, el uso de recursos ilícitos, la difamación en medios masivos, la coacción y amenazas de patrones hacia sus empleados y el descarado apoyo oficial del gobierno de Vicente Fox fueron reconocidos por el mismo Tribunal Electoral, quien, injustificadamente, terminó avalando la elección. A ello se sumó la negativa del recuento de votos tras los comicios, el cual se presentaba lógico y necesario en tanto el número total de votos invalidados o mal escrutados superaba la diferencia entre ambos candidatos (Crespo, 2006: hablan las actas, 2006). Este turbio proceso resultó en una crisis de legitimidad del gobierno de Calderón, la cual se buscó atacar, entre otras cosas, con la guerra mencionada.

Sobre su desarrollo. La guerra contra el narco inició de facto el 11 de diciembre del 2006, con un operativo en Michoacán, y fue declarada oficialmente por Calderón unas semanas después, en enero del siguiente año. La guerra se caracterizó por el uso de la policía federal y de las fuerzas armadas para combatir a ciertos cárteles, mediante la organización de operativos temporales cuya principal misión era capturar a líderes criminales para después exhibirlos públicamente. De esta forma, el conflicto armado fue extendiéndose en gran parte del territorio nacional. 

Un asunto central que quisiera aquí destacar es que lo que en un principio parecía ser una decisión irresponsable terminó por develarse como un proyecto criminal. Desde temprano en el sexenio, y cada vez con mayor intensidad, se alzaron voces críticas que condenaron la mala planeación de la guerra y su peor implementación. Entre las principales denuncias estaban la falta de objetivos más allá del “descabezamiento” de algunos cárteles; el uso de las fuerzas armadas, en contra del marco legal, sin regulación ni plazo definido; las continuas violaciones contra los derechos humanos; y el discurso de odio promovido desde la misma presidencia, que no reparaba en justificar el rápido aumento de asesinatos bajo el argumento de que los muertos eran criminales. 

Sin embargo, junto a estas críticas, comenzaron a aparecer testimonios que apuntaban hacia otra narrativa del proceso: no se trataba de una decisión equivocada sino de un perverso plan. El entonces diputado Manuel Clouthier, a inicios del 2010, fue de los primeros en acusar públicamente al gobierno federal de brindar apoyo al Cartel de Sinaloa. Ese mismo año, en Los señores del narco, Anabel Hernández señaló que Joaquín Guzmán había establecido un pacto con los gobiernos panistas, desde el sexenio de Fox, y que la guerra de Calderón habría tenido entre sus principales objetivos fortalecer a su grupo criminal. En las denuncias de Hernández una figura apareció entonces como central: Genaro García Luna. Además de presentar al Secretario de Seguridad Pública de todo el sexenio de Calderón como el principal operador de la alianza con el crimen, la periodista denunció haber recibido amenazas de muerte de dicho funcionario.

En el mismo 2010, en una de las escasas conferencias de prensa que dio Calderón como presidente –eran otros tiempos– el mandatario fue cuestionado sobre estas acusaciones a las que respondió con lo que pronto se convertiría en una de sus muletillas favoritas: “es absolutamente falso”. Hoy sabemos que lo que entonces se hizo público había sido comunicado cuando menos dos años antes al mismo Calderón por quien fuera el comisario de la Policía Federal Preventiva, quien terminaría siendo encarcelado. 

Lo que durante varios años se mantuvo como rumor o, incluso, como teoría de conspiración, se ha ido probando como verdadero, particularmente en los últimos meses tras la detención de García Luna por las autoridades estadounidenses: la de Calderón no fue una guerra contra el narco, fue con él y para él.

El conflicto desatado por Calderón fue heredado a los gobiernos que le siguieron. La guerra continuó durante el sexenio de Enrique Peña Nieto: el uso ilegal, sin regulación ni plazo de las fuerzas armadas se mantuvo, como también la estrategia de descabezamiento de cárteles. El discurso bélico del gobierno, no obstante, se transformó en un evasivo silencio por parte de las autoridades. No sabemos aún hasta qué punto se prolongó su lógica criminal. Tras el triunfo de López Obrador la militarización de la seguridad pública se ha mantenido, aunque ahora con un plazo definido. Las reformas que se instrumentaron para legalizarla no se han traducido en un marco normativo que regule y dé transparencia a su operación. Aunque es temprano para evaluar resultados, la promesa de abandonar la estrategia fallida de los sexenios anteriores para atender el problema de manera integral hasta ahora no ha dado resultados y lejos estamos de poder afirmar que el conflicto ha terminado.

Por último, sobre los resultados. Las consecuencias que esta guerra iniciada hace casi catorce años han tenido para la sociedad mexicana son devastadoras. En la frialdad de los siguientes datos se constata la tragedia: durante el sexenio de Calderón los grupos criminales aumentaron 900%. En tan solo tres años el número de homicidios por año se triplicó y, pese a una baja temporal entre 2012 y 2014, la cifra ha seguido en aumento para superar, al día de hoy, los más de 314 mil muertos. Los asesinatos de mujeres, que también habían llegado a su nivel más bajo en 2007, se dispararon con la guerra y aumentaron de manera sostenida para duplicar su número anual al cerrar el sexenio del panista. Asimismo, durante el gobierno de Calderón murieron asesinados más del doble de periodistas en comparación con el sexenio anterior. La cifra de desaparecidos es igualmente dramática. El reciente informe de la Comisión Nacional de Búsqueda muestra que en nuestro país hay 73,201 personas desaparecidas, el 97.9% de ellas fueron reportadas a partir de diciembre del 2006.  

Junto a estas cifras aterradoras, existen cantidad de testimonios, reportajes, etnografías y obras de arte que muestran, desde la subjetividad, el profundo impacto que este proceso ha tenido en la vida de las personas: de las víctimas y sus seres queridos; de quienes viven o transitan por las regiones más afectadas; de los desprotegidos y vulnerables; de quienes ponen el cuerpo para auxiliarlos; de todos los demás. La violencia, presente ya en la sociedad mexicana antes del estallido de la guerra, se catalizó a partir de ella para transformar estructuralmente la agenda pública, la economía, la forma en que interactuamos unos con otros, los espacios laborales, la manera en que ocupamos el espacio público, las dinámicas familiares, las expectativas, los gustos y deseos. Se transformaron también nuestras infancias, adolescencias y juventudes. La guerra ha marcado y seguirá marcando la vida cotidiana de muchas generaciones.

Mucho se ha escrito sobre este proceso. Periodistas, académicos, literatos o activistas han aportado enormemente para conocer, entender y denunciar las distintas facetas de la guerra. Pero tenemos que seguir ocupándonos de ella. Requerimos de ejercicios de reflexión pública y colectiva. Necesitamos valorar este pasado reciente en su justa dimensión y llamarlo como lo que es: uno de los procesos más determinantes de la historia de México, uno de sus crímenes más grandes. El hecho de que el principal responsable de esta tragedia siga figurando como autoridad en la esfera pública e incluso tenga aspiraciones políticas nos muestra lo apremiante de ello.

Es necesario, pues, seguir hablando fuerte y claro sobre lo que posibilitó este proceso y sobre sus consecuencias. Sobre las responsabilidades de los diversos actores involucrados: de los gobernantes y fuerzas del orden, por supuesto. De las élites empresariales e intelectuales que permitieron que sucediera y luego guardaron silencio. También de las víctimas directas e indirectas, de la forma en que esto nos ha transformado a todos.   

Hoy se habla de derivas autoritarias y de amenazas a la democracia. Vale la pena repensar también cómo esta guerra –autoritaria y criminal– afectó directamente el ejercicio de la democracia, de la libertad de prensa, de los derechos humanos. Cómo llevó a la erosión de las instituciones, al incremento de la corrupción y de la impunidad. Con ello, quizá, se manifieste con mayor claridad el peligro detrás de aquel régimen aparentemente plural, liberal y democrático que hoy algunos piden sea restaurado. 

Salir de la versión móvil