El coronavirus, la ciencia y las crisis de la confianza

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Hace ya algunos años, Bijker, uno de los teóricos de referencia en los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología, planteaba que nuestras sociedades se caracterizan por una situación paradójica: ahora que más necesitamos de la ciencia para comprender los fenómenos involucrados en algunos de los acuciantes problemas que enfrentamos como especie, es cuando sentimos mayor desconfianza hacia ella. La gestión de la enfermedad provocada por la aparición y propagación del nuevo coronavirus, si bien trata de reducir y mantener en equilibrio las consecuencias negativas de las crisis sanitarias, sociales y económicas, ha intensificado esa otra crisis, la de confianza, que ya sufríamos en tiempos de prepandemia. Y lo ha hecho, no sólo porque se haya intensificado el descrédito hacia la ciencia, sino porque parece haberse instalado como un fenómeno omnipresente que cortocircuita los distintos modos de relación que constituyen nuestro mundo común. 

Las primeras manifestaciones de desconfianza en el contexto de esta pandemia se dieron como indiferencia —que puede ser otra forma de no dar crédito— hacia  la ciencia.  Esto porque nadie pareció tomarse en serio las advertencias que desde diferentes estudios se venían haciendo sobre una posible aparición de nuevos coronavirus. En vez de prepararse para un escenario altamente probable, estas investigaciones fueron ignoradas y muchos gobiernos prosiguieron con una política de corte neoliberal que desmantelaba la sanidad pública o descuidaba sus condiciones. Posteriormente, cuando el riesgo se transformó en realidad, la OMS declaró una emergencia global basándose en la letalidad y la alta tasa de contagio del virus. La respuesta en Europa fue displicente. En esos primeros días era habitual encontrar en distintos medios de comunicación a periodistas y responsables de gobierno que desdecían a los expertos mundiales ante sus audiencias y que invitaban a no preocuparse por una simple gripe que apenas tendría consecuencias. La resonancia de esas opiniones probablemente influyó en el retraso de unas medidas que podrían haber disminuido el número de contagios,  evitado el colapso de los sistemas de salud y reducido el número de muertes. Ahora que se ha entendido la gravedad de la situación, el descrédito, lejos de disminuir, arrecia volviéndose omnipresente: los datos ofrecidos por los políticos son recurrentemente puestos en duda, la intención del vecino que sale a la calle es objeto de sospecha, cualquier medida sociosanitaria adoptada es considerada malintencionada o insuficientemente justificada. 

Claro que habrá quien diga con justa razón que la desconfianza es la única actitud razonable ante quienes sabemos que su palabra no es de fiar, ya sea porque tenga la voluntad de mentir o porque haga afirmaciones bienintencionadas pero recurrentemente falsas. Pensar que China pueda ocultar información sobre los datos epidemiológicos no es descabellado debido al hermetismo y opacidad que ha venido demostrando durante décadas. Además, nos permite mantenernos críticos y vigilantes ante intereses encubiertos que puedan hacer uso de la manipulación y el  engaño. En este sentido, habría que preguntarse si algunos de los recelos que se están expresando durante las últimas semanas están directamente dirigidos a la ciencia o hacia el uso político de la misma.  Por ejemplo, el hecho de que diferentes gobiernos conservadores optaran los primeros días de la gestión de la pandemia por estrategias basadas en un fenómeno estudiado por la epidemiología, el de la inmunidad de grupo, podría hacernos sospechar que se utiliza a la ciencia para sostener una postura política que prioriza la economía en detrimento de la vida de la población más vulnerable a la enfermedad. El problema es que en estos casos se genera una situación altamente paradójica. El gobierno en turno trata de justificar científicamente sus compromisos políticos dando por hecho que el prestigio de la ciencia provocará una mayor aceptación de sus estrategias. Sin embargo, es la propia credibilidad de la ciencia la que sale peor parada, pues se constata que puede ser usada de manera discrecional al servicio de diferentes ideologías. 

No obstante, las suspicacias que genera el uso político de la ciencia constituye un pequeño universo si las comparamos con la gran cantidad de sospechosismos inmoderados. Entre ellos, los más delirantes se encuentran, como era de esperar, en las teorías conspiranoicas. Las hay de todas las clases: una sostiene que la tecnología móvil 5G transmite la enfermedad, otra que el virus ha sido financiado por Bill Gates, la más impactante afirma que la existencia del virus se ha inventado con el objetivo de justificar una falsa vacunación masiva que aniquilará a una gran cantidad de personas y acabará de un plumazo con el problema de la soprepoblación. Los conspiracionistas, además de defender teorías absolutamente incongruentes con la evidencia más incontrovertible y el conocimiento mejor asentado, suelen creer en varias de ellas  a pesar de resultar incompatibles entre sí.  Pero dejando de lado estas formas aberrantes de negacionismo científico, deberíamos entender que gran parte de la desconfianza expresada en las últimas semanas  se genera, o bien por un exceso de confianza dirigida en otra dirección, o bien por expectativas no realistas que provienen de una mala comprensión de la naturaleza y funcionamiento de la ciencia.

Para analizar el primer fenómeno deberíamos asumir que la desconfianza no siempre es una actitud de razonable vigilancia, sino la consecuencia de una inmoderada credibilidad  depositada en el lugar equivocado. Cuando se expresa de esta forma, ella misma debería ser objeto prioritario de nuestras sospechas. Algunos ejemplos:  1) Si las advertencias sobre la gravedad de la enfermedad se ignoraron fue, en parte, porque la gente se fió demasiado de la persistencia de sus propios hábitos. La normalidad, robustecida como expectativa gracias a un tiempo prolongado de vida rutinaria, no se deja derogar fácilmente como proyecto de futuro frente las previsiones disruptivas de los expertos. 2) Si sospechamos de un complot mundial que trata de controlar a la población mediante la propagación del virus es porque nos atribuimos más sagacidad e inteligencia que a esa mayoría de ingenuos para quienes la terrible verdad queda oculta. La sobrestimación de nuestros propios recursos interpretativos y críticos nos hace negar la sensatez de la mayoría y el conocimiento más consolidado. 3) Si somos reticentes a aceptar las medidas concretas establecidas por las autoridades competentes es porque creemos tener la certeza de que una alternativa daría mejores resultados. El miedo al impacto de los daños inevitables de cualquier decisión en la gestión de esta crisis nos hace estar seguros de la existencia de una opción que habría sido más segura y adecuada. 

Respecto a la incredulidad proveniente de expectativas irrealistas hacia la ciencia habría que aceptar que no hemos entendido las formas en que hoy se produce el conocimiento. Insistimos en creer que la ciencia nos proporciona certezas. De no hacerlo, sospechamos que no ha cumplido bien con su tarea o función. Sin embargo, estas presunciones no deberían aplicar para la mayor parte del trabajo científico llevado a cabo en la actualidad. La ciencia, y esto lo lleva diciendo décadas la sociología, abandonó  la búsqueda de certeza cuando comprendió que su estudio se dirigía hacia fenómenos complejos en contextos de gran incertidumbre. El resultado de esta circunstancia es que casi siempre llega a  conclusiones provisionales que entran en contradicción con las de otros grupos de investigación. Es normal que su carácter controversial provoque insatisfacción, desilusión y recelo entre quienes están esperando respuestas unívocas y seguras en una crisis que las necesita con urgencia. Las diferentes hipótesis sobre el origen del coronavirus, las distintas proyecciones sobre la mortalidad de la pandemia o la dificultad para comprender las características y el comportamiento del virus son ejemplos de cómo la ciencia es incapaz de hacer afirmaciones seguras de manera apresurada. Esto, sin embargo, no debería ser motivo para desconfiar de ella. Al contrario, debería convencernos de que es lugar idóneo para depositar una buena parte de nuestras esperanzas. Su carácter no dogmático y abierto a la revisión la convierte en el mejor recurso para gestionar la complejidad. Si le concediéramos además nuestra confianza, reduciríamos muchas de las incertidumbres que distorsionan el funcionamiento de una sociedad que está sufriendo, junto al embate del virus, una paralizante y desmoralizante “infoxicación”. Ciencia y confianza son, por tanto, dos elementos insoslayables si queremos salir bien librados de esta grave crisis civilizatoria. Sólo conectándolas podremos tolerar la incertidumbre de ese futuro que estamos también tratando de anticipar. 

Ahora bien, ¿no deberíamos desconfiar de nuestra confianza en la ciencia? Sí, siempre que ésta se otorgue de manera dogmática o se convierta en una patente de corso que justifique cualquier tipo práctica. Las últimas tentaciones tecnocráticas de quienes han empezado a ver en la ciencia la única y mejor herramienta para gestionar nuestra vida en común muestran una posible salida de la crisis basada en una excesiva atribución de autoridad. Además, la constante publicación de preprints sobre el coronavirus está provocando controversias aceleradas que merman nuestra capacidad para interpretar sosegadamente el problema. La ciencia debería tratar de que fenómenos como éstos no se asentaran en el futuro. Sólo así podría ganar parte de la credibilidad que ya había perdido antes de la pandemia. 

 

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