Para Lía García, nuestra sirena más cercana,

y Luis Téllez-Tejeda, que hace diez años me pidió escribir sobre el autor.

Él era flaco y alto. Tenía una nariz de troll, unos brazos alargados y una cabeza demasiado grande para su cuerpo. Al andar, sus gestos torpes producían el efecto de una marioneta gigantesca. Le gustaba cantar. Tenía una voz aguda y clara que contrastaba con su cuerpo, y que le había provocado burlas. “¡Ese no es un niño, es una doncella!”, dijo una vez un trabajador de la fábrica de ropa en donde él ayudaba de niño. Se había puesto a cantar mientras cosía, sin darse cuenta. Todos celebraron la burla. Nunca olvidaría la risa amarga de los demás trabajadores. Regresaría a ese recuerdo a lo largo de toda su vida, y él aparecería, transmutado, en muchos cuentos que escribiría más tarde. Su voz era un índice de esa diferencia radical que lo apartaba del mundo: en ese canto que no podía contenerse aparecía todo lo que lo hacía especial, y al tiempo le provocaba vergüenza.

Llegó a la ciudad de Copenhague siendo aún adolescente. El par de botas que llevaba estaban llenas de hoyos. Nunca pudo ocultar su origen: hasta una edad avanzada escribía mal el nombre de Shakespeare y sus textos estaban llenos de faltas de ortografía. Quería ser actor y estaba lleno de pasión por las palabras. Podía hablar sin parar durante horas amontonando historias, recitando poemas y monólogos dramáticos, acumulando invenciones. Las primeras fábulas con que intentó la fama eran las historias imaginarias de su infancia que contaba a los ricos curiosos. Se presentó como el hijo huérfano de un pobre zapatero. Contó la historia de un abuelo granjero que se había vuelto loco y ahora vagaba por las calles de Odense vendiendo figuras de madera talladas por él mismo y vistiendo una corona de emperador hecha de papel dorado.

Ilustración de Arthur Rackham

Trataba de enredar a sus oyentes con ese torrente seductor de historias en el que él mismo vivía arrullado: quería convencerlos de que lo apoyaran para convertirse en artista. En el cuarto diminuto y sin ventanas que rentaba a Madame Thorgesen reconstruyó el teatro de marionetas que había tenido cuando niño. Vistió a sus personajes con muestras de tela que había pedido en las tiendas elegantes. Se ponía a jugar con sus marionetas, embobado, y ellas lo ayudaban a transitar entre la sordidez y la suciedad.

No dejó nunca de ser un niño. Cuando ya fuera viejo comenzaría a enamorarse de hombres mucho más jóvenes que él, que invariablemente lo usaban para experimentar antes de casarse con mujeres de su edad. Su teatro de marionetas servía para conversar con los niños de las casas acomodadas. Siguió conversando con los niños a lo largo de su vida. Yo creo que él estaba enamorado de la infancia, y que por eso sostuvo toda su vida esa conversación. Al principio no escribía para ellos. Los niños eligieron sus historias. Él no esperaba ser un escritor infantil. Sólo escribió utilizando el lenguaje de su propia niñez, cuya materia está tejida con canciones populares y leyendas. Sus cuentos copian la entonación de las historias que escuchó de los más viejos. En ellos expresa una delicada economía moral en donde se critica con ironía la violencia de la clase acomodada y se alaba la capacidad de los pobres para sentir la belleza natural del mundo y atravesar los escenarios de la exclusión y la desigualdad.

Ilustración de Arthur Rackham

En estos tiempos en que tanto se habla del regreso a Marx, valdría la pena también intentar un regreso a Andersen, a quien un libro magnífico aparecido en 2006 describió como “un rebelde social, cuyas herramientas no eran las armas ruidosas, las banderas rojas o los grandes discursos revolucionarios, sino historias que funcionaban como ‘un festivo Día del Juicio Final que cae sobre lo real y las apariencias’ (para usar su propia, implacable definición de lo que es una buena historia)” [Jens Andersen, Hans Christian Andersen: A New Life, p. 59]. Ese libro es uno de los primeros en hablar abiertamente de la homosexualidad del autor, que era un secreto a voces en el mundo erudito desde que sus diarios y cartas fueron editados en los años sesenta del siglo XX. La edición inglesa de los diarios proyecta sobre los pasajes importantes una censura misericordiosa. Sólo en los años noventa comenzaron a publicarse textos que hablaban de eso que no debería ser un secreto insoportable: ¿no es verdad que la cultura para niños se ha enriquecido de forma extraordinaria por los aportes de grandes creadores homosexuales? Hans Christian Andersen, como Gabriela Mistral y Jaime Torres Bodet, forma parte de esa corriente de personas que supieron conversar con los niños y quisieron ayudarles para transformar la Historia, que es su historia.

Pero quizá ponerle a Andersen la etiqueta de “homosexual” sea hacerle un flaco favor. Él era, simplemente, una persona singular. Tan singular como todos nosotros. Con una manera de vivir esa singularidad que hacía imposible ocultarla. Tardó muchos años a aprender a no sentir culpa. Se enamoró alguna vez de una mujer. También lo hizo de su mejor amigo, Edvard Collin, hijo del protector de Andersen. La familia Collin adoptó al escritor después de que lograra escaparse del violento tutor que le había impuesto el Estado danés. El contador de historias vivió toda su vida con ellos. En algún momento, ya viejo, también se enamoró platónicamente de los hijos de Edvard. Ellos sabían de las pasiones de su amigo. Lo acompañaron a través de las décadas en ese laberinto, comprensivos y respetuosos. El precio de su singularidad fue la soledad y la falta de contacto físico, pero en ella descubrió la posibilidad de amistades verdaderas, que hoy podrían parecerle inmorales a aquellos que no saben relacionarse con la ambivalencia y la complejidad del amor, pero que a mí me parecen lecciones de humanidad.

Ilustración de Arthur Rackham

Hace algunas semanas hubo una polémica en internet: Disney había elegido a una actriz negra para protagonizar su nueva versión de La sirenita. Las redes sociales se llenaron de indignación: se trataba de un cuento danés, por lo tanto la actriz debería ser blanca… Sin embargo, la película de Disney logró heredar algo de la potencia del cuento de Andersen, y por eso hay tantos niños y niñas que sueñan con ser sirenas e intuyen gravemente que el final de ese cuento es amargo, a pesar de que la empresa haya tratado de borrarlo. La sirenita cuenta la historia de amor con Edvard. Fue escrita años después de que Andersen pudiera decirle que anhelaba ser besado por él. Su gran amigo decidió casarse. Andersen amaba nadar.

Estas semanas también hubo personas de izquierda enojadas por la “ideología romántica” que presuntamente transmitiría el cuento. Ello significa tratar a Andersen como si escribiera historias con moraleja. Pero Andersen no es Esopo. Nunca quiso proponer modelos a seguir, y sus historias no siempre terminan bien. Ya las primeras reseñas hablaban de lo “perniciosos”, “desconsiderados”, “dañinos”, “indefendibles” y “poco delicados” que eran sus cuentos de hadas. Los críticos estaban furiosos por el estilo oral de esas historias, y sobre La sirenita dijeron que era una obra peligrosa para los niños tanto como para sus papás. Los críticos también hablaron de que Andersen no respetaba la “distancia pedagógica” entre adultos y niños: que empatizaba demasiado con emociones destructivas y olvidaba la función educativa que debían tener esos cuentos.

Y es que sus obras contradicen el dogmatismo bienintencionado del pasado y el presente. Se desmarcan de la visión piadosa de los cuentos de hadas de la época y apelan a un niño distinto. Permiten acceder a la complejidad de un mundo cuya problemática no queda resuelta. Enseñan a habitar la diferencia que nos hace singulares, y a transitar dignamente por escenarios de violencia y desigualdad. Educan en la maravilla que convierte al mundo en un espacio para la aventura. En el regreso a Andersen que podría acompañar el regreso a Marx, esos valores pueden ayudar en la construcción de una sensibilidad distinta.