No estaríamos a la altura de la verdad si pretendiéramos leer el momento insurreccional que tuvo lugar el 18 de octubre en Santiago de Chile como una continuación de las movilizaciones que inundaron plazas y espacios públicos de las grandes metrópolis durante el 2011. Aquel fue el momento de las declaraciones y las ocupaciones; éste, en cambio, es el de la destitución y la evasión. El primero permanece ligado a los fines, el segundo a los medios. Ocupar una plaza se articula mediante la apropiación de la forma espacio; evadir se propone liberar el tiempo de la vida. A casi una década, estamos en mejores condiciones para entender que aquella idea de ocupar una plaza seguía cargando a cuestas con una vieja añoranza fideísta de eso que llamamos «esfera pública», donde el «común» venía siendo otro nombre del «botín» de la apropiación y el reparto. 

La evasión chilena ha traspasado con su elipsis a otro plano, puesto que sabe que se trata no de una enmienda al contrato social, sino de asistir a que se vuelva posible un afuera de la descomposición civilizacional. Y como sabemos, en momentos de hecatombe de una civilización lo público ya no es un lugar redimible. Solo un cretino puede convencernos que aún podemos habitar o morar desde una nueva reconstrucción de la antigua esfera pública burguesa. En realidad, lo que ha acontecido en Chile durante estos últimos días no es un «relevo del batón», como algunos apresurados teóricos de la metafísica de la multitud intentaron leer el ciclo de protestas, afincándose de una metafórica del atletismo de Estado. Ahora se trata de atravesar una cosa donde están todas las otras: afirmar la destitución del principio mismo de la política. Por lo que de nada vale renovar un principio de legitimidad caído hacia la sombra de desencanto sin futuro. Esto significa que el fin de la hegemonía abre paso a una física de la experiencia para la cual no tenemos categorías ni gramáticas compensatorias. Esta situación es la que produce una gran ansiedad a los policías del pensamiento.

En este sentido, lo que se evade no es solo una clase política o los dispositivos subsidiarios de los patrones económicos del neoliberalismo chileno, tan comentando en estos días, sino el orden civilizacional desde el cual la vida pierde el clamor de sus posibilidades. Sabemos que las cosas posibles, las que realmente dejan abiertas posibilidades, son siempre las que deben de permanecer inaprensibles desde el concepto. De ahí que el único acceso a ellas es arrancando la fuerza desde la propia experiencia. El momento chileno cobra su legibilidad ya no como acontecimiento histórico o revuelta ligada a la constitución de un nuevo poder popular o populista, sino como parábola de una práctica al albur de la posibilidad de habitar el mundo. Decir parábola es también hablar del reino: el tiempo de la existencia que debemos extirpar del arcaico vocabulario teológico para arrojarlo a los modos infinitos de la existencia donde vuelva a cobrar sentido la felicidad. Esto implica, por supuesto, un giro copernicano de la idea moderna de revolución, la cual siempre estuvo ordenada por una teatralidad compuesta de personajes como la culpa, el sacrificio, el desengaño o la traición; o bien, la proyección, la intención, la vanguardia, y todo aquello que olía a destino calculado, desentendido del ethos que nos arroja al mundo como una emboscada en la noche. No es azaroso, entonces, que la evasión del derrumbe civilizacional haya empezado a través de una juventud cuya experiencia condensa el malestar del presente en búsqueda de un afuera. La destitución nombra el intento de ese arrojamiento que se propone dejar atrás el feroz, y siempre mortífero, juego de la fuerza. 

«Estamos en guerra contra un enemigo poderoso»: estas palabras de Sebastián Piñera, si dan cuenta de algo, es justo de la esencia de la ingravidez de la política contemporánea, en la que el hostis-ciudadano es la figura por la cual la maquinación cancela toda externalidad al integrarla hacia un adentro sin fisuras. El paradigma de la guerra generalizada, ahora rubricada como guerra civil sin tregua, implica —como me decía Mario Tronti en un reciente intercambio— «que simplemente no hay guerra, por esta razón, tanto el movimiento como la posición se vuelven formas administradas de una fuerza siempre caída a la reacción». De ahí la necesidad de escaparnos por el agujero de lo político. No temer a atravesar la zona de indeterminación… ¡solo ahí hay encuentros amistosos! Así, la evasión es también otro modo de decir que buscamos destituir cualquier negatividad que termine manteniendo el aparato general de la stasis. Hoy ya no se trata de trazar un derrotero o de dejarse interpelar por la metafísica de la praxis del qué-hacer; sino de insistir sobre el hecho de que la crisis civilizacional es también el índice de un malestar antropológico para la cual todas las inversiones schmittianas son insuficientes. 

Y, sin embargo, la destitución, como la “huelga pura” no supone «un simple paso de un mundo a otro, ni el simple no paso. Ni el salto llano de un trabajo esclavizado a un trabajo sin amos, de una economía de la producción a la inocupación esencial del polvo estelar, de una comunidad jurídica a una comunidad pre o post-jurídica… hace sitio simultáneo a los vectores en su constelación interrumpiendo la unilateralidad, revelando en esa interrupción su verosímil, su finalidad e intencionalidad, su violencia, averiándolas, evidenciando su ceguera o intencionalidad» (Willy Thayer 2008, “Huelga productiva, huelga sin obra, huelga pura”). No podemos no deparar en la fuerza intempestiva de una experiencia que depone, desde cada singularidad, todo horizonte proyectual. Cuando se trabaja desde la experiencia se produce el encuentro, y en el encuentro se nos asoman las posibles del mundo. O lo que es lo mismo: que ninguna de las posibilidades de una vida termine sacrificándose en nombre de una causa venidera de la historia (1). Si mantengo abierta mis posibles, encuentro mi felicidad en cualquiera de sus modos. Y por eso la posibilidad es la apertura al reino donde las causas han sido abandonadas, ya que solo la experiencia va marcando el tiempo de una vida que quiere asistir a un nuevo panteísmo del mundo contra la presión de la realidad (2). 

No hay sentido de lucha, puesto que la imaginación tan solo persigue el afuera del absolutismo de lo real. Destituir, significa, en primera instancia, devolverle a la vida la experiencia de un mundo sin nomos. Y en esa anomia es que podemos imaginar algo así como el ethos de una vida que, al afirmar su desarticulación con la política, apuesta por una forma de inhumanidad donde el enemigo ha sido depuesto en la matriz de la representación (Villalobos-Ruminott 2019, La desarticulación: epocalidad, hegemonía e historicidad). En cambio, el reino de las posibilidades es del orden de lo figural y de lo irreductible de la vida en relación con su afuera. Si esta nueva “política experiencial” nos dice algo, es que la vida excede a toda matriz hegemónica, ya que de lo que siempre se ha tratado es de generar una física del corte que abra el pasaje hacia una afuera de la dominación total sobre la vida. (Lianos, «Une politique expérientielle – Les gilets jaunes en tant que «peuple»») Abandonar los modos proyectuales de las viejas teorías de la revolución y su metafísica liberacionista nos delegan la tarea de generar la tonalidad para una poética en torno a las formas de vida que, desde la experiencia y la amistad clandestina, buscan recrear el reino como posibilidad de ingreso al mundo. Y no caben dudas de que al ingresar al mundo salimos de la reducción vitalista, encarnada a los confines de la vida, la cual hoy permanece reducida a la antropomorfización efectiva del capital en su última aventura gnóstica de eso que llamamos civilización

Es notable, y para nada accidental, que la primera dama de Chile haya llamado a los manifestantes una ‘invasión alienígena’, imagen que recuerda a la metafórica más arcaica de la cultura de derechas para frenar la más mínima aparición de las masas. Aunque esa imagen es conocida, ahora su novedad se encuentra en su escala planetaria. Chile nos confirma otra lección: a saber, que las élites contemporáneas han perdido todo sentido de la tierra. En efecto, de Jeff Bezos a Sebastián Piñera, del sueño del programming cibernético de Silicon Valley al nuevo nacionalismo soberanista sea en Cataluña o Hungría, la idea de mundo (en el sentido husserliano del pisar como acto originario), es lo que sobra (Edmund Husserl 1995, La tierra no se mueve). La reducción técnica planetaria existe para ellos entre dos límites de constricción social: una inversión extra-mundana, por un lado; y una liquidación del pueblo como muchedumbre extra-terrestre. Por eso destituir no puede dirimirse en el espejismo del arcano del sillón vacío, sino en el gesto que nos devuelve las posibilidades del mundo‬ contra una fase civilizatoria patentemente apocalíptica. Como escribía recientemente Rodrigo Karmy: “‬Lejos de negar la violencia popular es necesario abrazarla porque sólo ella representa un verdadero ‘comienzo’ pletórico de ‘posibles’” (Rodrigo Karmy, «El punto cero de la política”). Y sólo las posibilidades pueden orientar una transfiguración de eso que entendemos como lo real. Hay que admitir de una vez por todas que el combate hoy no se da contra las huestes que los dispositivos de la metafísica nos proyectan, sino contra el principio de realidad mismo que garantiza la normalidad de sus legislaciones. La destitución, entonces, es el gesto por el cual los posibles se abren como nueva experiencia de mundo. O en palabras de unos amigos contrabandistas franco-italianos: “No se trata ya de tomar de nuevo en nuestras manos, exteriormente, una sociedad reducida a trizas, sino de reparar las almas en el mismo gesto de reparar el mundo” (3). Es ya hora de emprender un rumbo hacia este reino que tenemos al alcance de la mano.‬

octubre 2019 ‬‬‬‬


(1) La frase de Dionys Mascolo refiere al comunismo. Y ese comunismo es el que hemos de llamar aquí una física de los posibles: “El que no sacrifique ninguna de las posibilidades de su pensamiento, pueda decirse del que es comunista”. En Le Communisme: Révolution et communication ou la dialectique des valeurs et des besoins (Gallimard, 1953).

(2) La definición no las entrega el poeta Wallace Stevens: «La presión de la realidad es la fuerza externa en la conciencia que excluye el poder de la contemplación y que puede llevar a su fin la propia imaginación». En The Necessary Angel: essays on reality and the imagination (1942).

(3) “Bella come un ‘insurrezione impura’”, prefacio a la edición italiana de Comitato Invisibile , Nero, 2019.