Desarrollo turístico, guerra sucia y Tren Maya

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El 18 de mayo Andrés Manuel López Obrador (AMLO) anunció, en plena pandemia, el inicio de la construcción del controversial Tren Maya. El megaproyecto que conectará Cancún con Palenque atravesando por Tulúm, Bacalar y Mérida promete crear varios nuevos “polos de desarrollo.” El gobierno predice que hasta 3 o 4 millones de turistas adicionales visitarán la región al enlazar el turismo de sol y arena con el turismo patrimonial. Los funcionarios de la SECTUR y el FONATUR promocionan el proyecto en términos desarrollistas conocidos: la nueva infraestructura turística aumentará el bienestar de los pueblos indígenas, pero con un toque neoliberal y ambiental, al activar un “desarrollo sustentable” dirigido por los habitantes locales que se volverán emprendedores. A pesar de la retórica oficial, el proyecto hará exactamente lo que otros proyectos turísticos mexicanos han hecho: impulsar una nueva etapa de urbanización, crear trabajadores asalariados contingentes, exacerbar las desigualdades y devastar ecosistemas frágiles. Esto es la historia del turismo que ha prevalecido desde el auge de Acapulco en los cincuentas, Cancún, Ixtapa-Zihuatanejo a finales del siglo y últimamente de Cabo San Lucas. ¿Por qué ha sido tan seductor, hasta hegemónico, el impulso del turismo en México, visto a menudo como la salvación de las regiones subdesarrolladas, sin importar las tendencias políticas de los regímenes políticos? Es cierto que parte del atractivo de cualquier nuevo desarrollo turístico se localiza en la legitimidad política que los megaproyectos aportan al gobierno que los ejecuta, pero es necesario entender por qué los megaproyectos turísticos ocupan un espacio desmedido en la política pública mexicana. La respuesta radica en la historia política de la guerra sucia mexicana. 

En los cincuentas Acapulco se volvió una meca para el jet set hollywoodense; el puerto encarnaba el imaginario del paraíso tropical: ocio, escape, confort y exclusividad. Tal imaginario requirió la expropiación de ejidos para liberar terrenos adecuados para el boom turístico y crear una nueva fuerza laboral. El desarrollo desigual de Acapulco y la violencia estatal detrás de la economía de la Costa Grande no permitieron que la experiencia ideal se realizara. Tan pronto como la famosa bahía se llenaba de basura y aguas negras de hoteles y sobre todo de las colonias pobres, la ciudad de Acapulco se enfrentaba a una serie de crisis políticas. Primero la de 1960 cuando el alcalde disidente Jorge Joseph Piedra se alió con la Asociación Cívica de Guerrero de Darío López y Genaro Vázquez al proponer reformas que amenazaron la acumulación capitalista de la élite turística, nacional y extranjera. Con la ayuda del gobernador Caballero Aburto, el capital local sacó a Joseph Piedra, pero el tumulto que el conflicto desencadenó prefiguró años difíciles. En 1967 los conflictos de la Costa Grande se derramaron a la ciudad que no sólo servía de centro de acumulación de riquezas del turismo sino también como la capital de la producción de la copra, la principal mercancía agrícola de los alrededores. Los ejidatarios copreros querían deshacerse del liderazgo corrupto del sindicato oficial y obtener mejores precios de los especuladores basados en Acapulco. Durante una manifestación coprera, frente a la sede del sindicato y a unos pasos del malecón popular del puerto, varios policías y pistoleros abrieron fuego, mataron a 39 personas e hirieron a docenas más. La masacre de Acapulco y la de Atoyac detonaron la guerrilla en Guerrero, sus bases en el campo coprero y cafetal. 

Casi de un instante a otro para los medios nacionales e internacionales, Acapulco fue de paraíso tropical a un peligro para el turista, ya sea por la contaminación de las aguas o por la violencia de los grupos armados. Por cierto, varios grupos armados —destacan el ala armada del Partido de los Pobres de Lucio Cabañas y la FAR— llevaron a cabo acciones en la ciudad para conseguir fondos y armas. Sin embargo, la mayoría de la violencia la cometieron las fuerzas policiacas y militares; Acapulco fue uno de los centros de la guerra sucia. Los terribles vuelos mortales despegaron de la base militar en Pie de la Cuesta sobrevolando la playa turística antes de soltar los cuerpos de los supuestos guerrilleros. Los cuerpos de otros fueron arrojados en viejos pozos ejidales dentro de los límites de la base naval de Icacos, frente a la popular playa Copacabana. Para la clase gobernante el capitalismo turístico dependía de la militarización de la zona: el represivo gobernador Rubén Figueroa justificó el despliegue de más policías en Acapulco “para el atractivo y protección del turista” mientras el secretario de Turismo afirmaba: “necesitamos orden y paz social para que vengan los turistas.” (Francisco A. Gomezjara, Bonapartismo y lucha campesina en la Costa Grande de Guerrero México, D.F.: Editorial Posada, 1979, 259).

Para finales de los sesentas no parecía que el turismo de playa impulsara el desarrollo ni fuera una estrategia para la contrainsurgencia. El turismo de la Habana fue totalmente desmantelado por la revolución y Acapulco, el espacio sucesor para el turista extranjero en América Latina, parecía sucumbir a la contaminación, a la pobreza visible en la bahía y a la violencia, real y percibida. Sin embargo, en estos años el Estado mexicano, junto con los bancos de desarrollo (Mundial e Inter-Americano), idearon el centro turístico de playa bien planificado, con el objetivo de crear nuevos “polos de desarrollo”. Para la élite mexicana el desarrollo del turismo en plena guerra fría tuvo varios motivos. Uno fue obtener las divisas extranjeras para sostener la política económica de la “industrialización por sustitución de importaciones”. Otro fue la seguridad y la estabilidad política. Los altos funcionarios entendieron que los centros con poca inversión y poco tiempo se podían convertir en imanes de la urbanización, atrayendo a miles de migrantes pobres que tomaban puestos asalariados. Entendieron que Acapulco, a pesar del periodismo negativo sobre los supuestos “bandidos”, no fue el bastión de la insurgencia, que sí estaba en el campo. Según la lógica del discurso hegemónico de la modernización de los sesentas y setentas, el turismo fomentaba la transición de la “tradición” a la “modernidad”, a la vez que debilitaba la ideología comunista. La clave fue planear mejor los centros turísticos, evitando el desastre ecológico de Acapulco al separar las masas de trabajadores de la zona turística garantizando así la belleza tropical y proporcionar servicios urbanos mínimos a los trabajadores migrantes. Así, el turismo complementó la estrategia de la guerra sucia: quitarle el agua a los peces (es decir guerrilleros) de forma pacífica y propicia para la acumulación de capital. No sorprende que los primeros dos centros que se financiaron, Cancún e Ixtapa-Zihuatanejo, se ubicaron en zonas vistas como favorables a la rebelión: la zona indígena del sureste cerca de la revoltosa Guatemala y la costa coprera y cafetal de Guerrero. 

Desde los sexenios de Díaz Ordaz y Echeverría el turismo ha sido promocionado como palanca principal para la salvación económica de México, clasificado en el octavo lugar en turismo extranjero. AMLO, quien adquirió su experiencia política durante el periodo en que se generaron “los polos de desarrollo” turísticos en el trópico mexicano, heredó aquella tradición. El Tren Maya cuenta con algunos seguidores entre las clases populares y grupos indígenas pero no de los zapatistas, cuyo territorio autónomo linda con Palenque, la última parada del tren. Al igual que Acapulco, el Tren Maya ha requerido la militarización y la violencia del Estado, y como Cancún e Ixtapa, éste representa el esfuerzo más reciente de convertir el desarrollo turístico en un arma para afianzar la estabilidad del Estado en una zona cercana a la actividad de los grupos rebeldes. Sin embargo, ya sea por la resistencia zapatista que señala el deterioro ecológico que causará y la falta de una verdadera consulta a los pueblos indígenas o por las actividades de los narcotraficantes, el Tren Maya puede fácilmente ocasionar el efecto opuesto, solo basta voltear los ojos hacia Acapulco. 

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