Derribar estatuas: colonialidad y espacio público

Estatua de Cristobal Colón derribada en Minnesota, 10 junio 2020. Foto: Evan Frost (AP)

 

 

George Floyd está derribando símbolos del poder colonial por todo el mundo. Después de su asfixia debajo de la pierna del policía Derek Chauvin, pasaron pocos días para que al grito de ¡las Vidas Negras Importan! se sumaran otras acciones al repertorio de la desobediencia civil, como arrancar del espacio público estatuas que evocan directamente al colonialismo que modeló el mundo desde el siglo XVI. Por lo mismo, este tipo de protesta hoy tiene la capacidad de ser una acción rápidamente globalizable y con un alto valor de ejemplaridad. Ambas características son potenciadas por millones de reproducciones en las redes socio-digitales. La sincronía y rumbo de las protestas en curso también alumbran las diversas genealogías y formas de lidiar con la herencia colonial de cada sociedad.

La estatua intervenida de un rey decimonónico propietario del Estado libre del Congo y otra de un esclavista de la Royal African Company depositado en el fondo del mar fueron los primeros caídos. Los gobiernos locales de Amberes y Bristol decidieron quitar de manera permanente las dos. En el caso inglés, el alcalde de Londres, Sadiq Khan, anunció a través de Twitter que removerán otras tantas que puedan ser blanco de nuevas protestas (aquí se puede revisar un mapa de los monumentos racistas que continúan en Gran Bretaña). En Estados Unidos, epicentro de la actual protesta antirracista, varias estatuas de Cristóbal Colón han sido removidas por los manifestantes; en París, activistas sustrajeron piezas del museo etnológico Quai Branly. En algunos de estos lugares, existen precedentes inmediatos que pugnaron por la desaparición de monumentos racistas del espacio público y que hoy toman en sus manos esta tarea. Tal vez la que evoquemos más rápido, por su dramatismo, sea el intento de remoción de la estatua del general confederado Robert Edward Lee en Charlottesville que derivó en la embestida de supremacistas blancos en 2017.

Otro antecedente un poco más distante, y con el agregado de que no ocurrió en el Norte global sino en un país donde la colonialidad del poder campeaba a sus anchas, es nuestro país. El 12 de octubre de 1992, en San Cristóbal de las Casas, indígenas organizados derribaron la estatua de Diego de Mazariegos en el marco de las Jornadas 500 años de resistencia. En Morelia hicieron lo mismo con la estatua del virrey Mendoza. Ante este antecedente pionero y con no pocos monumentos susceptibles de ser calificados de racistas —como expuso José Ángel Koyoc (antes de que el tema fuese trending topic)—: ¿por qué ahora no se han suscitado este tipo de protestas cuando existe inconformidad contra la brutalidad policial, y el tema de la discriminación y el racismo colman la discusión mediática? La respuesta puede estar en los propios orígenes de nuestra nación y el lugar que el indígena y el mestizo han tenido dentro del espacio público contemporáneo. 

En Morelia, Michoacán, fue derribada la estatua del Virrey Mendoza en 1992. Foto tomada del Twitter de Mario Tepalcate
 

 

Enrique Semo caracteriza a la Conquista en su último libro (Siglo XXI, 2019) como el surgimiento de una sociedad —“el primer paso del México contemporáneo”— marcada por una relación de dominio, explotación y racismo entre una mayoría de españoles constituidos como clase dominante y los amerindios como explotados (p. 12 y ss.). Esta división, según especialistas en el tema como Federico Navarrete, se perpetuó gracias a la ideología del mestizaje en el México independiente, la cual dictó: un país, un idioma, una cultura.  Esta narrativa, que cayó como anillo al dedo para el régimen autoritario del PRI, tuvo fuertes impugnaciones en la vuelta de siglo gracias a movimientos indígenas como los que sustrajeron las estatuas de Mazariegos y Mendoza del espacio público. Sin embargo, la duda persiste. Me parece que una explicación preliminar tiene que ver con la reacción estatal a esta impugnación y el panorama resultante para la mayoría de la población embebidos en esta ideología del mestizaje. 

Los últimos intentos de inclusión al sistema político de las poblaciones racializadas en México se han malogrado. Desde la reforma a la ley constitucional de derechos indígenas de 2001, hasta el intento de registro como candidata electoral de María de Jesús Patricio (Marichuy) en 2018, las iniciativas surgidas de las comunidades en este rubro no han fructificado. Por el contrario, ahora se reaniman las tensiones con el neoindigenismo y los proyectos de desarrollo del gobierno federal. La polarización entre grandes campos preconcebidos del racismo (Estado) y el antirracismo (pueblos originarios) en México dejó sin brújula a buena parte de la población a la cual se nos dijo que estábamos exentos de este debate o que, al tomar bando, cumplíamos con nuestra labor testimonial en él. 

La mayoría de los mexicanos padecemos de racismo interiorizado, una forma de control altamente efectiva pues hasta hace poco no había sido identificada como tal en el debate público. Este sentido común actualizado periódicamente por dispositivos tan potentes como sutiles (la publicidad, la industria del espectáculo, el humor denigrante, los juegos infantiles o el uso de diminutivos en el habla cotidiana) han hecho que el racismo y sus raíces coloniales sean tan extendidas como difusas. Ante este galimatías, aún para las iniciativas de izquierda, es más fácil transitar por los caminos ya conocidos que diseccionar esta matriz colonial y sus implicaciones para la acción política. 

Gracias a la conjunción de protestas globales y la afanosa labor de activistas comunitarios, movimientos indígenas, intelectuales y artísticos, hoy tenemos la oportunidad de hacer una amplia discusión sobre las consecuencias de nuestro origen como sociedad. Las hondas raíces de la colonialidad y su genealogía imbricada con el poder central hace necesario que las acciones del Estado mexicano para combatir la discriminación y el racismo tengan organismos descentralizados y autónomos. Pero la ruta para la liberación de ese pasado y nuestro presente racista no puede restringirse al ámbito institucional. La intervención de la sociedad organizada, a la cual le fue ajeno el problema durante mucho tiempo, será decisiva. Más nos vale que en esta dificultosa labor por construir esa genealogía diversa, no aislemos el problema colonial a una disputa entre el Estado y los grupos altamente racializados y marginados de la vida pública del país. A partir de ese trayecto conjunto estaremos ciertos sobre cuáles estatuas debemos derribar y cuáles otras erguir. 

 
Estatua de Cristobal Colón derribada en Minnesota, 10 junio 2020. Foto: Evan Frost (AP)
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