De la Cristiada al trumpismo criollo: los mundos de la derecha en México

Ilustración: Robolgo.

La esfera pública en México ha atestiguado el resurgimiento de actores y discursos alineados, explícita o implícitamente, con las derechas locales y globales. En sintonía con sus pares alrededor del mundo, las derechas mexicanas se han montado en la ola del “antiprogresismo”, con su rechazo visceral a los discursos de la tolerancia y la diversidad, la explotación de viejas aprensiones sobre la izquierda, y la defensa férrea de valores tradicionales de sexualidad, género, familia y propiedad. Nuestras derechas forman parte de redes y entramados que las vinculan con distintos aliados en América Latina, Estados Unidos y Europa, nexos que no son, estrictamente hablando, una novedad. Por el contrario, estos vínculos son producto de procesos históricos a través de los cuales las derechas locales han tendido puentes con actores, movimientos y corrientes afines, alimentando sentimientos de solidaridad contrarrevolucionaria y conservadora, y forjando identidades compartidas que trascienden fronteras. 

Con raíces profundas en los debates sobre la cuestión religiosa, el estado laico, y la identidad nacional, las derechas mexicanas se presentaron a sí mismas como auténticas representantes del pueblo traicionado por la clase dirigente surgida después de la revolución de 1910. La rebelión de los Cristeros (1926-1929) simbolizó la oposición de los activistas católicos más comprometidos con el rechazo al laicismo y el anticlericalismo gubernamentales. A raíz de ese movimiento, las derechas mexicanas forjaron una identidad basada en la resistencia contra el Estado revolucionario, al que acusaban de autoritario, tiránico, dictatorial, comunista y ateo. La violencia del conflicto elevó la lucha cristera al nivel de la epopeya y el martirio, ideas que se asentaron en el imaginario del catolicismo militante aún después del cese a las hostilidades.

Aún con la fuerza de la Cristiada como mito fundante y unificador, las derechas “poscristeras” padecieron de agudas tensiones y divisiones debido a sus distintos abordajes de los problemas nacionales y sus posturas frente al régimen. Al final de la década de los treinta, entidades como la Unión Nacional Sinarquista y el Partido Acción Nacional propusieron proyectos de nación alternos y aspiraron a constituir una verdadera oposición conservadora. Como sus antecesores cristeros, estas derechas definieron a los enemigos que tenían en común: el anticlericalismo de Plutarco Elías Calles, el socialismo cardenista, el agrarismo, y el sindicalismo oficialista y de izquierdas. Pero sus puntos de referencia trascendieron el ámbito nacional. Los sinarquistas, por ejemplo, decían combatir el comunismo internacional, la masonería y el judaísmo, y en respuesta proponían un Estado cristiano y autoritario y una democracia “orgánica” y corporativista, basada en la identidad católica del pueblo mexicano. Para ello, el sinarquismo se entendió a sí mismo como pariente allegado de los experimentos fascistas en Europa, en particular, el movimiento falangista y el régimen franquista en España. En los años treinta, los infames Camisas Doradas también emularon los códigos y rituales fascistas, especialmente el antisemitismo, e incluso se prestaron como grupo de choque contra el sindicalismo de izquierda. Sinarquistas y Dorados eran, sí, nacionalistas, sin que eso fuese obstáculo para que formaran parte de la constelación de los fascismos y otras derechas globales. 

La ola fascista en Europa y la Segunda Guerra Mundial fueron momentos de efervescencia para las derechas mexicanas. El nazismo, el fascismo italiano, el salazarismo portugués y el franquismo fueron atractivos por su énfasis en el combate violento al comunismo, la exaltación de la jerarquía y los mitos nacionalistas, la voluntad fuerte de un liderazgo autoritario, y la batalla cultural y geopolítica contra Gran Bretaña y los Estados Unidos. En ese contexto, la guerra civil española y la victoria de los nacionalistas fueron vistas por estas y otras derechas locales como parte de una lucha mundial contra el comunismo como fuerza anticristiana. El propio José Vasconcelos, ícono del nacionalismo cultural mexicano, defendió al franquismo, temiendo que republicanos y comunistas implantarían un terror similar al de la guerra cristera. Como otros intelectuales de derecha, Vasconcelos abrazó la “hispanidad”, o la veneración del vínculo cultural con España (especialmente el catolicismo), como núcleo del mestizaje y, por ende, de las identidades nacional y latinoamericana. En su rechazo al “anglosajonismo” norteamericano, Vasconcelos era, en cierto sentido, un anti-imperialista, pero también abrazó el nazismo, y al final de su vida se alineó a la derecha más recalcitrante, convencido de la proximidad de una nueva guerra contra el comunismo en defensa de la cristiandad.

Ilustración: Robolgo.

El núcleo fundador del Partido Acción Nacional, cercano a ese vasconcelismo hispanófilo y católico, también coqueteó con los proyectos de las derechas europeas. Si bien el PAN nunca adoptó una plataforma fascista y se decantó por la democracia cristiana, varios de sus pioneros (incluyendo el propio Manuel Gómez Morín) sí se identificaron con ciertos elementos corporativistas, antiliberales y anticomunistas de esos movimientos. Estas derechas se manifestaron políticamente cuando, en 1940, una alianza de sectores conservadores y anticardenistas, que incluyó a figuras del partido oficial, desafió la candidatura de Manuel Ávila Camacho y, aunque derrotada, mostró su músculo y capacidad de movilización en torno a los ecos de la guerra cristera y la lucha contra el monopolio político del entonces Partido de la Revolución Mexicana.

Con la entrada de la Guerra Fría, el fascismo pareció caer en desuso, pero el núcleo católico y anticomunista de las derechas mexicanas se adaptó a las nuevas circunstancias. El PAN abrazo la moderación y continuó su lucha por la vía electoral, mientras los sinarquistas y organizaciones como Acción Católica y el Frente Popular Anticomunista de México (FPAM) intentaban navegar un contexto en el que el anticomunismo se había convertido en política oficial. ¿Podían las derechas colaborar con la veta anticomunista del PRI y, a su vez, seguir presentándose como opositores y sectores “en resistencia”? Para algunos, la respuesta fue positiva. El minúsculo FPAM aprovechó las condiciones favorables y aunque estuvo muy lejos de ser una fuerza política visible, estableció vínculos cruciales con aliados internacionales, en América Latina, Europa, Estados Unidos y el Este de Asia. Liderado por el otrora revolucionario Jorge Prieto Laurens, el Frente colaboró con la brutal dictadura de Rafael Trujillo en República Dominicana y el régimen nacionalista chino de Chiang Kai-Shek, y proveyó ayuda a los militares que urdieron el golpe de 1954 en Guatemala. De la mano de Prieto Laurens, el Frente creó vínculos duraderos con Los Tecos, grupo de la extrema derecha católica y empresarial en Guadalajara que patrocinó este proceso de internacionalización. A la par, surgió el Yunque, una sociedad secreta católica con presencia en círculos empresariales, universitarios y gubernamentales, y contrincante de Los Tecos en la pugna por el estandarte de la extrema derecha. En todas estas instancias, el anticomunismo, el nacionalismo católico y la defensa de la civilización cristiana occidental fueron el cemento ideológico que unió a las derechas mexicanas con sus compañeros de viaje globales.

Los Tecos, El Yunque y el FPAM de Prieto Laurens, entre otros, impulsaron la creación de organizaciones anticomunistas en todo el país, publicaron revistas y periódicos y ganaron espacios en la prensa nacional. No se limitaron a las élites empresariales, sino que se nutrieron de sectores de la Acción Católica, grupos vecinales y de padres de familia, estudiantes de derecha y profesionistas, animados desde inicios de los sesenta por la consigna de “cristianismo sí, comunismo no”. Desde sus estrados, estos grupos denunciaron constantemente la infiltración comunista en círculos gubernamentales y universidades, así como la aparición de grupos guerrilleros y, en consecuencia, aplaudieron la violenta represión al movimiento estudiantil de 1968. Algunos, como el grupo estudiantil de extrema derecha conocido como MURO o los propios Tecos, adoptaron la violencia como método de acción, reviviendo el espíritu de militancia y martirio de los cristeros, entrenándose como fuerzas de choque patrocinadas por el empresariado y la derecha priísta, y librando batallas callejeras e ideológicas en distintas ciudades del país. El MURO encontró “camaradas” en el exterior, como los neofascistas argentinos del grupo “Tacuara” y células violentas del exilio cubano, con los que colaboró activamente. Estos argentinos, cubanos y mexicanos admiraban a Hitler y Mussolini, pero más al fundador de la Falange española, José Antonio Primo de Rivera, quien simbolizaba para ellos el catolicismo militante, la virilidad del guerrero y el martirio del nacionalismo “auténtico” necesarios para librar las nuevas guerras contra el comunismo. 

Más adelante, el ascenso de Salvador Allende en Chile y el posterior golpe militar de 1973 avivó la movilización derechista, que advertía sobre la misma amenaza socialista en México, encarnada según ellos por Luis Echeverría, y vitoreaba sin titubear al pinochetismo. Durante esos años, las derechas atizaron el fuego del desencanto con el PRI, acusando al régimen de ser cómplice de las guerrillas locales y de llevar a México por el camino del populismo, paso previo, según ellos, al comunismo. Mientras Echeverría vituperaba contra la “derecha fascista,” el Estado contrainsurgente mexicano se alineaba con sus pares sudamericanos, cobrando cientos, y a la larga, miles de víctimas de la Guerra Sucia. Irónicamente, fue Echeverría, supuesto paladín del “tercermundismo”, quien cumplió los sueños represivos de la derecha.

En la década de los 1980, las derechas continuaron transformándose con el ascenso de la New Right estadounidense, los conflictos en Centroamérica y el auge hemisférico de las llamadas culture wars en torno al aborto, la diversidad sexual y la llamada libertad religiosa. En esos años, los Tecos se ostentaron como nodo de la Confederación Anticomunista Latinoamericana, que apoyó a la “contra” nicaragüense, y tuvo como miembros a dirigentes de las dictaduras del Cono Sur y de partidos de la ultraderecha paramilitar de Guatemala y El Salvador. El Yunque y sus organizaciones se enfocaron en el entrenamiento de cuadros paramilitares en el Bajío, la agenda anti-aborto y a ganar espacios en el PAN. Anunciados por el experimento chileno, los dogmas neoliberales sobre la libertad de empresa y la propiedad privada fortalecieron los lazos entre el libertarismo y el anticomunismo empresarial y católico de Los Tecos y El Yunque, lo cual les abrió puertas hacia otras redes de pensamiento afín en lugares como España, Chile y Argentina. Protagonista en las luchas por la democratización durante la década de los ochenta, la derecha electoral (el PAN) llegó a la presidencia en 2000, abriendo espacios gubernamentales a figuras como Carlos Abascal (hijo del dirigente sinarquista Salvador Abascal y secretario de Gobernación de Vicente Fox), a miembros de El Yunque y a la organización Pro-Vida, pionera de las actuales batallas contra la “ideología de género”. 

Más recientemente, los sectores más duros de las derechas se entusiasmaron con las presidencias de Jair Bolsonaro y Donald Trump, refiriéndose a ellos como paladines de la civilización cristiana occidental, y enfocándose selectivamente en su discurso antiizquierdista y sus agendas antiaborto y antifeminismo. De Sudamérica adoptaron también el miedo al “castrochavismo”, el cual compaginó con el discurso existente sobre el “peligro” representado por López Obrador y sus supuestas tendencias dictatoriales. Europa sigue siendo punto de referencia, como ilustra el caso del partido español Vox, el cual no pocos ven como modelo para reemplazar al PAN y construir una “verdadera” oposición de derecha a la presidencia de López Obrador, el “progresismo” y las derechas “tibias”. Figuras mediáticas y de redes como la guatemalteca Gloria Álvarez y el argentino Agustín Laje han impactado ideológicamente a las derechas mexicanas, contribuyendo a la internacionalización de su espectro ideológico, que abarca desde el neofascismo, el catolicismo tradicionalista y el cristianismo evangélico, hasta el libertarismo, ligados por el antiprogresismo y la crítica a la corrección política, y siempre girando alrededor de la tríada “tradición, familia, y propiedad”. Evidente sobre todo en sus redes sociales, las derechas han adoptado también elementos de las teorías de la conspiración de QAnon, que, haciendo eco de viejos prejuicios antisemitas, alega la existencia de una secta secreta, satánica y pedófila, a través de la cual políticos del partido demócrata, personajes de Hollywood y la élite mediática y financiera controlan los hilos del poder y nos conducen hacia un “nuevo orden mundial”.

El Frente Nacional por la Familia (FNF) y la organización conocida como FRENA son ejemplos recientes de la movilización de estas derechas. Con sus diferencias, representan también esos traslapes entre las derechas históricas y contemporáneas, incluyendo sus elementos conspirativos. El enfoque del FNF contra “la ideología de género” ha movilizado al catolicismo organizado, pero también a sectores remanentes del sinarquismo, organizaciones “mexicanistas” y grupúsculos neo-nazis. FRENA tiene una plataforma más amorfa y cambiante, pero en la cual resaltan el nacionalismo anticomunista, el rechazo a los partidos políticos y la aspiración de convertirse en única voz del pueblo mexicano. Supuestamente antisistema, FRENA apela a las premisas fundamentales del conservadurismo, como son la protección de la familia, de la propiedad y la libertad amenazadas por los enemigos: a saber, la ideología de género, la legalización de las drogas, el “progresismo” y el “chavismo” encarnado por la “dictadura” de López Obrador. Sus promotores son, al parecer, empresarios, en los que se incluye Juan Bosco Abascal, otro miembro de la destacada familia sinarquista. 

Previo a sus despliegues de supuesto apoyo popular en el Zócalo, FRENA encontró un punto de resonancia en la opinión pública durante las caravanas de migrantes centroamericanos. FRENA atizó la xenofobia y se armó de discursos conspirativos para denunciar al globalismo, al Pacto Mundial sobre Migración, al Foro de Sao Paulo y al magnate George Soros de ser las fuerzas oscuras detrás de la “invasión” de centroamericanos y de mover los hilos del gobierno mexicano. Como otras derechas pasadas y presentes, estos grupos de lo que yo llamaría “trumpismo criollo” parecen ser minoritarios en la esfera política, pero logran insertarse como corriente de opinión, diseminando propaganda en las redes sociales y grupos de WhatsApp, ganando presencia en los medios de comunicación, con lo cual logran, a la postre, moldear los términos con los que ciertos públicos entienden las realidad nacional e internacional. Y si bien alguno sector del obradorismo ha abrazado elementos de ese conspiracionismo (anti-semitismo, denuncias de “globalismo”, xenofobia anti-inmigrante), el grueso del trumpismo criollo es esgrimido con más fuerza y volumen por los herederos de las derechas “poscristeras,” crecidos por el ascenso de redes, movimientos, partidos y regímenes de la nueva derecha en todo el mundo.

Las derechas mexicanas son, de origen, un universo plural y heterogéneo, con plataformas e ideas diversas y posturas contradictorias respecto a su propia identidad de “resistencia” y sus afinidades con la represión. Son el producto de un largo y sinuoso camino, en el que han librado batallas contra enemigos locales, aprendiendo, interactuando y colaborando con aliados más allá de nuestras fronteras. Lejos de ser provinciales o aislacionistas, estas derechas habitan y actúan en todos estos mundos, y se asumen como actores importantes en ellos. Sus temores, ansiedades, y prejuicios moldean y forman parte de nuestros entornos sociales. Bien haríamos en poner más atención a descifrarlas y comprenderlas.

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