En la historia de la literatura española, la Celestina ocupa un lugar destacado. Publicada en 1499, la edición príncipe de su primera versión es un incunable (es decir, un libro impreso en la segunda mitad del XV, cuando la imprenta europea de tipos móviles, inventada en los tempranos cincuentas de ese siglo, recién había comenzado su peculiar vida maquínica, aún perseguida por el fantasma del códice manuscrito, al que intentaba emular). No me importan aquí las razones por las que literariamente apreciamos esa obra inagotable que se escribió hace más de 500 años. Más bien quiero usarla como referencia para reflexionar en torno a algunas cosas sobre las que he estado leyendo, conversando y reflexionando durante las últimas semanas o meses.
Con la invención de la imprenta, la sociedad europea acabará por transformarse en una cultura tipográfica. El término es de Ong, en su Oralidad y escritura. Lo empleo porque me parece eficaz para resaltar algo más o menos obvio: el salto tecnológico que va de la escritura a la impresión tipográfica implicó, en más de un sentido, una reconfiguración cultural. En el caso concreto de la literatura —entendida como corpus total de lo escrito y publicado—, la invención de la imprenta la envolvió, de manera robusta e inconfundible, en la forma mercantil. Hay antecedentes, por supuesto: en la antigua Roma, por ejemplo, cuando el mercado de libros era una realidad indudable —como lo documenta Irene Vallejo en su ya famosísimo El infinito en un junco (libro que espero poder comentar con detenimiento en otro momento)—, la literatura hubo de acoplarse ya, en cierta medida, a la forma mercantil, situación que sin duda tuvo algunas consecuencias. En ese tiempo, por decir algo, algunos autores especialmente populares recibían ofertas monetarias por parte de los libreros, quienes codiciaban la primicia de sus próximas obras, pues, como es obvio, ser el primero en tener a la venta copias de las novedades más codiciadas aseguraba un éxito comercial. Una vez que las copias empezaran a circular, ya no se podía controlar su flujo —cualquier librero podía hacer y vender copias del libro que quisiera— , así que el impulso comercial de la primicia duraba poco. Los autores, por su parte, sólo tenían control para decidir a quién darle esa exclusividad inicial y rápidamente superada, y no volvían a recibir dinero alguno por las ventas de sus libros. De eso se queja, por ejemplo Marcial. “Cómo voy a ser tan pobre, si soy un autor tan leído”, dice, palabras más, palabras menos, en sus Epigramas. No sobra decir, por cierto, que quienes se encargaban de hacer, en el sentido más material, las copias de los libros solían ser esclavos alfabetizados, cuya manutención y cuidado quedaban a cargo de los libreros. Eran profesionales de la caligrafía, que copiaban con notable rapidez. Guardando todas las distancias necesarias, hay algo que hermana las dos formas de escritura, la compositiva original y la notarial esclava: ambas eran las fuerzas productoras, intelectuales y materiales, detrás de los libros, pero la acumulación de capital, grande o poca, los elude —pues, aunque los autores podían a veces sacar algo de provecho de sus escritos, se trataba, de cualquier manera, de uno mucho menor a la riqueza producida por sus textos—.
El mercado editorial romano decayó muchísimo con la crisis imperial, y mucho más aún en la Edad Media, en especial durante sus primeros siglos, de corte marcadamente rural. Además, incluso en los momentos de mayor esplendor imperial, el mercado de libros era aún demasiado tímido en sus alcances productivos y demográficos, y por lo tanto no transformó con tanta intensidad el acontecimiento literario en términos generales, más allá de lo descrito en el párrafo anterior, y de algunas otras situaciones similares, que producían tensiones entre autores y mercado, sí, pero sin que ello implicara un reordenamiento de fuerzas tan cabal como el post tipográfico. En el libro se debaten dos potencias: preservación y difusión. Entre menores sean las capacidades de producción y reproducción, se tiende un poco más a la preservación, como en los códices medievales, iluminados con minucia y veneración. Así lo confirman su casi nula circulación y su resguardo en la biblioteca monacal. Su intención era, pues, la de proteger, mediante la forma ‘libro’, un dispositivo más o menos resistente a las erosiones humanas y naturales, el conocimiento que se concebía como valioso. En el extremo opuesto está la imprenta: la tecnología que dotará de un nuevo y decidido empuje a esa otra fuerza —la difusión—, ya contenida en el libro y ejercida por los mercadeos previos, pero sin la potencia y las posibilidades de lo maquínico. (De hecho, antes de la imprenta, la voz humana era muchas veces la que ejercía los poderes de la difusión del arte verbal —tanto oral como escrito— con mayor empuje. En el mundo oral es evidente: el arte verbal existe sólo como acto performático de recitación mnemotécnica o de canto. En el mundo escrito lo es menos, pero vale la pena recordar que la práctica de la lectura en silencio y soledad es un fenómeno muy reciente en términos históricos, como lo documenta memorablemente Margit Frenk en Entre la voz y el silencio. Algo muy usual en otras épocas era, en cambio, la lectura grupal en voz alta, que permitía una difusión de lo escrito frente a un auditorio mayor, sin necesidad de que cada integrante del grupo tuviera un ejemplar del libro —o sin necesidad, incluso, de que todos supieran leer—. En ese sentido, la imprenta completó la transformación de los textos en obras, y los despojó de su carácter de acontecimiento, como lo plantea Eagleton.)
A mayor producción, mayor difusión, y si hay acumulación de capital de por medio, mayor, también, naturalmente, la absorción del libro en la forma mercancía. Todo eso tendrá repercusiones de lo más variadas, y que definirán, en buena medida, el devenir moderno. No el devenir de lo escrito, sino el devenir social en general, pues el libro tipográfico se volvió un dispositivo cultural de importancia vertebral en los procesos que configuraron lo moderno: la colonización, la estructuración de un sistema mundo cada vez más interconectado, la construcción cartesiana del sujeto, con sus obligaciones civiles y sus derechos humanos, la difusión de la Biblia, de consecuencias muy distintas en sus avatares protestantes y católicos —y es bien sabido el sólido vínculo entre Reforma e imprenta—, o la paulatina transición hacia una sociedad científica, tecnócrata y enciclopédica, entre un largo etcétera que no puedo abordar aquí. Quiero, de momento, concentrarme en algo un poco más delimitado, y para ello vuelvo a la Celestina.
Hacia 1499, año de la primera versión impresa de la obra, la imprenta se movía aún con notable libertad, un poco como la internet en sus primeros años. Para 1502, año de la segunda versión —versión corregida y aumentada por Rojas, en un proceso creativo que se asemeja, más que a la rigidez definitoria con que asociamos a la puesta en página de la publicación tipográfica, a la composición literaria medieval, la cual, regida por la plasticidad del mundo caligráfico, concebía a las obras como fenómenos más abiertos— las cosas comienzan a cambiar. A mediados de ese año, se firmó una premática real que aspiraba a controlar la publicación de libros en España. El control era sobre todo ideológico, y establecía que los libros, para ser impresos, tenían que contar con una licencia, donde se especificara que no atentaban contra los valores de ese Estado nación todavía en pañales, y al que tanto le preocupaba la homogeneidad —religiosa, lingüística, moral—, como es usual en los regímenes totalitarios. El libro es una forma neutra: puede servir para afianzar el poder o para amenazarlo; para salvaguardar y difundir el conocimiento, pero también para borrar sistemáticamente lo que no logra el “arduo honor de la tipografía”. Al poder monárquico le entusiasmaba contar con el libro como aliado, pero muy pronto vio cómo sus potencias subversivas podían fácilmente escaparse de su control: las innovaciones tecnológicas suelen echarse a andar en un vacío expectante y optimista, y es luego que se intenta regular sus implicaciones no siempre previsibles en su nacimiento.
La edición príncipe de la segunda versión de la Celestina, la publicada en 1502, no se conserva. Sin embargo, sabemos de su existencia porque en varias ediciones, que gracias a la ecdótica han sido identificadas como posteriores, se consigna esa fecha y el lugar, Sevilla, donde esa edición perdida fue impresa. Fecha y lugar aparecen en un poema, ajeno a Rojas y ubicado al final del libro, y es posible que los editores posteriores respetaran esos datos circunstanciales como parte de los versos epilogales; como si fueran parte de la obra y no quisieran, por lo tanto, meterles mano para actualizarlos (aunque, por lo demás, fuera muy usual hacer ese tipo de ajustes). Sin embargo, los estudiosos más suspicaces piensan que, puesto que la premática real de 1502 los hubiera forzado contar con una licencia para publicar el libro, más de una imprenta tomó la decisión de disfrazar la edición, para que, legalmente, no estuviera regida aún por tal premática, y pudieran imprimirla y distribuirla con mayor libertad.
La premática de 1502, y otras posteriores que apuntaban a la misma dirección censora —si bien con mayores bríos, luego del Concilio de Trento—, tuvieron también otros efectos. Las licencias de imprenta, creadas para observar la moral, la ‘propiedad’ ética de las ideas lanzadas al mundo entre las páginas de los libros, podían ser tramitadas por quien fuera que deseara ver impreso el libro: algún editor —figura aún naciente—, por ejemplo, o el dueño de una imprenta, o el escritor mismo —si estaba vivo y era español, por supuesto—. Así, los escritores que tramitaban las licencias de sus propios libros, recién acabado y pasado en limpio el manuscrito, podían vendérselas a los editores o impresores, y no sólo a los que hacían la primera edición, como en la Antigua Roma. Sabemos, por ejemplo, que Cervantes trabajó con varias imprentas españolas y portuguesas, y que eso le permitió ganar algo de dinero por las sucesivas ediciones de su Quijote, y no sólo por la primera, impresa en el taller de Juan de la Cuesta. Quiero decir: la licencia le era otorgada a una persona, y esa persona podía decidir, por primera vez en la historia (al menos en teoría, pues las ediciones piratas no eran infrecuentes), la trayectoria editorial del libro en determinado territorio. Si era el autor o no quien tramitaba la licencia, el resultado era el mismo: las obras, como entes abstractos y reproducibles, ahora le pertenecían legalmente a alguien: los derechos de reproducción habían sido inventados, y con ellos, como que no quiere la cosa, la propiedad intelectual. Tales licencias expiraban después de cierto tiempo, y entonces debían renovarse. En ese proceso podía cambiar de manos: esos derechos de reproducción no eran patrimoniales, sino transitorios, y eran concebidos como un privilegio otorgado por el poder, que también podía cambiar de opinión y prohibir una obra que antes había permitido imprimir.
Ambas ideas de propiedad —la ‘propiedad’ ética y la propiedad intelectual— aparentan estar vinculadas intrínsecamente desde el nacimiento de la segunda, y aun más si pensamos que producen el mismo tipo de evasión: la piratería: libros prohibidos o libros que se producen o reproducen más allá de los canales legales han circulado desde hace siglos con el mismo celo de evasión legal. Tal vez sea por ello que la piratería de libros suele promocionarse con discursos aparentemente propios de la izquierda. Es importante, no obstante, pensar más a fondo las verdaderas implicaciones de tales discursos, y si de verdad son siempre congruentes con una ética inclinada hacia ese espectro ideológico. Queda claro, creo, que la piratería es una operación legítima y del todo deseable cuando se opone a la censura. Pero cuando la consideramos en su otra vertiente, las cosas son mucho más enredosas, y vale la pena pensarlas a fondo, como lo han hecho otros antes de mí —y como intentaré hacerlo más adelante en este texto, aquí, y en entregas posteriores. Como el libro, la piratería es más neutra de lo que se piensa, y no inherentemente ‘buena’ para determinada ideología.
Ahora quiero dar dos pasos atrás, pues hay algo que me parece importante no pasar por alto: cuando la literatura, gracias a la imprenta, asume la forma mercancía, eso también altera el estatuto mismo de los escritores, en tanto trabajadores de la palabra. Marx, en sus Resultados del proceso inmediato de producción, hace algunos comentarios sobre el trabajo intelectual o ‘inmaterial’, y lo divide en dos clases: en un lado está el trabajo que produce, en última instancia, mercancías —libros, cuadros, esculturas, etc.—, y en otro el trabajo cuyo producto no es separable del acto de producción mismo, como el realizado por los bailarines o los intérpretes de música o los docentes. Y es sugerente, para Marx, la cercanía del segundo tipo de trabajo con el trabajo servil —aquel donde no hay ningún capital invertido luego transformado en mercancía y plusvalía, sino que ofrece servicios a cambio de dinero—.[1] Cuando la literatura era más acontecimiento que obra, más performance que mercancía, era usual que los artistas de la palabra —juglares o poetas— que aspiraban a sobrevivir o ganar dinero de su trabajo fueran algo así como sirvientes culturales en una u otra corte. El mecenazgo fue, de hecho, una derivación de ese modelo. Había, como siempre ha habido, otros artistas verbales que tenían la vida más o menos resuelta, y que escribían por pura vocación, sin ambiciones monetarias derivadas de su obra. O que veían en la literatura no más un pasatiempo. Rojas, por ejemplo, escribió sólo de joven, mientras era estudiante y, cuando su vida laboral se volcó de lleno en la abogacía, abandonó por completo lo que parece, en su caso, tan sólo un hobby de juventud. Aun más: según sus palabras prologales, escribió la Celestina en unas vacaciones, cuando realmente dispuso del tiempo, en medio de su más o menos ajetreada vida estudiantil, para dedicarse al ocio creativo. Sea como fuere, es claro que Rojas (acaso porque, como los bien pensantes de su época, no veía en la literatura de entretenimiento algo muy digno de ser tomado en serio), una vez impresas sus dos Celestinas, la original y la aumentada, se desentendió por completo del libro, del que apenas conservaba un ejemplar a la hora de su muerte —al menos según su testamento— y por el que no recibió ni un céntimo a lo largo de su vida, aunque sí cierta fama. Su suegro, en el juicio al que fue sometido por posible criptojudaísmo, solicitó que Rojas, “el autor de Calisto”, fuera su abogado (recuérdese que los títulos originales, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, ni siquiera mencionaban a Celestina): el hecho de que su suegro lo citara como un autor conocido por esa obra nos habla de su popularidad. Y es que la escritura ya había creado un tipo de propiedad intelectual simbólica, si bien en su origen alienada de los derechos de reproducción: la autoría. Una cosa son, pues, los derechos de autor, y otra el derecho, que concebimos como inalienable, de que a un autor se le reconozca como tal. El autor crea la obra, pero la obra crea al autor-en-tanto-autor, al ser creada: un autor no es autor de nada sin la obra. Ahora: la obra crea al autor, sí, pero solo cuando socialmente se ha instituido ya la autoría como fenómeno que adjudica las obras y las ideas a individuos. Y eso es un fenómeno caligráfico, reforzado o instituido con más fuerza mediante la imprenta, hasta detonar en la figura romántica del genio. La oralidad, en cambio, se movía —y aun ahora, en ciertos contextos, se mueve— en los terrenos de la anonimia y la composición cambiante y coral. Hay quienes miran con cierta nostalgia ese pasado pre autoral, pero esa nostalgia los lleva, a veces, a cometer ciertas injusticias: a minimizar el plagio, por ejemplo, pues las ideas, dicen (como lo han hecho los burdos polemistas que han defendido a la ministra Esquivel con esos argumentos), deberían ser libres y anónimas. El problema es que el plagio es más un intento fraudulento por adjudicarse las ideas de otros, por reubicar la propiedad simbólica de la autoría, que un modo de echar a andar una desapropiación —término de Cristina Rivera Garza— en busca de revertir el narcisismo inherente a esa visión del autor como un iluminado solitario. En un mundo como el nuestro, cuando texto y autor se producen mutuamente, el autor ya no puede desdibujarse como tal, a menos que se refugie en el anonimato o se transfiera el poder de esa investidura textual a otra persona. Si esa transferencia cuenta con la aceptación del autor-productor, como en el caso de los ghost writers, la situación tiene, por supuesto, numerosas implicaciones, a las que volveré también en otra entrega de este texto. Si no cuenta con su aceptación, se trata de un fraude. No hay que darle dos vueltas.
Con todo, en la época de Rojas las cosas eran bastante distintas, y la Celestina misma es un ejemplo estupendo: se ha calculado que un importante porcentaje del libro no salió de su pluma, sino que está compuesto por frases de otros autores —Petrarca a la cabeza—, las cuales Rojas tradujo del latín y copió, sin consignar en ningún lado de dónde venían. Cuando mucho, se lee en boca de algún personaje “dicen los sabios que”, o “he oído decir que”, o cosas por el estilo que indican el carácter de cita de la frase siguiente. Y poco más. Pero no podemos caer en anacronismos y confundir las cosas: Rojas no era un plagiario, porque según los códigos de su época no estaba engañando a nadie: esa ars combinatoria de frases hechas era un procedimiento típico de la cultura escolástica. Ni siquiera es pertinente asombrarnos por la aparente erudición de la obra: no es que Rojas dominara a esos autores, o que los hubiera fichado por temas luego de una lectura minuciosa de su obra, o qué sé yo, sino que existían compendios de frases pertenecientes a autores reconocidos, para citarlas con mayor facilidad. Así, podía, por ejemplo, buscarse en ese tipo de manuales el tema de la ‘amistad’, y encontrarse con lo que Séneca, Aristóteles, Petrarca y compañía habían escrito a ese respecto, para elegir la frase más conveniente, o para citar dos o tres, a fin de dar variedad de opiniones o reforzar, con sus coincidencias, la misma idea. También eran usuales los índices temáticos en las ediciones que por entonces se hacían de esos autores. Por ejemplo: ha sido una valiosa contribución a la crítica celestinesca el descubrimiento de un Petrarca, que con toda seguridad pasó por las manos de Rojas, y en cuyo índice se podía ir siguiendo lo que el humanista aretino había dicho sobre el amor, la amistad —pues empezamos por la ‘A’—, y así con el resto del alfabeto. Los autores citados eran más o menos los mismos: esos que eran auctores, precisamente, porque eran fuente de auctoritas, es decir, de sabiduría aceptada e indudable. Esa es la etimología de autor: no el productor textual de cualquier idea, sino solo aquellos validados por una cultura, que entonces se volcará al reciclaje y la cita —manifiesta o no— de esas mismas ideas que deben ser atesoradas por la memoria humana y caligráfica, poco a poco ampliadas, pero no transformadas de fondo. Eso también fue transformado por la imprenta, entre otros fenómenos contemporáneos a ella, y entonces el saber se vuelve acumulativo, no exclusivo, y tentativo, no estable. Surge, con ello, la idea de la Historia, como progreso evolutivo sin fin, idea que hoy, en medio del colapso ambiental y civilizatorio, está más en crisis que nunca. Quizá por eso, el mundo escolástico se parezca mucho a la ‘nueva’ producción de productos culturales estilo Tik Tok, sólo que en este caso la validación no viene tan manifiestamente de una ideología, sino del frenesí de los likes y las views. Cuando miramos videos de Tik Tok —esos, por ejemplo, donde alguien hace lip sync de una voz ajena, o donde se recomiendan los mismos life hacks o los mismos amazon finds, o donde se ejecuta en esencia el mismo chiste, si acaso con poquísimas variaciones— sabemos que su valor no está en su originalidad, sino en su poder de entretenimiento, ya aprobado por otros miles o millones de usuarios. También allí, por cierto, la propiedad intelectual parece comenzar a anularse, y vemos surgir, en cambio, ese sueño de una cultura sin autores e inmersa en la desapropiación (aunque no como la que plantea Rivera Garza, por supuesto). Pero no nos engañemos: los derechos de autor no establecen un tipo de propiedad privada como cualquier otro. En más de un sentido, es una propiedad instituida por el trabajo, no por el despojo. Soñar con un mundo sin derechos de autor es darle la espalda a esos trabajadores, y eso no parece muy utópico que digamos, desde una óptica de izquierdas. Soñar con un mundo más parecido a la desapropiación del Tik Tok es resignarnos a que la acumulación de capital resultante del trabajo de los ‘creadores de contenido’, al menos la acumulación más significativa e intensa, se corporativice, y a que los creadores se vuelvan, de nuevo, más sirvientes que trabajadores productivos. (Ya sé, ya sé: hay tik tokers muy famosos y que ganan mucho dinero. Da igual: toda su creatividad se vuelca en acomodarse al dictum del trend, y la riqueza que producen sirve para hacer crecer a Tik Tok, espacio que puede darles la espalda en cualquier momento, mucho más de lo que, en la mayoría de los casos, crecen ellos mismos.) La exigencia a los autores para que renuncien a sus derechos de autor, en pos de una libre circulación de las ideas, puede, así, ser interpretada como el fruto de esa otra nostalgia reaccionaria: la de regresar a una época donde la cultura sea creada sólo por sirvientes de facto, plenamente plegado a los gustos de otros, o por quienes no necesiten que su trabajo sea productivo, porque su vida está resuelta de otras formas. En más de un sentido, eso no democratizará la cultura. La hará, eso sí, más homogénea y domesticada, menos dinámica y vital. La que se presenta como la alternativa opuesta —la del mercado— no es, por supuesto, necesariamente deseable, y está llena de problemas y contradicciones. Sólo quería, de momento, dejar en claro que la pretendida emancipación de la piratería no está, tampoco, libre de sus propios problemas y contradicciones, por más que a veces sea, en efecto, una práctica, incluso, necesaria.
Pero a todo ello volveré: falta mucho por decir y por pensar. Pronto seguimos.
Nota
[1] Debo estas noticias a Virno, citado por Golumbia en un texto que ha sido una lectura fundamental para mí en estas semanas. A Golumbia llegué por un artículo de Roberto Cruz Arzabal, cuyos textos y clases han sido, en más de un sentido, los detonantes de estas reflexiones. Doy las coordenadas de los tres al final de este texto.
Referencias
Cruz Arzabal, Roberto. “La piratería como forma imposible: circulación y estratificación de la teoría contemporánea.” En Johanna C. Ángel Reyes y Joseba Buj (coords.), Exclusión y deriva. Dinámicas fronterizas de la digitalidad. Taurus, 2020.
Golumbia, David. “Marxism and Open Access in the Humanities: Turning Academic Labor against Itself .” Workplace, 28, pp. 74-114, 2016.
Marx, Karl. El capital. Libro I Capítulo IV (inédito). Resultados del proceso inmediato de producción. Traducción de Pedro Scarno. Siglo XXI, 2009.
Virno, Paolo. A Grammar of the Multitude: For an Analysis of Contemporary Forms of Life. Traducción de Isabella Bertoletti et al. Semiotext(e), 2004.