Como se aprende en las primeras clases de antropología política: tensiones sociales y conflictos de todo tipo hacen ver con más claridad lo que la cotidianidad tiende a embozar, apoyada como está hoy día en instituciones difusoras de moldes ideológicos, entre ellos, buena parte de la tradicional “ciencia económica”. Pero mientras que los principales productores de fake news siguen acusando a sus contrarios de generarlos, los hechos mismos los desmienten y hacen que surjan más y más preguntas a más y más personas. Veamos tres de estas preguntas.

Tal vez la más penosa se refiere a la indicación más repetida en palabras, memes y videoclips para reducir la velocidad expansiva del virus y evitar contagios. ¿Habrá quien no comprenda o desapruebe la propuesta de reduplicar la sencilla práctica, de por sí repetidamente llevada a cabo durante el día, de lavarse las manos con agua y jabón? En México, sin embargo, la pregunta —ya bien entrado el siglo XXI— es quién puede hacer esto, dónde, cuándo y qué tan seguido. 

Según datos del INEGI de 2018, solamente dos tercios de los hogares mexicanos cuentan con conexión diaria a la red de agua en sus casas o predios; los demás disponen de agua algunos días por semana, y más de 2 millones de hogares no cuentan con este servicio básico, declarado derecho humano por la ONU. Y esto sin tomar en cuenta la extrema debilidad de las redes de suministro de agua en muchas partes, donde cualquier desperfecto o trabajo de mantenimiento, a falta inconcebible de redes alternas, suele causar angustiantes desabastos por días enteros y hasta semanas. 

¿En cuántas escuelas hay agua y jabón y papel suficiente para las niñas y los niños en situación normal y cómo se podrían subsanar tales situaciones en la emergencia de ahora? Según un estudio de la ONU del mismo año de 2018, en el 30% de las escuelas mexicanas se carece de agua y jabón (no habla de papel). Y en las que tienen agua —esta pregunta vale incluso para universidades, donde no es infrecuente que el acceso a un baño necesite tardados rituales para obtener llave y permiso—, ¿el agua es tan potable como lo llaman oficialmente? Y así se podría seguir preguntando sobre el acceso a agua limpia y baños en las paradas terminales de autobuses urbanos y de peseros, en las estaciones del metro y plazas públicas, en mercados y áreas de comercio informal masivo, o sobre el reciente programa fracasado de construcción y mantenimiento de bebederos en las escuelas públicas…

La segunda pregunta se refiere al desabasto de medicamentos, cuya expresión más lastimosa ha sido la protesta desesperada de padres de niños con cáncer, quienes se han manifestado inútilmente en el aeropuerto de la Ciudad de México y luego han acudido a Amnistía Internacional. Pero también ciudadana/os de países centroeuropeos han tenido que enfrentar desde hace algún tiempo la escasez de algunos medicamentos. Aquí y allá, la explicación es siempre la misma: muchas sustancias básicas y hasta productos terminados se fabrican en países asiáticos, donde la ciencia no es mejor, pero la explotación de la fuerza de trabajo es más aguda todavía que en México, y las tasas de ganancia son mayores para todas las empresas involucradas (y, al parecer, también para algunos funcionarios vinculados a permisos y otros trámites administrativos correspondientes). Por tanto, epidemias, problemas laborales, consideraciones financieras, contratiempos técnicos, accidentes o epidemias pueden provocar rupturas en las cadenas de producción y distribución internacional de estos y muchos otros productos industriales.

Pero, ¿realmente pueden compararse los medicamentos con cualquier artefacto de plástico, con telas, juguetes o piezas automotrices de importación? ¿Será posible que las instancias gubernamentales –ejecutivo, legislativo, judicial– responsables de garantizar la salud y el bienestar (art. 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos) hayan consentido e incluso promovido la entronización de la mayor ganancia posible como el criterio decisivo para la adquisición de medicamentos para la población? ¿Será que la salud, la vida y la mitigación del sufrimiento están a la merced de la búsqueda desaforada del lucro por parte de quienes producen y comercializan medicamentos? ¿De veras no se ha procurado la existencia de varios canales para asegurar la obtención a tiempo de lo necesario amén de reservas holgadas para cubrir meses de imponderables, para aliviar el dolor, restablecer la salud, garantizar una vida soportable a pesar de los inevitables padecimientos?

Preguntas —lo admito— un tanto melancólicas en vista del reciente bloqueo empresarial de una legislación nacional que iba a establecer una simple señalización de productos alimentarios posiblemente dañinos para la salud como ayuda para la decisión de los consumidores mexicanos, muchos de los cuales sufren de enfermedades causadas por una mala alimentación. Preguntas que también se dirigen al sector universitario del país, donde escasea la investigación básica necesaria, mientras que se incrementa y se acelera la fabricación de titulados para un “mercado de trabajo” cada vez más exiguo e incluso ficticio. 

La tercera pregunta es, a lo mejor, la clave. Una vez más, el indicador más mencionado para estimar el tamaño de la crisis, según muchos medios de difusión y sus “analistas” y “comentaristas”, es el número de puntos registrado al fin de un día de actividades en las bolsas de valores. ¿No se ha convertido dicha cifra en base incuestionable para lamentar las “pérdidas” de empresas y empresarios y hasta de los rankings de éstos últimos? Y, curiosamente, en tales momentos, se suele abjurar de la usualmente tan celebrada doctrina del “libre mercado” y exigir porciones crecientes del presupuesto público en su “apoyo”, siempre so amenaza de despedir empleados. Si bien esto es un fenómeno observable en todo el mundo, en México adquiere un tinte especial, dado que más de la mitad de la población económicamente activa labora en la llamada informalidad, y que una parte considerable del circulante proviene del esfuerzo de migrantes en el extranjero y de actividades relacionadas con el crimen organizado.

Evidentemente, muchas empresas formales e informales, especialmente las pequeñas y familiares, necesitan ahora pronto acceso a créditos blandos y recalendarización del pago de impuestos, al igual que muchos trabajadores formales e informales necesitan jornales solidarios o becas temporales por no poder vender su fuerza de trabajo a causa de las limitaciones sanitarias impuestas a la vida pública y del cierre temporal o definitivo de muchos negocios. Pero, todos estos elementos, ¿no llevan también a preguntas sobre el modelo económico del país y sobre la orientación adecuada de sus diferentes ramas? Por ejemplo, sobre las cantidades de tierra y agua dedicadas a la exportación masiva de frutas, verduras, granos y animales industrialmente producidos  —antes de garantizar la alimentación sana y completa de todos los habitantes en el país—. Por ejemplo, sobre el funcionamiento de las industrias y las políticas urbanas, que han contaminado a grados extremos los ríos, los lagos y muchas playas y cenotes del país. Por ejemplo, sobre el fomento sin miramientos de un turismo depredador, que destruye los paisajes que, paradójicamente, constituyen su principal atractivo y que convierte en empleados mal pagados a los herederos de las grandes tradiciones culturales, quienes han creado y cuidado durante generaciones muchas bellezas naturales y arquitectónicas apreciadas por los visitantes.

A pesar del encierro ciudadano que se sigue recomendando insistentemente, a pesar de la reanudación sólo paulatina y limitada de muchos trabajos asalariados y a pesar de la cancelación de las actividades escolares presenciales en casi todas partes, igual como las semanas pasadas, tampoco las próximas semanas serán una temporada de vacaciones. Demasiada gente está buscando con angustia el sustento diario, mientras que otros mejor ubicados en la sociedad, se preocuparán por dónde vacacionar este verano y a dónde y en qué condiciones mandar a los hijos e hijas a estudiar sus carreras universitarias. Aún así, seguirá habiendo más tiempo para informarse sobre muchas cosas, para la reflexión individual y familiar y para la conversación con amigos y colegas mediante dispositivos digitales, siempre y cuándo éstos no logren ahogar el pensamiento crítico y la comunicación juiciosa en informaciones falsas, noticias intrascendentes, reportes alarmistas y entretenimiento banal. Podrían ser semanas para examinar lo que podría significar una “nueva normalidad”. Podrían ser semanas para repensar nuestro modo de vivir, para darnos cuenta de lo inhumano de la dinámica de la ganancia rápida y a toda costa, para recobrar el sentido de la salud, de la enfermedad, de la vida y de la muerte, para volver a apreciar el valor de sensaciones tan sencillas como el disfrute del agua clara y del aire limpio y de los soplos del viento en la piel, para reconocer y poner en práctica las posibilidades de la ayuda mutua y de la solidaridad para con personas cercanas y lejanas. Por decirlo en una palabra recientemente puesta en circulación por pueblos originarios de América: para la reflexión sobre el Buen Vivir y Convivir —que no lo es, si no lo es para todos—.