Construir decisiones: acerca de la geoingeniería solar

Perspectivas 

Agustín Mercado Reyes 

A estas alturas, la Tierra tendría que estar familiarizada con los eventos en los que cambia por completo su dinámica. No son nada frecuentes, pero a lo largo de su historia profunda y antigua, estos eventos han recurrido, de diversas maneras, con menor o mayor intensidad. Los más fáciles de detectar, aquellos que han sido útiles para organizar una línea temporal del planeta, son los más masivos; es decir, aquellos que tienden a matar a muchas especies, a familias completas de especies. The Big Five, “las cinco grandes” —así se les ha llamado coloquialmente a los más grandes de estos eventos de extinción— ocasionadas por fenómenos diversos como glaciaciones, perturbaciones en la composición atmosférica, erupciones volcánicas masivas o rocas de varios kilómetros que han impactado con la Tierra. Cada una de estas cinco extinciones ha causado la desaparición de entre 60% y 95% de las especies presentes en ese momento.

El nombre de “las cinco grandes” sólo refiere a las extinciones que han ocurrido en el Fanerozóico, el eón en el que vivimos, que comenzó hace unos 540 millones de años; y esto resulta ligeramente engañoso, pues ha habido otras extinciones masivas, igualmente grandes, en eones anteriores. Esos eventos están en un pasado tan remoto y su evidencia tan tenue que se podría decir que más bien se han descrito por auscultación, descifrando señales borrosas, tanteando casi a ciegas la poca evidencia que sobrevive hasta nuestros días. Una de aquellas crisis antiguas, posiblemente la primera extinción masiva después del surgimiento de la vida, es particularmente notable. En esta crisis, ocurrida hace 2500 millones de años, un grupo de bacterias, las algas verdeazules, tuvo a bien inventar un mecanismo para capturar el carbono de la atmósfera y convertirlo en azúcares, liberando oxígeno en el proceso. Este oxígeno, lenta y gradualmente, se acumuló en el medio, oxidando minerales y alcanzando tales niveles de saturación que eventualmente cambió la química atmosférica básica. Es difícil saber qué porcentaje de organismos desaparecieron en ese evento; pero dado que necesitaban una atmósfera sin oxígeno, es probable que la extinción masiva rivalice con las más intensas de las cinco grandes. Un solo tipo general de organismo, exitoso, diversificado y cosmopolita, estuvo a punto de ocasionar la desaparición de la vida temprana del planeta únicamente con sus subproductos metabólicos. 

La extinción masiva que estamos atravesando el día de hoy no es, por tanto, la primera; y tampoco será la primera vez que la actividad de un único grupo taxonómico se vuelva capaz de cambiar las dinámicas planetarias con consecuencias catastróficas. En esta extinción, el elemento emblemático es el calentamiento global. Según nos confirma el último informe del Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC), el aumento del promedio de temperatura del planeta es indudablemente antropogénico, es decir, asociado a actividades humanas. El cambio antropogénico es tan importante y tan (relativamente) súbito que se ha propuesto como el marcador del comienzo de una nueva época geológica: el Antropoceno. La centralidad de las sociedades humanas, y las características únicas de éstas, traen al campo de juego elementos y procesos novedosos, que nunca antes se habían visto en la historia de la Tierra, derivados de las cualidades únicas de las sociedades humanas. 

Uno de estos procesos novedosos, profundamente humano y por tanto profundamente problemático, es el de la decisión. Nunca antes, frente a un cambio climático a nivel planetario, se había perfilado este proceso, en el cual el curso de acción futura se medita, evalúa y determina –al menos no como la conocemos los seres humanos, porque no tenemos idea de si acaso las bacterias toman decisiones, de qué tipo serían y cómo las expresarían–. La novedad radical de la decisión, y nuestro lugar central en ella, hace necesario preguntarlo de manera concreta: ¿qué quiere decir decidir actuar frente a la sexta extinción, o frente al calentamiento global que está en vías de causarla? 

Las decisiones que de inmediato vienen a la mente cuando nos preguntamos “¿qué es posible hacer? ¿qué puedo hacer?” son acciones individuales. Hay una batería de acciones posibles, cotidianas –a veces las listas de medidas que distintos medios colectan dejan bien claro que son accionesfáciles” ¿Tiene algún efecto la decisión en términos de acción individual? Desde luego; ninguna decisión carece de él, y no hay acción que se dirija a algo público (como lo hacen las acciones encaminadas a hacer algo frente al cambio climático) que no pueda ser retomada, amplificada o modificada por las demás personas. Pero es necesario considerar también que no todas las decisiones nacen iguales. Valiosas como indudablemente son, estas acciones individuales están planeadas para un sector muy limitado de la población humana. Sólo hay que ver las medidas frecuentemente recomendadas como las más efectivas para el cambio climático: “tener unx hijx menos”, “evitar un viaje transatlántico”, “cambiar un automóvil tradicional por uno híbrido”. Si pensamos que las emisiones personales de carbono atmosférico están localizadas en un porcentaje reducido de la población –el 10% más adinerado del planeta– la sugerencia de tener unx hijx menos se revela como una medida menos universal de lo que parecería. 

También tenemos que pensar que algunas decisiones, en el mejor de los casos tomadas en nuestra representación, parecen estar fuera de nuestras manos, al menos como personas individuales. En nuestro país, por ejemplo, hay un interés claro y explícito de las autoridades para continuar priorizando el camino a una economía fósil. El panorama energético del país que desde el gobierno se ha tratado de impulsar es uno profundamente petrolero, como lo muestra el hacer de una nueva refinería uno de los proyectos centrales del sexenio. El énfasis en los combustibles fósiles (renovado en el contexto de la pandemia como solución económica) es sólo una decisión, que se engarza en una cadena de acciones que parecen no considerar la importancia de la crisis que vivimos, como el cambio a gran escala de uso de suelo, incluso en reservas naturales, o las reformas como la Ley de la Industria Eléctrica que ponen a las energías renovables en una posición desventajosa. Estas decisiones derraman su poder no sólo en todo el país, sino de manera transfronteriza, al contribuir profusamente a las emisiones de carbono del planeta. ¿Es posible decir, de manera realista, que tenemos alguna injerencia para que haya un cambio de rumbo a corto o mediano plazo, que se aleje de estas decisiones de “nuestros responsables”, las cuales representan retrocesos ambientales?

Así parece organizarse el panorama general acerca de las decisiones ambientales a gran escala. Tal como la ONU lo plantea, “es necesario que los gobiernos y empresas tomen acciones contundentes, amplias y rápidas; pero la transición a un mundo de bajas emisiones de carbono también requieren la participación de las ciudadanías, especialmente aquellas de las economías avanzadas”. Las decisiones sobre acciones individuales, las cuales tienen efectos reales pero sin una coordinación extensiva, son sólo una gota en un océano. Por otro lado tenemos las decisiones por representación, tomadas por los “responsables” y las autoridades, bajo el velo de la representación popular pero potencialmente (y frecuentemente) en respuesta a intereses específicos, los cuales no necesariamente atienden al curso de acción menos destructivo. 

Ahora bien, en el horizonte de este panorama se está perfilando una decisión nueva, posiblemente distinta a aquellas que se nos habían presentado antes. Una de las maneras de enunciarla es la siguiente: si dispusiéramos de una tecnología que nos permitiera frenar el calentamiento, aunque fuera temporalmente, ¿qué riesgos estaríamos dispuestxs a aceptar? 

La nueva decisión, de un tamaño tan masivo como el calentamiento global, surge por la sugerencia de explorar las opciones para responder al cambio climático, a las que se ha llamado en conjunto “geoingeniería”. Es una noción que comprende acciones tan variadas como gestionar un programa de cultivo masivo de árboles e incluso de algas con la finalidad de capturar y “limpiar” el carbono del aire, hasta la propuesta de esparcir aerosoles (de dióxido de azufre, por ejemplo) en las capas altas de la atmósfera para aumentar la reflectividad de la Tierra y disminuir el calor causado por la radiación solar en el planeta. 

El principio fundamental de esta última técnica, llamada “Gestión de radiación solar”, o SRM por sus siglas en inglés, se deja ver en la sección D.2.1 del más reciente reporte del IPCC, arriba citado. La crisis de COVID-19, dice el reporte, trajo consigo una reducción detectable, aunque temporal, de contaminantes en el aire; pero hubo más absorción de calor en la atmósfera, porque esos aerosoles contaminantes (como el dióxido de azufre) funcionan como “reflejantes”, enfriando un poco cuando están presentes. La propuesta  de la SRM es esparcir y mantener una capa de estos aerosoles en la estratósfera para lograr ese efecto de enfriamiento. 

Dentro de todas las opciones de una intervención masiva sobre el planeta, esta propuesta de SRM sobresale. En un contexto en donde no se han tomado las medidas que se necesitan –incluyendo la más importante, que es frenar y reestructurar la dependencia fósil que produce las emisiones de carbono– la dispersión de aerosoles es una pretendida solución que se puede aplicar de manera relativamente rápida. Más aún: si bien estamos muy lejos de entender sus posibles efectos, la tecnología necesaria para llevar a cabo este plan está a la mano en varios países. Para otras opciones, como la captura masiva de carbono atmosférico, aún no existe una tecnología rápida o eficiente, y las alternativas como la captura a través de reforestación requerirían lapsos de tiempo extendidos. Dado que las narrativas actuales en general se encuentran en un registro de urgencia ambiental planetaria, y dada la negativa impenetrable de cooperación por parte de los actores culpables del cambio climático –como las compañías dependientes en la economía fósil y los gobiernos que lejos de intentar controlarlas las apoyan– es probable que en un futuro no tan lejano la geoingeniería solar se postule como la alternativa más viable y se considere seriamente como una decisión. 

Esta decisión, la cual apenas se empieza a formar, representa un hito en términos de la respuesta al cambio climático. Implica reducir el calentamiento global sin modificar sus causas, implica tratar de hacer que desaparezca el calentamiento sin que necesariamente se desplieguen medidas de mitigación o adaptación (es decir, atacar al menos parcialmente las causas del calentamiento global y desplegar estrategias para aminorar sus efectos negativos, respectivamente). Sin el nexo necesario con estas otras medidas, un riesgo implícito y posiblemente el más importante, es que la temperatura baje temporalmente, pero las emisiones de gases de efecto invernadero no. Tal escenario podría ocurrir porque al disiparse el sentimiento de urgencia inmediata: se podrían empezar a fabricar narrativas acerca de cómo vencimos al calentamiento global, aunque detrás del telón, si se deja a la industria de combustibles fósiles sin control ni freno, la concentración de CO2 atmosférico seguiría subiendo. No es el único riesgo, desde luego; hay muchos otros, tanto sociales, como políticos, geofísicos o ecológicos. Podría ser, por ejemplo, que una acción tan masiva cambie el régimen de lluvias en diversas partes del planeta, desertificando ciertas zonas o aumentando la intensidad de los monzones; o podría ser que la geoingeniería tenga como efecto secundario una acidificación del océano. Y digo “podría ser”, porque no se sabe con certeza qué efectos pueda haber, ni siquiera con la ayuda de los modelos climáticos más sofisticados.

En tanto que la decisión de la geoingeniería apenas se está formando, es oportuno volverse a plantear la manera en que se toman las decisiones. La apatía de los gobiernos por regular las emisiones de carbono y su propensión a realizar acciones que en última instancia las incrementan, así como las condiciones creadas por los intereses de los grandes capitales, deberían hacernos ver la necesidad de arrebatarles la capacidad de decisión que mantienen de manera unilateral. En este momento, ya están en la fila los actores usuales cuya voz predomina en las decisiones de gran escala; por ejemplo, Bill Gates ha manifestado su apoyo a la geoingeniería solar, y ha invertido parte de su fortuna en ella. Es imposible saber aún cómo es que Gates podría navegar el terreno de esta decisión y de qué manera podría utilizar su peso para cambiar el panorama; pero tal vez sea oportuno recordar su participación en la más reciente crisis global. En el proceso de producción de vacunas para el COVID-19, la fundación Bill & Melinda Gates presionó a la Universidad de Oxford para que se asociara con la farmacéutica AstraZeneca –efectivamente dando marcha atrás a la promesa de Oxford de producir una vacuna de licencia abierta y cediendo el control a la farmacéutica

En estos momentos, más que tomar una decisión, primero tendríamos que darle forma. Cuando finalmente podemos preguntarle a alguien “Entonces, ¿qué decides?”, ya existen muchas presuposiciones; las alternativas entre las que hay que decidir, por ejemplo. En el caso de la geoingeniería, se corre el riesgo de simplificar la forma de la decisión a la polaridad de “utilizarla y exponerse a los riesgos” o “no utilizarla y sufrir el calentamiento global”, en donde ambas opciones tienen profundos efectos negativos [1]. Dar forma a una decisión también determina exactamente qué voces priman para determinar el curso de acción; y el riesgo aquí es que la decisión se tome de manera unilateral. No es posible, si queremos seguir este camino, relegar lo político al terreno de los “responsables” que nos representan; pero esto quiere decir también que tenemos que observar cuidadosamente y con cautela a cualquier voz que prometa la enunciación correcta del problema y la decisión, incluyendo aquella de las instituciones científicas. Todo ello nos coloca frente a la paradoja a la cual debemos hacer frente: en el choque entre lo global, o incluso lo estatal (en donde parece moverse el problema), y lo individual, en donde parecemos controlar decisiones, es necesario buscar intersticios ambiguos que no respondan ni a uno ni a lo otro. Por lo demás, no es que estas alternativas no existan; no hay que buscar más lejos que las bellas imágenes con las que Yásnaya A. Gil describe vías posibles que podríamos recorrer. El reto último es lograr el efecto masivo sin que la decisión y la acción colapse en uno de los dos polos de la paradoja, sin que sean recapturadas por el individualismo o por el control unilateral de una élite. Es una propuesta peligrosa, porque frecuentemente se ha respondido a la resistencia a esta recaptura de manera violenta.

La emergencia de ese elemento que llamamos decisión puede, con su doble filo (por un lado, la novedad que representa en la historia del planeta; por otro, la manera en que se ha configurado históricamente) oscurecer ciertos matices importantes. Cuando hace 2500 millones de años se inventó la fotosíntesis ocurrió una hecatombe. Sin embargo, a esta catástrofe le siguió un periodo de efervescencia en términos de invención, siendo probablemente el factor que ha desencadenado la aparición de los organismos eucariontes por endosimbiosis y, eventualmente, la de los organismos multicelulares. Esto, desde luego, no es una invitación a buscar el lado bueno a una catástrofe; es simplemente un recordatorio de que los procesos que ocurren en espacios y tiempos masivos, de complejidad incalculable en la escala humana, frecuentemente desembocan en parajes insospechados y novedosos. Tal vez en estos momentos tenemos la posibilidad de idear mecanismos nunca antes vistos –particularmente si tenemos la potencia de decidir–.


Notas 

[1] Tanto la idea de las decisiones imposibles entre dos alternativas indeseables, como la noción de “responsables” como aquí es utilizada, son conceptos que Isabelle Stengers presenta en su libro Au temps des catastrophes (Ed. La découverte; publicado en español por NED ediciones). 

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