Cómo contestar a las malas palabras

El discurso de Alexandria Ocasio-Cortez en la cámara de representantes el 23 de julio duró poco más de diez minutos pero ha tenido un impacto raro en un espacio público donde la retórica parlamentaria ha perdido casi completamente su efectividad frente el intercambio de insultos o elogios exagerados en que se han convertido las redes sociales. Representantes tan solemnes del bien pensar liberal como el New Yorker y el New York Times lo han destacado, aunque este último no pudo reprimir su propios prejuicios al definirlo como “disruptivo”, en un ejemplo de la incorrecta lectura que frecuentemente se aplica a cualquier expresión de Ocasio-Cortez y otros miembros del congreso, mujeres de color todas ellas, que desde esta legislatura han puesto en primer plano una perspectiva que antes era decorosamente ocultada. Ciertamente el discurso desafió los anticuados estándares editoriales del Times sobre el uso de malas palabras. 

Junto con Ocasio-Cortez, Ayana Pressley, Rashida Tlaib e Ilhan Omar han adquirido visibilidad por combinar el hecho de ser mujeres de color con intervenciones públicas y trabajo legislativo en favor de una agenda muy a la izquierda de lo que es cómodo para el liderazgo del partido demócrata. Por su parte, Fox News, Trump y el ecosistema republicano y protofascista que se ha formado a su alrededor sueltan espuma por la boca cada vez que hablan de ellas. Pero en el fondo están en deuda con ellas porque les han permitido personalizar su ideología centrada en el rechazo del otro (étnico, ideológico, sexual). Un síntoma de ese discurso odioso fueron los insultos que le dirigió el representante de Florida Ted Yoho a Ocasio-Cortez fuera de la cámara y en presencia de otros políticos y periodistas. Entre otras linduras, la llamó “fucking bitch [perra de la chingada sería una de muchas traducciones]”, aunque no en su cara —por lo visto hasta la valentía de Yoho tiene sus límites—. Un día después Yoho habló en la cámara para presentar una disculpa tan flácida que sólo empeoró sus problemas. 

El discurso de Ocasio-Cortez, representante del Bronx, jugó con gran habilidad con las reglas del decoro parlamentario para ofrecer un espejo incómodo al discurso de odio del partido republicano. Al hacerlo, ofreció una ventana sobre la forma en que el feminismo y el antifascismo pueden combinarse en estos momentos en que ambos son urgentemente necesarios en Estados Unidos. Lo hizo sin acudir a la gestualidad oratoria y sin darle el gusto a su acosador de derramar una lágrima.

Ocasio-Cortez empezó describiendo el incidente (con una cita literal de la expresión mencionada arriba) para luego asegurar que el asunto no había sido gran cosa para ella, acostumbrada a sufrir el hostigamiento en el metro de Nueva York y en su anterior trabajo en un bar. Pero después de oír la falsa disculpa de Yoho tuvo que pedir la palabra, afirmó Ocasio-Cortez, porque éste había utilizado el trillado recurso de decir que él tenía esposa e hijas y que por lo tanto no podía realmente faltarle el respeto a las mujeres. Ocasio-Cortez continuó diciendo que se volvió imposible para ella dejar pasar esa intervención en silencio, porque hacerlo autorizaría más ataques sexistas de ese tipo. La tesis del discurso era que el incidente reflejaba un problema “cultural”, una aceptación de la violencia contra las mujeres que estaba apoyado por una “estructura de poder”. Esta cultura incluía al presidente de la república, al que Ocasio-Cortez aludió dos veces sin decir su nombre. Esta aceptación del lenguaje violento llevaba a la “deshumanización” y el odio. Sutilmente, sin necesidad de matizar o aclarar, Ocasio-Cortez elevaba su tesis más allá de la denuncia al sexismo e implicaba que levantar la voz en ese momento era parte de un trabajo más grande que alcanzaba otras formas de odio y que significaba una forma radical de oposición a la estructura de poder que tiene a Trump en su cima. Al cruzar con elegancia los límites del decoro parlamentario (citando con voz firme las palabrotas de Yoho), Ocasio-Cortez afirmaba algo que puede leerse en otras formas de feminismo y rechazo a la agresión policial: la oposición al fascismo se puede declarar libre de las ataduras de la cortesía y decir cosas que pueden ofender porque la lucha contra el discurso del odio no requiere el silencio o una versión restrictiva de la civilidad. 

La escritora egipcia Mona Eltahawy ha formulado una crítica de la civilidad que ayuda a entender el alcance de las palabras de Ocasio-Cortez. Eltahawy reivindica el derecho a decir malas palabras porque “In my experience, almost nothing can match the power of profanity delivered by a woman at a podium, unapologetically [En mi experiencia, casi nada se le acerca al poder de una obscenidad dicha por una mujer desde un podio, sin disculpas].” El racismo y el patriarcado no son civiles y la renuencia de los demócratas a abandonar las normas establecidas de civilidad le dieron carta blanca a Trump en los primeros años de su mandato. La incivilidad del racismo es, según Eltahawy, más fácil de denunciar que la del patriarcado porque éste restringe las voces de las mujeres. Ante eso, declara, “I will not be civil to anything or anyone that refuses to acknowledge the full humanity of women and girls [No seré civil ante nada ni nadie que se niegue a reconocer la plena humanidad de las mujeres y las niñas].” El discurso de Ocasio-Cortez ejemplifica otra observación de Eltahawy: para contrarrestar el uso del decoro en defensa de la autoridad es necesario entender las reglas de la retórica y los rituales. No es coincidencia que Eltahawy haya caracterizado al discurso de Ocasio-Cortez como “a lesson in feminism [una lección de feminismo]” que “will be taught in schools [será enseñada en las escuelas]”.

Después de formular su tesis, el discurso de Ocasio-Cortez tomó un giro personal: hizo referencia a su padre (muerto hace años) y a su madre, y explicó su respuesta como una obligación filial. O sea: si apelamos al sentimentalismo tampoco me vas a callar. Pero esta referencia a su familia, que más que sentimentalismo transmitía orgullo, también ponía a la caballerosidad patas arriba: responderle a Yoho era necesario para defender a otras mujeres, incluyendo a las hijas de ese veterinario de Florida que se escudaba en ellas. 

Luego de preparar así el terreno, Ocasio-Cortez concluía con su definición de lo que hacía a un hombre decente (el respeto a la dignidad de todas las personas). Otra vez, sutilmente, Ocasio-Cortez invertía los roles tradicionales, en los que la voz normativa le habla a las mujeres pero no viene de ellas. Yoho había justificado su conducta refiriendo a su “pasión” en la defensa de Dios, patria y familia. Este es otro viejo tropo, en  el que los sentimientos masculinos son nobles y los femeninos algo próximo a la locura. Con su crítica a la masculinidad defendida por Yoho, Ocasio-Cortez fue directo al corazón del pensamiento protofacista de Trump y sus aliados: la defensa de la identidad blanca, masculinista, frente a un mundo extraño, diverso, que parece asediarlos por todos lados. La sobriedad de Alexandria Ocasio-Cortez durante esos diez minutos indicaba que el miedo les pertenecía a ellos y que se lo podían guardar donde les cupiera.

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