¿Cómo amanecieron hoy de su desprecio por la filosofía?

yellow and white smoke during night time
Photo by Rostislav Uzunov on Pexels.com

A finales de septiembre se hizo pública la información de que la hija de Claudia Sheinbaum había recibido una beca en el extranjero para estudiar un posgrado en filosofía. La intención política era obvia, sugerir que la beca era resultado del tráfico de influencias. Pero la ocasión abrió la puerta a que, a través de las redes sociales, las personas expresaran también su sentir sobre el hecho de que la beca fuera concretamente para estudiar filosofía. 

Con la vehemencia que caracteriza a las redes, supimos todos que hay demasiadas personas que piensan que estudiar filosofía agravaba más el hecho porque era como tirar el dinero a la basura, sin beneficio alguno para la sociedad. Puro gasto inútil que sólo la élite influyente se puede permitir. 

La verdad es que no me sorprendió que se dijera que la filosofía era inútil, vana, superflua, carente de toda utilidad social, porque es algo que he venido escuchando desde hace décadas, y está presente regularmente en chistes y memes. Es, de hecho, un lugar común en nuestro país desde hace tiempo. 

Quizás lo único nuevo es que se expresara de forma tan pública como parte del encono social que vivimos en estos días. Como si la filosofía representara a la élite chaira, esa que agrava a la comunidad científica, cuya utilidad y pureza, para quienes desprecian a la filosofía, es incuestionable. No hay que olvidar que la discusión se dio precisamente en medio de la acusación de la fiscalía general de la República contra 31 exfuncionarios de Conacyt que se piensan perseguidos por ser científicos. 

Quiero entender este episodio, sin embargo, en dos niveles. El primero, como resultado del enfrentamiento político actual en México, en la que dos grupos se disputan el control de la ciencia y el poder de definir el valor de los saberes. El segundo, como un episodio enmarcado en un reacomodo profundo y global del prestigio social de las distintas formas de conocimiento. 

A principios del siglo XIX dos conceptos quedaron claramente delimitados y en el lugar más prestigioso del saber desde el punto de vista social. Por un lado, las ciencias y, por otro, las Bellas Artes, desplazando y relegando a los demás saberes. Para mi no es una casualidad que los términos “humanidades” y “tecnología” aparecieran precisamente en el trascurrir de ese siglo para denotar aquello que había quedado fuera de las categorías de mayor prestigio: por una parte, los conocimientos ligados a la expresión humana que no tienen valor artístico sino teórico como la historia, la filología, los estudios clásicos y, por supuesto, la filosofía; y los conocimientos prácticos o aplicados, en concreto, pero no únicamente, vinculados a la ingeniería. 

Los conceptos de humanismo y tecnología se fueron consolidando a lo largo del siglo XX como respuesta a esa marginación, pero con resultados distintos. Porque lo hicieron en una contraposición entre sí. Así, el valor del saber tecnológico es su importancia para el crecimiento industrial y la producción de capital; mientras que las humanidades y, entre ellas, la filosofía, se afirmaron siguiendo un camino opuesto: subrayando que no persiguen ningún interés económico. Antonio Caso definió, por ejemplo, en las primeras décadas del siglo XX, el valor superior de la filosofía entre los saberes por ser una actividad desinteresada. 

En las últimas décadas del siglo pasado, el capitalismo postindustrial trajo consigo un giro en cuanto a qué conocimientos se les da un mayor valor social. Vimos desde entonces emerger a la tecnología como el saber de mayor prestigio social, incluso ya por encima de las ciencias. No es casualidad que a Tesla, un ingeniero electromecánico de principios del siglo XX, se le llamara científico para elevar su prestigio, y que en cambio hoy no haga falta llamar científico a Elon Musk, un desarrollador de software, para que reconozcamos en él a un hombre prestigioso y parte de las élites más poderosas. 

Una consecuencia obvia de este giro, por supuesto, es que la filosofía terminara casi en el basurero de los saberes, y sea hoy objeto de desprecio por quienes en México creen que el mundo se va a salvar siendo productivo. Lo que debemos entender es que los ataques a la filosofía son reflejo del triunfo de los saberes prácticos y parte, por supuesto, del reacomodo de las élites económicas en el mundo. No es, sin embargo, un triunfo definitivo, porque nunca lo es.

 A todos nos queda claro que vivimos tiempos revueltos, confusos, porque otro aspecto a observar es que la voluntad de ignorar ha ido ganando terreno y espacio público, y por qué no, incluso legitimidad. Me refiero lo mismo a los terraplanistas, que a los antivacunas, y en general a todos aquellos que defienden su derecho a tener “otros datos”, a descreer de lo que se sabe. Su presencia está cambiando también el sentido que tiene saber, conocer e ignorar. Porque hoy ciertas élites económicas y políticas se han convencido que tienen el poder de contradecir los hechos, de cambiar el sentido de la verdad. 

Yo, en verdad, no me preocuparía tanto porque de nuevo veamos aparecer el coro de los que desprecian o minimizan una forma de saber, el filosófico, que cambiará conforme los tiempos corren y se adaptará para sobrevivir. El trabajo teórico de la filosofía opera siempre oculta por la urgencia de todos los que tienen la necesidad del éxito presente. Su tarea es tratar de comprender, de construir conceptos que nos ayuden a nombrar fenómenos que se nos escapan, porque no son tangibles. 

Preocupémonos por un mundo que le otorga sólo sentido al producir y que hoy, además, abraza la voluntad de ignorar. A los filósofos en tanto hay que recordarles la frase de Epicteto: “prepárate para que se mofen de ti, porque mucha gente te va a ridiculizar”. 

Salir de la versión móvil